Un desconocido habita en mí: ¿qué hago con él?

Un desconocido habita en mí: ¿qué hago con él?

Sorprendentemente, creemos conocernos. Al menos, mucha gente sostiene que se conoce. Lo dice, y actúa convencida de que es verdad. Esto a pesar de que no tenemos ningún sentido interno que sirva para ponernos en contacto con nosotros mismos. Siendo optimistas, cabe decir que nos vamos adivinando poco a poco y con el paso de los años.

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Foto: ALFONSO BLANCO

Programe la alarma de su móvil para que suene aleatoriamente y anote cada vez lo que tenía en su cabeza justo en el momento en el que haya saltado la alarma. Se llevará una sorpresa: descubrirá que estaba experimentando y pensando cosas, posiblemente varias a la vez, que le habrían pasado inadvertidas de no haber sonado el móvil. En nuestra cabeza pululan desordenados cantidad de pensamientos, sensaciones, cosas que nos decimos, imágenes y memorias de las que, en un sentido, no somos conscientes. Sin embargo, el hecho de que seamos capaces de acceder a ellos con el pequeño truco de la alarma del móvil indica que esta rica vida mental tiene que ser consciente en algún nivel. Posiblemente lo que ocurre es que se trata de cosas que no tienen la suficiente fuerza como para atraer nuestra atención: compiten entre ellas y sólo la que gana se nos presenta como "lo que estamos pensando o sintiendo". Russell Hurlburt, el psicólogo al que se le ocurrió la idea de dar un busca a sus sujetos de estudio, sostiene que ni nosotros mismos ni los psicólogos o neuro-científicos tenemos una idea ni siquiera aproximada de lo que habita nuestra consciencia.

Incluso puede ocurrir que ni esas cosas que pululan por nuestra mente y se nos escapan, ni esas otras que logramos identificar, nos digan mucho sobre qué pensamos y qué sentimos en realidad. Lo que llega a nuestra consciencia e identificamos como "nuestros pensamientos o sentimientos" son, al fin y al cabo, el resultado de interpretaciones que hacemos de vivencias que no llevan una etiqueta en el cuello. Aquello que recordamos lo estamos reinterpretando, edulcorando o agriando, según se tercie, en el mismo momento en que el recuerdo acude a nuestra mente -y así, modificado, regresa a la memoria a largo plazo, para que vuelva a modificarse la siguiente vez que el recuerdo sea recuperado-. Las emociones que decimos sentir siempre tienen una vuelta. Muchas veces la duda radica en la naturaleza de la emoción -sólo hay que ver cuántos cantantes se preguntan si lo que sienten es amor-, pero quizás más a menudo en el objeto de la emoción: uno, por ejemplo, puede tener claro que siente odio, pero no tener tan claro qué es lo que odia. El carácter es -si lo hay, pues muchos psicólogos sociales lo ponen en duda- igualmente elusivo: lo que un día nos parece expresión de un carácter templado y prudente, otro día lo vemos como simple cobardía; la persona que consideramos extrovertida nos sorprende un día relatándonos los problemas derivados de lo que ella entiende es su extrema introversión, etc.

El imperativo de "conócete a ti mismo" es, probablemente, imposible de cumplir en su integridad.

Si nos fijamos un poco, comprobaremos que muchas de las afirmaciones y predicciones que hacemos sobre cosas que nos atañen a nosotros mismos resultan ser falsas. Sostenemos que nos gusta cierta música hasta que un día nos decimos que en realidad esa música nunca nos ha gustado (y no está claro cuál de las dos cosas es verdad); nos decimos "moriría si se va" y lo que sucede cuando se va es que experimentamos una extraña libertad (o eso nos parece). Seguramente hay un límite a este desconocimiento, pero tampoco sabemos dónde colocar la frontera.

En general, puede decirse que la mente nos va suministrando información proveniente de lugares diversos que a duras penas logramos integrar. Y mucha otra información permanece inaccesible. Según muchos psicólogos, la cantidad de información de este segundo tipo, información inconsciente que sin embargo incide constantemente en nuestro comportamiento, es mucho mayor que la información que se abre paso en nuestra consciencia -y que, en realidad, sólo proporciona material sobre el que trabajar.

Pero sorprendentemente, creemos conocernos. Al menos, mucha gente sostiene que se conoce. Lo dice, y actúa convencida de que es verdad. Esto a pesar de que no tenemos ningún sentido interno que sirva para ponernos en contacto con nosotros mismos. Siendo optimistas, cabe decir que nos vamos adivinando poco a poco y con el paso de los años (si es que no cambiamos demasiado entretanto). El imperativo de "conócete a ti mismo" es, probablemente, imposible de cumplir en su integridad. Sin embargo, es importante perseguirlo estando atentos a la vida que podemos observar, infiriendo a partir de ella quiénes somos, apoyados en interpretaciones a poder ser benévolas, que quizás no nos lleven a la verdad, pero que, por motivos obvios, tienen que ser nuestras "hipótesis de trabajo". Seremos entonces más funcionales, y nos meteremos en sitios y aventuras donde tendremos más probabilidades de encajar -y nuestro entorno y nuestras comunidades nos lo agradecerán-. No es descartable que una de las "aplicaciones prácticas" más importantes de la educación en disciplinas humanísticas y sociales sea la de calibrar, a la vez que erosionar, el desconocimiento de nosotros mismos. Algo que es, posiblemente, más útil, se mida como se mida la utilidad, que muchas otras de las así llamadas "transferencias del conocimiento".

El título de este artículo está inspirado en un verso de Antonio Gamoneda