La edad del racismo

La edad del racismo

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Hace relativamente poco tiempo, en 2011, la resaca de la gran recesión de 2008 hizo imaginar a muchos optimistas que estaba gestándose un punto de inflexión sociocultural y político que bien podría resumirse en el siguiente mensaje: "la codicia está de bajada, la empatía está en alza".

Ciertas personalidades como el presidente Obama o el profesor Frans de Waal articularon un mensaje de esperanza colectiva, transmitiendo la reconfortante idea de que la naturaleza humana podía sobreponerse a las dificultades e injusticias sin apelar a la venganza o al odio, una naturaleza inclinada por su propia lógica social y biología interna hacia el altruismo, la solidaridad y el bien común. Sin duda, parecía necesario restituir cierta "fe" en la ciencia, la razón y la democracia para que la promesa de que el mundo sería capaz de aprender de sus errores y encarrilar el progreso hacia la senda de lo bueno nuevamente fuera aceptada.

Lo que ahora considero más urgente denunciar es una realidad donde la deseada edad de la empatía ha perdido la batalla en favor de la edad del racismo.

Una parte de mis propias convicciones se sentía cómoda compartiendo ese ideario y apoyándolo con un discurso propio. Han pasado algo más de seis años. En el inicio de este 2018, aquella leve confianza, aquella visión que parecía más abierta de lo habitual y que proyectaba un horizonte moderadamente transformador, ha sido completamente estrangulada. En su lugar, lo que se distingue como inminente es un panorama cubierto por una insólita y densa niebla, vertebrada con barras de aluminio y arena de silicio desprendidas de la guerra cibernética, de operaciones militares encubiertas con drones, del espionaje internacional y la manipulación informativa que sufren las redes sociales y los procesos electorales. Una niebla inyectada también por el propio devenir histórico de la deuda financiera que continúa avanzado hacia su fin sin contrapesos, al paso de la jerarquía tradicional. Ante una perspectiva tan desafiante, lo que ahora considero más urgente denunciar es una realidad donde la deseada edad de la empatía ha perdido la batalla en favor de la edad del racismo.

El valor de la empatía ha sido fácilmente distorsionado por los intereses del mercado, alejándolo de lo que es un conocimiento puro vinculado con su desarrollo social, y aproximándolo hacia un reduccionismo sentimental y conformista en el que, desde el punto de vista de lo que contiene su significado, debe primar la satisfacción de los deseos no del ciudadano sino de cada consumidor individualizado, consagrado como Autoridad del proceso de comercialización (así es como el marketing se ha terminado de licenciar como "disciplina empática").

En paralelo, observamos cómo el egoísmo más irracional (negar por sistema la ayuda al prójimo incluso aunque eso pueda implicar un perjuicio a largo plazo para tu propia supervivencia), desposeído pues de una mínima dosis de ilustración utilitarista (lo que habitualmente se entiende por ayudar a alguien motivado por el interés propio de que nos devolverá algún favor en el futuro), vuelve a apoderarse de la gobernanza, asociándose con otros comportamientos antisociales para arruinar definitivamente el sentido de la identidad multicultural y los efectos positivos del cosmopolitismo (los virus que forman el brexit, la islamofobia, el miedo ante el terrorismo internacional y la crisis de los refugiados de Siria, se han yuxtapuesto al fracaso general de las políticas destinadas a atajar las desigualdades; es decir, es este último fracaso el que condiciona la amplitud del resto de condicionantes).

El nacionalismo ruso, el estadounidense, el británico, el húngaro, el austriaco, el polaco, el suizo, el belga, el danés, el alemán, el francés o el catalán, todos están en alza

Como reacción, el nacionalismo, al que equiparo con una manifestación de la noción de racismo cultural, ha irrumpido en el panorama occidental como tantas veces, haciendo recordar a la humanidad, al menos a la parte que todavía opera con conciencia, todas las condenas que pesan en nuestro trágico historial. El nacionalismo ruso, el estadounidense, el británico, el húngaro, el austriaco, el polaco, el suizo, el belga, el danés, el alemán, el francés o el catalán, todos están en alza, y al contemplarlos enseguida aflora el hecho de que poseen elementos comunes que articulan la forma y proyecto de cada uno. Pretendo discernir que dichos elementos, tan cosidos entre sí, deberían clasificarse dentro de la tesis del nuevo racismo o racismo cultural para, desde ahí, tejer un criterio para que la juventud aprenda a identificarlo y rechazarlo.

