Los hechos nos dan igual cuando contradicen nuestra identidad

Los hechos nos dan igual cuando contradicen nuestra identidad

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El psicólogo Dan Kahan tiene un proyecto dedicado a estudiar cómo aquello con lo que nos identificamos influye en que creamos una cosa u otra. Ha desarrollado una hipótesis, que llama identity protective cognition (cognición protectora de la identidad), que viene a decir que buena parte de lo que creemos, lo creemos por factores identitarios grupales, es decir, por factores que tienen que ver con la preservación de vínculos con el grupo que consideramos nuestro. Tal vez la hipótesis no parezca fascinante, original o sorprendente, pero algunos de sus estudios sí lo son. Por ejemplo, en un estudio presentó unos datos acerca de un tratamiento novedoso contra los eccemas. Tal como estaban presentados los números, cabía la posibilidad de malinterpretarlos y creer que el tratamiento era eficaz cuando no lo era. Había que ser algo sagaz para darse cuenta de que el tratamiento no valía. Lo interesante viene ahora: cuando a los sagaces de la primera prueba se les presentaban números similares, pero esta vez acerca de políticas de control de armas, su sagacidad parecía desaparecer: sus respuestas ya no tenían que ver con los datos sino con su orientación política. Lo más sorprendente resulta ser que los más sagaces entre los sagaces eran los que más resistencia ofrecían ante la evidencia, muchas veces ofreciendo reinterpretaciones de los datos que en ningún caso habrían sugerido para el estudio del tratamiento de eccemas.

En filosofía se suele decir que las creencias se dirigen, o aspiran, a la verdad. Estudios como éste muestran que, aunque puede que lo más normal sea que corrijamos nuestras creencias a la luz de la evidencia, en muchos casos las creencias que formamos ignoran la verdad e intentan ajustarse a la preservación de los valores, estereotipos, referencias y otras creencias que compartimos con el grupo que nos acoge y, al menos en parte, nos conforma. Este fenómeno no es ni mucho menos reciente ni, una vez más, sorprendente. Lo que quizás es reciente y sorprendente es la fuerza con la que se ha hecho presente en nuestras sociedades, ocasionada por la radicalización de las dinámicas de enfrentamientos grupales, muchas fruto del as llamadas "guerras culturales" y "guerras de la indignación".

Si no conseguimos enfriar los crecientes enfrentamientos grupales, es difícil que las distintas partes nos encontremos en un suelo común de creencias compartidas abiertas a revisión.

Desde hace bastante tiempo (desde los 70 del pasado siglo), se ha comprobado en el laboratorio lo sencillo que es generar una dinámica de enfrentamiento entre grupos. Basta con que a un conjunto de personas se les diga que son el grupo A y a otro que son el grupo B para que tiendan a favorecer a cualquiera que caiga en su grupo en detrimento de cualquiera que caiga en el otro. Si a estos dos, llamados "grupos mínimos", se les hace competir por premios irrisorios (un dólar, por ejemplo), la percepción del otro grupo como antagonista se dispara. Estas competiciones entre grupos mínimos en el laboratorio intentan reproducir y estudiar casos reales en los que dos grupos entran en competición bien por recursos, bien por conflictos de valores o creencias que generan una percepción de amenaza.

La psicóloga Mina Cikara y su grupo han observado que en los casos de conflicto intergrupal (por ejemplo, entre madridistas y barcelonistas), se da el siguiente patrón de respuestas: hay contagio sensoriomotriz (muevo un poco mi mano si veo que tú la mueves) entre gente del grupo pero no con gente del otro; se experimenta placer real en los éxitos del grupo y en las desgracias del otro; en cuanto aumenta el nivel de conflicto percibido, las fronteras del grupo se estrechan y los estereotipos asociados con el otro grupo se vuelven más negativos; y hasta la percepción misma se altera con la percepción de amenaza (la piel de los del grupo de los negros se percibe más negra, y sus rostros más parecidos entre sí -salvo que sea necesario discriminarlos para vigilarlos-). Todas estos fenómenos tienen correlatos en el nivel comportamental, cerebral y hormonal.

En el mundo en que parece que hemos entrado, las dinámicas de enfrentamientos entre grupos, muchas veces motivadas por cuestiones simbólicas, no hacen sino crecer, tanto en cantidad como en virulencia. Las identidades grupales se sienten amenazadas, y se refuerzan ante los que consideran sus antagonistas. Es difícil que, en esas circunstancias, los estereotipos, los valores compartidos, y las creencias que confieren identidad al grupo se revisen de un modo racional a la luz de los hechos. Es más sencillo que se nieguen los hechos y se acomoden, de un modo u otro, a las creencias y valores compartidos. En estas condiciones, no parece servir de mucho acusar a los otros de post-verdad y de estar ciegos ante la evidencia. Si hay enfrentamiento, la primera víctima es la argumentación racional. Hay dos formas típicas de salir de una situación de este tipo: venciendo al otro grupo (y convirtiendo los propios valores, creencias y estereotipos en hegemónicos), o rebajando el nivel de enfrentamiento. Si no conseguimos enfriar los crecientes (en número y en intensidad) enfrentamientos grupales, es difícil que las distintas partes nos encontremos en un suelo común de creencias compartidas abiertas a revisión.