La maximización de la Sanidad: nuestra salud transformada en mercancía

La maximización de la Sanidad: nuestra salud transformada en mercancía

Lo que está ocurriendo en nuestros días es una reversión cultural del consenso sobre esa unicidad igualitarista con el fin de que sea sustituido por el sentido común de elegir lo inevitable: aceptar la lógica de mercado.

Cada día encuentro más seguro que el mundo que he conocido hasta ahora lo recordaré como una edad de oro, y no me refiero a la edad de oro de las series de la televisión de pago estadounidense, ni a los éxitos del deporte español, ni al progreso de las industrias de telecomunicaciones y la eclosión del ejercicio de las libertades a través de Internet, o a una melancolía por el espíritu romántico de Schiller. Se trata de una edad de oro que evocaré con mi memoria en términos de equidad, de prestaciones dignas por desempleo, de una pensión razonablemente satisfactoria y solidariamente accesible, de una educación universitaria pública, abierta y de calidad, y de un sistema público de salud que hasta ahora, en España, había sido capaz de dominar al razonamiento mercantil gracias a la inteligencia sofisticada que nos proporciona el gen altruista; por tanto, un sistema universal, el sanitario, el nuestro, que por fundamentos y doctrina había demostrado ser capaz de anular el egoísmo de las personas para aspirar a lo mejor de la condición humana, sin distinguir entre humanidades o colectivos diferentes, transmitiendo mejor que ninguna otra institución social o política de la historia española que sólo existe una humanidad.

Lo que está ocurriendo en nuestros días es una reversión cultural del consenso sobre esa unicidad igualitarista con el fin de que sea sustituido por el sentido común de elegir lo inevitable: aceptar la lógica de mercado. Cuando desde algunas Comunidades Autónomas se remite a un ciudadano la factura de lo que ha costado en euros su curación, se desencadenan dos procesos de pensamiento en esa persona:

El primero, que en apariencia es el único al que aspiran las instituciones políticas que lo han puesto en marcha, es de carácter no sólo informativo sino que busca sensibilizar e incluso incentivar su conducta, de tal modo que se espera que si ese usuario conoce con exactitud lo que cuesta su salud, valorará más el servicio que ha recibido, y por otro lado, al conocer el coste, ya no tendrá la tentación de creer que es una atención gratuita y, por ende, tratará de usarlo únicamente cuando realmente lo necesite para generar solidariamente un cierto ahorro al sistema.

El segundo proceso se deriva del anterior, y tiene que ver con que en ese usuario se active un pensamiento puramente mercantilista para entender el mundo que le rodea, es decir, el ciudadano que nunca había salido del sistema público, pasa a percibir y asimilar a través de la lógica económica del mercado lo que cuesta la salud de un ser humano, aprendiendo a poner el precio con decimales incluidos a una radiografía, a un parto, a un ciclo de radioterapia, a una operación de vejiga. En este concurso virtual, en este Precio Justo con que por cualquier medio se intenta llenar nuestra vigilia diaria, las cosas ya no son importantes por lo que valen sino por lo que cuestan.

Ambos procesos se sellan entre sí con el pegamento de lo que comúnmente se denomina como "el abuso del consumidor sobre el sistema". Hipótesis que examinaremos más adelante para tratar de demostrar que encierra un interés económico al mismo tiempo que se apoya en una determinada simbología moral.

El trasfondo de toda esta pirueta ideológica se va incorporando sibilinamente a la estructura de pensamiento y a la conducta individual sin distinción de clase social, siendo este trasfondo identificado primeramente por F. Engels y más recientemente por el economista Gary S. Becker, cuando explicaban cada uno desde ópticas políticas antagónicas y con un siglo de diferencia, cómo la lógica del matrimonio y del divorcio se acuesta, de manera mayoritaria y con mayor o menor autoconsciencia, sobre un frío cálculo de naturaleza económica: todo se reduce a la utilidad que calculas que obtendrás de tu elección, tanto a la hora de seleccionar a quien se convertirá en tu esposo o esposa, como al elegir el momento más ventajoso para divorciarte, casi de la misma forma en que se actúa a la hora de adquirir y vender una vivienda o un producto financiero. La maximización del beneficio que obtienes o de lo que dejas de ganar se convierte en el norte de la brújula. ¿Y el romanticismo? Todo adquiere un precio, incluso lo que antes lograba escapar a su esclavitud. El mercado deja atrás la función de producción y la función de consumo para sumergirse en el territorio de la mente.