El racismo que fluye en nuestra época

Este nuevo racismo no es un síntoma genuino de esta década que vivimos, sino que lleva afianzándose con vigor desde los años setenta (es el caldo de cultivo al que estuvo expuesto Donald Trump cuando se estaba formando en su juventud). Parte de dos premisas básicas diagnosticadas precozmente por el politólogo británico Martin Barker y por el sociólogo estadounidense John B. McConahay:

  1. El prejuicio racial, una vez que es desterrado de la corrección política y de lo que resulta socialmente deseable o digno de una educación sin mácula, es restituido mediante formas indirectas de expresarlo, es decir, pasa a ser reproducido de un modo encubierto o simbólico mediante concepciones ideológicas. Por ejemplo, bajo este prisma los negros en EEUU ya no estarían siendo caracterizados como perfiles inferiores en términos biológicos, físicos o intelectuales, sino que la percepción de inferioridad derivaría de la violación que perpetran de ciertos preceptos cultuales arraigados en la conciencia nacional. Así, al concebirse que se trata de una comunidad en la que la mayoría de sus miembros no se responsabilizan de sus propios problemas y situaciones, sin esforzarse por mantener a sus familias unidas, aceptando ayudas del Estado y fracasando en cualquier intento de prosperar, se considera que sus integrantes socavan la confianza y el capital social del resto de estadounidenses, lo que justificaría la postura de negarles una parte de la identidad colectiva. Dicho de otra forma, alguien que desprecia a los negros adquiere una cobertura política para practicar su conducta racista siguiendo un patrón similar a este: "creo en la responsabilidad de uno mismo, y rechazo a todas las personas perezosas o sin carácter que prefieren la comodidad de los subsidios en vez de los sacrificios que implica el ganarse la vida por si solos; por eso no confío en ellos", ergo "por eso los discrimino").

  1. El discurso predominante en el nuevo racismo aspira a configurarse como si fuera un artefacto democrático y respetable, por lo tanto, vincula y combina una discriminación social con otra cognitiva pero cuidándose mucho de que el lenguaje que utiliza y sus planteamientos adquieran la apariencia de lo que es propio del sentido común y la "normalidad", al mismo tiempo que logra no ser reconocible o relacionable con hechos o afirmaciones de violencia directa o extrema que le pueda conllevar un juicio negativo de falta de humanismo. En el seno de esta lógica se va codificando el credo de determinados partidos políticos y asociaciones que, bien unas veces disimulando su radicalidad bien otras aprovechando el oportunismo de las coyunturas socioeconómicas para soltarse la melena, van acumulando apoyos cada vez más transversales para culminar su aspiración de influir o dominar sobre las instituciones y el Estado. Unos apoyos que son destilados a partir de grupos heterogéneos en su genealogía sociocultural o de clase, personas resentidas, decepcionadas o marginadas con respecto al funcionamiento del sistema (en el que observan que abunda la corrupción y los privilegios), que no logran prosperar o cubrir sus ambiciones o que han perdido estatus y se sienten perjudicadas e incluso perseguidas. Y por supuesto, destilados a través de la mediación que provoca en las mentes de todos ellos la propaganda y la desinformación.

El resultado de estas premisas se sustancia en que la parte débil o minoría, diferenciada de la comunidad que crea y adopta el discurso racista, queda excluida o aislada de los fines colectivos asociados con un conjunto de especificidades de índole cultural, religioso, étnico o nacional. Como anota el sociólogo francés Michel Wieviorka, se va tejiendo una creencia corruptora que presenta las culturas con rasgos diferentes como procesos cerrados e irreductibles la una a la otra (bien que pueden comunicarse entre ellas, pero nunca mezclarse ni sintetizarse de modo alguno, pues de hacerlo comienza su declive y colapso).

