Cinco pistas para entender el último lío de la FIFA

Cinco pistas para entender el último lío de la FIFA

AP

Saber de antemano que una persona va a ser reelegida al frente de un organismo, sí o sí, 48 horas después de que siete de sus dirigentes hayan sido detenidos por corrupción durante décadas, es raro. Y "no puedo vigilar a cada uno todo el tiempo" tampoco parece una explicación de peso para recuperar unos votos que, en realidad, nunca perdió. La FIFA de Joseph Blatter es como Eurovisión, se mueve mueve por apoyos y funciona a golpe de voto comprometido.

La calidad de la gestión, los problemas y los escándalos importan bastante poco mientras cada uno tenga lo suyo. La FIFA no solo es opaca, sino consentida. La sombra del fútbol bajo la que se cobija es tan grande que a nadie le importa lo que sucede de puertas adentro. Blatter renueva mandato como si nada. Pero mientras él se rodea de caviar y coches de lujo, ahí fuera se empieza a librar una batalla diplomática que deja muchas incógnitas.

El pasado miércoles, a primera hora de la mañana, la policía suiza, a petición de la Justicia de Estados Unidos, entró en el lujoso hotel Baur au Lac en los Alpes (donde se reunía la FIFA) para llevarse, habitación por habitación y sacándolos por la puerta atrás, a siete dirigentes del fútbol mundial por presuntos delitos de corrupción. Se les relaciona con sobornos en las adjudicaciones de las sedes de la Copa del Mundo y en acuerdos de mercadotecnia y derechos televisivos. Fraude, asociación ilícita y blanqueo en un entorno de poder absoluto que manejaba en secreto enormes cantidades de dinero.

Los siete detenidos son Eugenio Figueredo (expresidente de la Conmebol), Eduardo Li (presidente de la Federación de Costa Rica), José María Marín (presidente de la Confederación Brasileña de Fútbol), Julio Rocha (presidente de la Federación de Nicaragua), Costas Takkas (secretario general de la Federación de Islas Cayman), Jeffrey Webb (presidente de la Concacaf) y Rafael Esquivel (presidente de la Federación de Venezuela). También se detiene en Trinidad y Tobago a Jack Warner, exvicepresidente de la FIFA.

No. Desde 2002 estamos acostumbrados a leer los asuntos turbios de la FIFA. En febrero de ese mismo año, medios ingleses revelaron la compra de votos en 1998 en la primera elección de Joseph Blatter, que varios meses más tarde fue demandado por malversación de fondos. Luego llegó el caso de los sobornos a la carta para el Mundial 2018, famosos por las imágenes grabadas por The Sunday Times, en las que un francés y un nigeriano, ambos del Comité Ejecutivo, pedían dinero a cambio de su voto. Incluso alguno de los detenidos en esta última operación ya apareció hace cinco años en informes internos de empresas publicados por la BBC que no solo demostraban los sobornos, sino que les implicaban hasta en el negocio de la reventa.

Entre tanto bochorno y tras verse obligado a suspender a tres altos cargos por intentar sacar tajada de la candidatura inglesa, Blatter aprovechó su cuarta reelección para inventarse un congreso que eligiese de forma más limpia las sedes y desviar la atención hacia su predecesor, Joao Havelange, publicando la documentación que confirmaba que aceptó cheques millonarios. Pero no le sirvió de mucho. En 2013 France Football publicó que Catar compró el Mundial 2022, una información que involucraba tanto a directivos de la FIFA como a otras personalidades del mundo del fútbol y la política. Los responsables del fútbol africano pudieron llevarse hasta cuatro millones de euros por sus votos.

Porque entra en juego Estados Unidos. La operación y las detenciones de película no parecen algo casual, sino un golpe de autoridad que también busca un impacto mediático. Un club de tramposos perteneciente a un organismo cuyo presidente es amigo de Vladimir Putin y concede a Rusia el Mundial 2018 estaba utilizando los principales bancos de Wall Street para blanquear dinero ilícito. Hasta ahí podíamos llegar. Lo raro hubiese sido que el FBI, la agencia tributaria de EE.UU y el departamento de Justicia hubiesen actuado de otra manera. Además del delito, hay una cuestión de orgullo.

El escándalo ha abierto una lucha diplomática que tiene a Blatter y Putin por un lado, y a David Cameron, Angela Merkel, François Hollande y el FBI por otro. Beneficiados contra damnificados. Mientras Putin denuncia un intento de boicot a su Mundial, el primer ministro británico exige la repetición de las votaciones (la inglesa era una de las candidaturas más fuertes) y la dimisión de Blatter.

Tras las retiradas del holandés Michael van Praag y el exfutbolista Luis Figo la semana pasada, el príncipe jordano Alí Bin Al Hussein, tercer hijo del Rey Hussein de Jordania y actual vicepresidente de la FIFA, era su único rival. Pero sus buenas intenciones de devolver la credibilidad a la FIFA y dar más poder a jugadores, entrenadores, árbitros y aficionados valían de poco. A pesar de la tormenta, los apoyos de Blatter seguían intactos. Las Confederaciones de África y de Asia ya habían dejado muy claro que le iban a a votar igualmente, lo mismo que sucedería con los americanos y de Oceanía.

Una de las consecuencias de conceder la organización del Mundial de 2022 a Qatar es tener que mover todos los calendarios de las competiciones nacionales para jugar entre noviembre y diciembre y evitar temperaturas superiores a los 40 grados. No le gusta ni a los jugadores ni a los aficionados y está todo por construir, pero el negocio es el negocio.

Además, los sobornos no solo afectan a las adjudicaciones, sino que se cuelan de lleno en los partidos de fútbol. El diario italiano Corriere dello Sport denunció este mismo viernes amaños en los arbitrajes del Mundial 2002 para favorecer a Corea del Sur. Según sus informaciones, hubo una intención de "garantizar a la nación anfitriona un camino privilegiado" que se materializó en dos arbitrajes clamorosos llenos de expulsiones y goles anulados protagonizados por el ecuatoriano Byron Moreno y el egipcio Gamal Ghandur, que dejaron fuera a Italia y España, respectivamente.