Actualmente, entre la mayoría de los economistas especializados en el libre mercado se comparte una premisa de partida sobre el objeto de su ciencia: la tarea principal consiste en ser capaces de explicar el comportamiento de las personas, no juzgarlo; y yo añado: ni tampoco perfeccionarlo o mejorarlo. Esto quiere decir que, desde su punto de vista y con un alcance estrictamente formal, la teoría económica no tiene una relación directa con la moral o la ética, ya que se limita a representar los modos en que la sociedad y sus individuos se comportan, escapando de la responsabilidad a la hora de dirimir sobre si esos modos son éticos o inmorales.

Esta división, tan aspiradoramente clara y supuestamente independiente, entre lo que es el territorio del pensamiento mercantil y lo que no le corresponde por pertenecer al espacio propio del pensamiento moral, a cualquiera con un mínimo de sentido común le puede parecer contundentemente cuestionable a estas alturas del relato, puesto que los mercados, de manera progresiva, han ido filtrándose sobre aspectos y esferas de la vida que no eran económicas, y en este giro hacia la mercantilización sin límites de los procesos que marcan la evolución social, han sido los propios economistas, con sus teorías y hallazgos, los que se han ido enredado más y más en aspectos filosóficos y políticos, en cuestiones sociales y culturales como la sanidad, la educación, la natalidad, la inmigración, o el medio ambiente... Sería más rápido enumerar las cuestiones sociales que aún permanecen a salvo del análisis de los economistas, aunque ahora mismo no recuerdo ninguna.

Ya sabemos, por la lluvia mediática y las justificaciones racionales que tratan de amparar las reformas impulsadas por nuestro Gobierno, la Comisión Europea, el FMI y el Banco Central Europeo, que en el mundo de hoy, un ciudadano auténticamente libre, con madurez y exento de prejuicios, ha de pasar a ser un converso en la fe de la eficiencia económica, puesto que, en esencia, se trata de una cuestión de matemáticas simples y neutrales: "Si se gasta más de lo que se ingresa resulta evidente que se tiene que recortar el gasto". Esta es la prueba inculpatoria definitiva para tomar la decisión. Y después, asimilar cultural e históricamente la nueva regla de oro: el gen egoísta programado en cada individuo para sobrevivir le lleva a adoptar un comportamiento económico en todas sus actividades vitales. O lo que es lo mismo, la teoría económica nos explica que estamos programados desde el nacimiento para maximizar el beneficio de nuestra elección cada vez que optamos entre un abanico de posibilidades. Este escenario está derivando en comercializar con cosas que desde la tradición moralista no podían tener un precio ni un valor económico, porque hacerlo de esa manera significa rebajarlo o corromper su finalidad.

Bajo este razonamiento, el valor moral de ciertas cosas o fenómenos se desintegra en una explosión de partículas que pasan a ser relativas. En cierto modo, todos esos átomos que permanecían unidos con un propósito, moldeados por nuestros antepasados, por millones de sacrificios anteriores, por miles de ideas, conquistas sociales y descubrimientos científicos, vuelven a recomponerse pero con otro valor moral diferente o condicionado. En esta recomposición de átomos está fraguándose el cambio histórico de nuestros días.

No es difícil examinar cómo la aplicación de todas estas consideraciones va imponiendo a escala mundial una nueva forma dominante de valorar la salud de las personas, modificando la manera en que entendemos el acceso a un servicio sanitario universal y eficaz. Empecemos por la superpotencia de moda:

De China sabemos que el impulso reformista continúa a un ritmo infatigable para transformar su modelo socialista en otro capitalista. Un impulso que ya lleva varios años afectando con recortes a su sistema sanitario, pese a que su economía crece más que ninguna, incluso descontando una inminente desaceleración. Así que, desde mediados de la década pasada, la administración china comenzó a cerrar paulatinamente un gran número de clínicas rurales para ahorrar, empujando a que mucha gente viajara a las grandes ciudades donde, como era previsible, en poco tiempo se produjo el colapso de los hospitales en forma de colas interminables de varios días para poder acceder a un volante que te permita ser recibido por un médico. Además de este esfuerzo, el campesino chino, situado en los puestos más bajos de la escala social, tiene que adaptarse al nuevo mercado negro de la salud liderado por la reventa de volantes, que por un precio de mercado marcado por la creciente demanda va vendiendo saltos de cola a quienes más dinero pueden gastarse o al que más necesidad tiene.