De este modo, cada cultura se naturaliza como una esencia, fija, inmanente, prácticamente genética, evolucionando exclusivamente para quién pertenece por nacimiento o es admitido de pleno en la comunidad original (sujeta a las pautas que dicta la Autoridad que es quien ostenta el poder de transmitir lo que se conoce por tradición). Como efecto definitivo, el diferente, como pueda ser un inmigrante, queda automáticamente privado de poder integrarse como igual en la cultura nativa que lo rodea, al mismo tiempo que es criticado por refugiarse en el mantenimiento de sus propias diferencias culturales.

El concepto de nación, como representación de una esencia, está siendo recuperado por los intereses de grupos y partidos que creen o que utilizan instrumentalmente el discurso del nuevo racismo

La recuperación del valor supremo de nación

A lo largo de lo que llevamos de este siglo ha venido proliferando la asunción de que las organizaciones supranacionales y determinas instituciones globales dirigen a su antojo el gobierno económico mundial, lo que provoca (y así se nos permite entender) la paulatina pérdida de soberanía de los Estados-nación característicos de la estructura política del mundo desde la Segunda Revolución Industrial. Sin embargo, a mi modo de ver, esta hipótesis es más aparente y justificativa que la demostración de un profundo cambio estructural, dado que lo que continúa siendo predominante es la dinámica de bloques (tan reconocible en el periodo de entreguerras como durante la posterior Guerra Fría) pero con nuevos jugadores, estrategias y metas. Esta dinámica (dirigida por las grandes potencias mundiales contemporáneas) bascula en su trasfondo sociológico y de legitimación de la hegemonía económica y militar resultante sobre el mismo concepto emocional de siempre: la nación, tan rabiosamente renovada de energía como deformada en su ideario.

Estamos observando cómo el concepto de nación, como representación de una esencia, de lo que permanece inmutable a los cambios históricos, está siendo recuperado por los intereses de grupos y partidos que creen o que utilizan instrumentalmente el discurso del nuevo racismo. La nación inglesa, la alemana, la francesa, la americana o la identidad catalana que aspira al mismo rango, son invenciones supuestamente imperecederas que pueden retrotraerse a tiempos pretéritos para imponer en el presente aquellos mismos supuestos, los cuales, en realidad, tan solo han sido imaginados o interpretados sesgadamente.

Alineándonos con las investigaciones historicistas del sociólogo alemán Norbert Elias, cada nación crea una autoimagen en la que se pierden los lazos de afecto hacia las construcciones sociales más generales y de sentido fraternal en las que lo habitual consiste en ensalzar los rasgos compartidos de los grupos humanos en vez de subrayar sus diferencias y edificar particularismos, de lo que resulta que, en la lógica racista, conceptos como "sociedad burguesa" o "sociedad humana" pierden su centralidad en el discurso. La "nación" arrebata al sujeto su lucha de clase social y lo eleva hasta una ilusión en la que él mismo se siente como un igual a los representantes nacionalistas que terminan por ostentar y ejercer el poder del Estado (eslóganes como "America First", "España nos roba", "No me siento español", "No me siento europeo" son productos comunicativos de esta emergencia ideológica).

¿Esperanza antirracista?

Una salida racional para el discurso nacionalista ha estado vinculada con la idea del cosmopolitismo. El derecho cosmopolita que ideó Kant se fraguaba a partir de la aceptación de la propiedad común y universal que es la Tierra, con sus inherentes límites geográficos, para todos los seres humanos. Pronosticó que el mundo estaría constituido mayoritariamente por democracias y por relaciones comerciales establecidas entre ellas y que, en aras de fortalecer ambos supuestos, se desarrollaría una ética ciudadana que garantizaría, por ejemplo, el derecho a la hospitalidad, que implicaba que los inmigrantes o refugiados no podrían ser tratados con hostilidad ni ser considerados enemigos cuando se movieran legítimamente fuera de sus territorios nativos, sino que habría que tolerar su presencia siempre y cuando tuviera lugar de un modo pacífico.

El complejo y polémico proyecto de Kant imaginaba un sistema mundial unificado cosmopolitamente, y no cabe duda de que la ONU y la UE son productos emanados en parte de la influencia de su pensamiento, y que las fallas de estructura y funcionamiento de ambas organizaciones fueron previstas por este último, pues era sabedor que el reto siempre radicaría en cómo dar prioridad y jerarquía a los ascendentes comunes entre los Estados para que el gobierno fuera posible, debilitando en contraposición las diferencias nacionales (en consecuencia, enseguida se proyectaría una tendencia negativa que facilitaba el surgimiento de una élite que dirigiría al resto a modo de entente despótico).