El espectro del darwinismo social va adquiriendo corporeidad y el pobre, el débil, comienza a ser amortizado a medida que la protección del Estado se va retirando. Es evidente que un sólo hospital no puede gestionar con solvencia la demanda de 1,3 millones de personas, y es evidente que uno de los efectos de este tipo de política sanitaria incide directamente sobre el desarrollo económico al provocar un deslizamiento de las clases sociales chinas con más excedente de renta hacia un nuevo nicho de mercado que era prácticamente inédito en la historia reciente de este enorme país: la sanidad privada. Y aquí, de nuevo, es el mercado quien irrumpe para reorganizar la estructura de su modelo social.

Y mientras tanto ¿qué ocurre en la vieja superpotencia americana? Veamos algunas muestras de cómo funciona actualmente el modelo de sanidad privada estadounidense. Una de las empresas más llamativa es MD², cuando entras a su web te sumerge en un spot que recuerda a la compra de un vehículo 4x4 de una marca de lujo o al alquiler de un jet privado, un mundo al alcance de una élite. Sus mensajes no dejan duda de que ser un abonado a MD² es un privilegio social y material que mejorará tu estilo de vida. Esa es la clave cultural, la salud se concibe como un ingrediente instrumental más dentro de ese cóctel que te permite tener un elevado ritmo de vida. El rezo es muy directo: "Conserva la salud para poder consumir todo lo que desees y alcanzar así la plenitud". Pero el trasfondo es mucho más simple, se trata de tener acceso a un médico de manera inmediata y personalizada, sin tener que esperar largas colas o soportar una atención de peor calidad.

La sanidad privada en EEUU se colapsó hace mucho tiempo. Los médicos de cabecera de los seguros más económicos tienen listas de 3.000 usuarios asignados por facultativo, lo que les obliga a sesiones diarias de 30 pacientes y a que la petición de hora se dilate en muchas ocasiones durante algo más de una semana. La satisfacción al servicio se ha resentido. Evidentemente, esta situación ha abierto nuevos nichos para las empresas con ánimo de lucro a la hora de crear servicios ad hoc para las rentas medias y las rentas más altas. Este es el caso de MD Squared, que por 20.000 euros al año permite que una familia de cuatro miembros pueda tener acceso a ese médico permanente.

Por otro lado, dentro de la política reformista en sanidad de Obama se coló la doctrina de la prevención, convertida en uno de los conductores para tratar de operar el cambio sobre la opinión pública. Sin embargo, ésta ha quedado reducida a la oferta de incentivos puramente económicos para que el consumidor haga el menor uso posible de las pólizas. Algo así como "si no das partes en el seguro de tu coche durante varios años, te primamos con reducciones en el precio que pagas".

En 2012, Mark J. Perry, profesor de economía de la Universidad de Michigan, publicó un estudio sobre el encarecimiento espectacular de los precios de los seguros sanitarios en EEUU desde 1958 hasta 2012. El gasto en salud per cápita en 1958 estaba en 134 dólares, lo que implicaba que un trabajador que recibía el sueldo medio de la época debía destinar 15 días de trabajo al año para cubrir esa cantidad. En 2012, el gasto en salud per cápita fue de 8.953 dólares, lo que provoca que actualmente un trabajador deba destinar 58 días de trabajo para cubrir ese gasto. Este incremento muestra que el precio de la sanidad se ha multiplicado por cuatro, a diferencia de los precios de otros bienes como un televisor, una lavadora o un iPod, que se han visto reducidos a una cuarta parte de los niveles equivalentes en 1958. Además, Perry avisa que la clave para explicar esta inflación no proviene simplemente de haberse ampliado el abanico de servicios y tratamientos para paliar las enfermedades o de los sueldos de los profesionales sanitarios, sino que sencillamente se están pagando precios inflados que no representan el valor real de los servicios recibidos, y esa exuberancia tiene que ver con el egoísmo de las empresas aseguradoras y la consiguiente falta de regulación para poner límites al mercado de la salud.

En perspectiva comparada, el modelo público español es cuantitativa y sensiblemente superior al modelo estadounidense aunque en las salas de espera no haya ni pasteles, ni frutas, ni flores, ni pantallas de plasma ni hilos musicales relajantes ni voces altisonantes, en nuestra realidad hay poca calma y nada de estética. La superioridad que asigno a nuestro modelo no lleva implícita su insostenibilidad financiera como señalarían algunos, sino que captura la mentalidad con que fue diseñado y el modo en que ha sido mantenido, lo que significa que de partida siempre ha sido impulsado por una fe muy diferente a la fe en el mercado.