¿Qué se entiende hoy por ser cosmopolita? La respuesta no es fácil ni única. Desde una vertiente optimista (liderada por la filósofa Martha Nussbaum), se trataría de una asunción cultural en la que se aceptaría un patriotismo leal hacia la humanidad en su totalidad. Una visión universalista que debería impulsarse mediante los sistemas educativos y la construcción de un civismo republicano y transnacional.

Desde una vertiente pesimista (referenciada en la socióloga Saskia Sassen), el universalismo cosmopolita únicamente vinculado con la esperanza de que se desencadene un iluminismo cognitivo y "espiritual", resulta demasiado abstracto y tendría poca fuerza efectiva o material para frenar el desarrollo neoliberal y los efectos nacionalistas que va alimentando la globalización. A menudo, son los consultores, ejecutivos y empresarios de éxito que no dejan de recorrer el mundo en el desarrollo de su trabajo y negocios corporativos los que más se vienen arriba para esgrimir la necesidad de una política global para todas las dimensiones de la humanidad, y con ello se califican popularmente de "cosmopolitas", lo que es una forma de devaluar y simplificar su significado e incardinarlo como un rasgo del emprendimiento de nuevo cuño o como una terapia para la liberación de ataduras o arraigos localistas (practicando un desapego casi ascético difícilmente asimilable para un campesino nicaragüense o un obrero malasio).

Una tercera vertiente, más activa y crítica (pensadores como Sousa Santos y David Harvey), aboga por la conceptualización de un nuevo cosmopolitismo opuesto al desarrollo vertical que ha tenido la propia idea dentro de los límites del capitalismo, con el fin de crear no ya una defensa real de los derechos humanos, sino dar con nuevas formas de participación política para todos aquellos excluidos del proceso de globalización, lo que ayudaría a evitar que estos millones de personas caigan en los espejismos fraudulentos de los discursos nacionalistas, y que pudiesen llegar a abrazar ideas y procesos asociados con políticas de solidaridad y empatía con una amplitud y sentido mundial.

Mientras, el antirracismo, como proceso político para deslegitimar el nacionalismo racista, se ha mostrado, al menos por el momento, bastante menos eficiente de lo que sus impulsores esperaban. En el desarrollo de nuestra cultura predominante ha sido llamativo cómo los sospechosos de ser racistas han dado la vuelta a la situación acusando a sus críticos de practicar sobre ellos otro tipo de racismo. Así es abundante el uso entre los nacionalistas de expresiones como "eres un racista antiespañol" o "eres un racista anticatalán". De esta forma, paulatinamente el termino "racista" ha pasado a ser utilizado sobre un espectro de situaciones e intereses tan amplio que ha favorecido que como noción discurra desvirtuado tanto por el lenguaje político como mediático, lo que está obstaculizando el consenso para la aplicación de políticas antirracistas, incluidas las de discriminación positiva (criticadas por desfavorecer los ideales de universalismo y proteger la historia, costumbres e idiomas de las culturas minoritarias).

En nuestro tiempo, el nuevo racismo simultáneamente a tratar como inferiores y marginar a determinados grupos sociales, introduce en sus objetivos programáticos la disminución en cierto grado corrector de la desigualad económica mediante reformas fiscales y la implementación de políticas activas de empleo para atajar el paro; sin embargo, también posee su lógica interna y por ello sería ingenuo pensar que si el modelo económico fuera bastante más igualitario y si hubiera pleno empleo el racismo desaparecería o que tendería a ser residual.

Probablemente, se necesitaría en paralelo un proceso de renovación del sentido civilizatorio en determinados niveles para volver a recalibrar lo que, por ejemplo, produce socialmente la vergüenza, el desagrado y el temor (pilares centrales sobre los que operar si se aspira a que una cultura pueda transformarse estructuralmente). De lo que estoy seguro es que el derecho (por encima de los sentimientos y la diplomacia) debe ser una herramienta decisiva para planificar la renovación que apunto y seguir construyendo un aparato legislativo ágil e inteligente para desactivar el racismo.

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