El lucro no es que no haya existido en alguna medida en la ecuación española, dado que los precios y el volumen de pedidos asumidos por la administración para cubrir el gasto farmacéutico y el resto de compra de materiales y tecnologías sanitarias han enriquecido a multitud de empresas y multinacionales, así como también esa misma apertura a la inversión ha permitido crear miles de empleos, generar cierta innovación técnica, mejorar el funcionamiento de los hospitales y, en conjunto, elevar notablemente la esperanza de vida. Pero de lo que no cabe duda es de que hacer dinero a costa de la salud, como factor, no se ha hallado en todas las partes de nuestro sistema... hasta que todo ha empezado a cambiar.

La ideología del abuso del consumidor es uno de los factores culturales que está logrando ese cambio. Y paradójicamente, su eje de actuación apela al juicio moral para convencer al ciudadano. Una ideología que, a mi juico, juega con mitos y equívocos que a su vez van generando víctimas y villanos. La primera jugada consiste en equiparar la palabra "abuso" con "fraude". En EEUU es muy habitual el caso de personas que falsifican tarjetas de asistencia sanitaria para acceder a coberturas privadas. En Canadá, donde el servicio sanitario público es una referencia mundial, el fraude se ha dado cuando ciudadanos no canadienses (mayoritariamente estadounidenses) han utilizado tarjetas sanitarias robadas o a veces prestadas para recibir una asistencia que en sus países de origen les costaba unos recursos que no poseían. Estas circunstancias claramente no resultan ser un abuso sino un fraude, aunque luego habría que entrar a valorar si el comportamiento del infractor es justo o injusto al examinar las condiciones materiales que le han llevado a cometer la infracción.

Luego están los casos marginales de la frivolización del acceso a la atención médica por parte de una minoría de personas que lo usan de una manera intensiva o exagerada, y que no suelen ser precisamente las personas más pobres o de menos recursos, sino aquellas que tienen recursos suficientes y con mayor educación y que, sin embargo, resultan ser los que entran en una obsesión por sobreproteger su salud, lo que les hace caer en la exuberancia del consumismo, un proceso que ha pasado a dominar todos los aspectos de sus vidas: "dado que se puede y te lo puedes permitir, consúmelo, no lo dejes escapar". La crítica a la exuberancia es fácil de llevar a cabo, especialmente cuando se ha observado que no ha habido ningún interés institucional por limitarla o controlarla sobre los diferentes ámbitos o sectores de la oferta de bienes y servicios por el mero hecho de considerar que esos bienes se hallaban localizados en el mercado. A todos nos sorprenderían mensajes mediáticos como: "No compres un coche alemán porque es un lujo muy caro que no necesitas"; "no se compre una segunda vivienda porque el sobreendeudamiento le asfixiará", "guarde el dinero debajo del colchón porque la inversión en preferentes es arriesgada e incierta".

En este caso, la excusa de la ideología del abuso para justificar la inexistencia de estos sensatos ejemplos de mensaje sería algo así como "con tu dinero puedes hacer lo que quieras, y de paso recuerda que consumir es bueno para la vida y la economía". Aunque es frecuente escuchar que como consecuencia de que algunos usuarios abusan del sistema sanitario, el sistema no funciona ni puede servir eficazmente a la sociedad. Resulta paradójico que ningún político, por analogía, asuma que las prácticas de abuso y corrupción en la gestión pública por parte de algunos gobernantes demuestren que la democracia representativa ni sirve ni funciona como ellos nos prescriben. Es más, resulta bastante sensato darse cuenta de que una deficiente gestión administrativa no tiene necesariamente que significar que un sistema público del que todos somos copropietarios (como ciudadanos y como contribuyentes) deba ser cerrado o puesto a la venta; quizás sería más fácil asumir que los votantes hemos podido cometer un error a la hora de decidir quienes eran las personas adecuadas para asumir dicha gestión.

Hagamos un ejercicio de historia y cerremos más el foco: en 1962, durante la administración Kennedy, se lanzó la primera Consumer Bill of Rights en EEUU. Es decir, la primera ley de protección al consumidor. Su misión era proteger a los ciudadanos frente a bienes que pudieran ser una amenaza para su salud o su integridad física. El objetivo de los demócratas era regular el mercado para evitar los monopolios, la desinformación y la inseguridad de los estadounidenses sin traspasar una línea roja que permitiera a sus adversarios acusarles de practicar el temido socialismo intervencionista de Estado. Más tarde, hacia finales de los sesenta, esta ley fue ampliándose a través de la lucha por los derechos civiles de las minorías y de los movimientos feministas.

En aquella época, se trataba de proteger a los débiles, de dotarles de la fuerza de la ley para protegerse de los poderosos, de la injusticia heredada y de las grandes corporaciones. De pronto, las mujeres y los más pobres (previo pago), tuvieron posibilidades de acceder a tratamientos que les habían sido vetados por ser tabúes culturales o estar relacionados con la segregación racial o el machismo. El facultativo desde aquel instante tenía que argumentar sus decisiones y no podía discriminar desde su criterio profesional unilateral el acceso a una determinada medicación o intervención. Empezó a forjarse el perímetro de los derechos del paciente. Una cultura que se filtró desde estos modelos de control del sector privado hacia los modelos de sanidad pública que estaban consolidándose en la reconstrucción de Europa.

El mercado, desde entonces hasta ahora, ha venido reaccionando contraculturalmente por medio del mensaje del abuso del consumidor para defender sus intereses particulares. Negando la viabilidad de la solidaridad y la justicia administrada socialmente. Pese a estos esfuerzos, la incertidumbre y la incredulidad del ciudadano al enfrentarse al ánimo de lucro en el tratamiento de su salud resulta imposible de obliterar, dado que se le fuerza a contemplar una realidad dentro de una lógica que no es natural, evidenciando que el consumismo no es el prisma adecuado para solucionar las debilidades de un modelo sanitario. El análisis de la situación no debe centrarse principalmente en cuáles deben ser las obligaciones del ciudadano sino que debe centrarse en reconocer que las obligaciones del Estado deben estar concentradas en invertir en ciudadanía. Ese es el criterio más importante que debe evaluarse para evitar el declive de un país. Desde mi perspectiva, el proceso de transformación o de reformas de la sanidad a nivel mundial tiene una buena parte de su cepa cero en el apogeo del consumismo fomentado por el mercado. El debate contemporáneo debe centrarse en el coste del consumismo y no en el coste del abuso.

En la mayoría de los países europeos o en Canadá, el compromiso de lo público por la sanidad tiene su origen en el contexto de las guerras mundiales del siglo pasado, porque se dedujo, tanto desde la sensibilidad progresista como conservadora, que tener una ciudadanía con una esperanza de vida alta y protegida de enfermedades y plagas, resultaba ser una inversión económica e incluso militar para hacer frente a futuros conflictos bélicos, así como un medio político de estabilización para evitar el avance en popularidad de los partidos comunistas. Ahora, en pleno siglo XXI, amortizado el comunismo, parece que ese tipo de apuesta por lo público es menos prioritaria y las barreras políticas comienzan a levantarse para poner a la venta la salud.

En Canadá, un reciente informe publicado por Canadian Institute for Health Information el pasado mes de mayo, analiza el coste y el efecto redistributivo de la riqueza a través de la financiación del sistema público de salud. En el modelo canadiense, que no ha implantado el copago y que resiste los envites para que toda su financiación continúe siendo vía impuestos directos, se calcula que la salud de un ciudadano en promedio a lo largo de toda su vida (por tanto, sin tener en cuenta la diferencia de renta) le supone un gasto a la administración de unos 167.000 euros. El 60% de esa cantidad se indexa anualmente y en progresión ascendente entre los 65 años y los 80 o más años. Si se añade como factor de calculo a la sanidad privada, que representa el 30% del gasto total en salud, el coste promedio se dispara a los 243.000 euros. Pero aquí lo determinante y llamativo es el sistema distributivo que lo mantiene.

Las rentas más bajas, de menos de 18.000 euros al año, aportan el 5,8 % de sus ingresos al mantenimiento del sistema, mientras que las rentas más altas, a partir de los 65.000 euros, aportan el 7,5%. Queda claro que los que más tienen aportan más en cantidad neta (unos 800 euros para los niveles más bajos frente a unos 6.000 euros para los niveles más altos). Lo interesante del estudio es que han calculado que si el sistema público desapareciera tal y como funciona actualmente, los más ricos sólo tendrían que gastar el 3% de su renta en garantizar su salud, mientras que los más pobres tendrían que destinar el 24% de su renta. En esencia, en esta diferencia de oportunidades reside la motivación y los efectos reales de transformar el sistema para primar modelos de capitalización que premien el interés individualista, dejando de responder a un ideal de solidaridad y de compartir riesgos colectivamente.

Hace unas pocas semanas acudí a hacerme mi revisión rutinaria anual a mi médico de cabecera de la Seguridad Social. Me prescribió el habitual análisis de sangre, y me dieron fecha para hacérmelo apenas tres días después. Los resultados para que los examinara de nuevo el médico estarían listos en apenas cuatro días. Al acudir a las 8:00 de la mañana al centro ambulatorio para que el equipo técnico procediera a la extracción de la muestra, me reuní en la sala de espera con una comunidad de conciudadanos. Allí estábamos un grupo aproximado de unas 40 personas desconocidas organizándonos para el orden de entrada:

-¿Quién tiene el 25 por favor? -Yo tengo el 23 -Entonces iré después de usted, ya me sirve de referencia para guiarme, muchas gracias.

Mientras, una mujer mayor y en chanclas discutía con otra señora de parecida edad porque ambas decían tener el mismo número. Un señor con bigote y desaliñado se ofrecía a resolver el entuerto y pasaba a descifrar el boleto de la más veterana:

-Señora está usted confundiendo el número de orden con su hora de citación, va usted después del número 10. ¿Quién lo tiene?

Otra mujer con discapacidad se angustiaba en voz alta porque la persona que estaba supuestamente antes que ella con el número 30 no aparecía. Enseguida una joven con traje corto de chaqueta, contundentes tacones y acompañada de sus dos gemelos de apenas cuatro años la tranquilizaba con extrema sensibilidad. A los pocos minutos llegaba la número 30 con un carro de la compra a cuestas y sin aliento.

En el otro extremo de la sala, un caballero con traje y corbata de alrededor de cincuenta años no había sido capaz en su casa de introducir el tubo de muestra en su bote de orina, le daba miedo estropearlo, por eso traía todo el kit en una bolsa, y compartía su nerviosismo con las personas que estábamos a su alrededor. Nuevamente emergía un talante altruista y un joven estudiante con barba y con una mochila a la espalda se le acercaba y le indicaba con precisión como proceder; el señor, aliviado, se retiraba discretamente al baño del ambulatorio para hacerlo correctamente.

Las personas iban entrando a la consulta en su orden, y apenas 100 segundos después iban saliendo con el codo flexionado, satisfechas tras ser atendidas por tres expertas en hacer la tarea con rapidez y sin dolor. -"El sistema funciona" pensé. La sala siguió convertida en una gran reunión de ciudadanos ayudándose entre sí, conscientes de su responsabilidad cívica y de que aquel servicio es un activo colectivo, compartido por todos y de todos, sin diferencia de clase social, de educación, de edad o de proclividad a la enfermedad. Simples estampas cotidianas como ésta nos evidencian cuál fue la semilla y el ADN que llevaba codificado nuestro sistema para desarrollarse.

Hemos de ser conscientes que el programa evolutivo de nuestra sociedad se está transformando en estos momentos, y que las semillas de una buena parte de las estructuras que daban sentido a los valores de nuestro modelo de convivencia, de ahora en adelante, darán frutos diferentes. No todas las semillas de nuestro modelo político han sido excelentes. Vivimos los efectos destructores de algunos de ellos. Pero no es el caso de nuestro modelo sanitario. ¿Estamos dispuestos a fragmentar nuestra humanidad en una multitud de humanidades diferentes? ¿Somos conscientes que habrá seres humanos a los que nosotros o nuestros hijos ya no consideraremos nuestros semejantes sino extraños?

Alexis de Tocqueville diagnosticó lo útil que resulta a cualquier nación democrática que aspira a la justicia el manto de la igualdad imaginaria, formada por constituciones, declaraciones e incluso leyes que luego no se llevan a la práctica o no son de aplicación para todos, pero que sirven para equivocar a la opinión publica y ocultar la evidente desigualdad que continúa rezumando entre las personas de una misma sociedad. El mensaje que califica a nuestro modelo de insostenible, a nuestros vecinos y familiares de derrochadores, a los extraños que se benefician del sistema de ladrones, a los médicos y profesionales del sector de poco productivos e ineficaces, con vistas a autorizar su prohibición, reducción, externalización o privatización para garantizar la viabilidad, es un gusano que se ha introducido en la fruta de la Sociedad Justa para contagiar el desencanto por la idea más avanzada y decente que se consolidó en el siglo pasado tras millones de vidas sacrificadas: el título de hombre no puede ser reservado celosamente para una comunidad de hombres con mis mismas características de sexo, raza, credo, lengua, cultura y clase social. El desencanto trata de engullir todo el entusiasmo en esta idea, la que aprendí y conocí en la edad de oro.