Progreso sin sentimientos morales

Progreso sin sentimientos morales

Los mercados han invadido todos los ámbitos de la vida. Deciden por nosotros sobre valores y principios que antes estaban bajo la potestad del espíritu del hombre. Vivimos en la era del triunfalismo del mercado, caracterizado por un discurso público que ha quedado vaciado de sustancia moral.

"Si no puedo contradecir la premisa de que todos los hombres tienen derecho a comer, tengo que someterme también a todas sus consecuencias".

Heinrich Heine. Poeta alemán.

Los mercados han invadido todos los ámbitos de la vida -familia, amistad, sexo, procreación, salud, educación, naturaleza, arte, ciudadanía, deporte e incluso la manera de enfrentarse a la muerte-. Los mercados deciden por nosotros sobre valores y principios que antes estaban bajo la potestad del espíritu del hombre. Vivimos en la era del triunfalismo del mercado, caracterizado por un discurso público que ha quedado vaciado de sustancia moral. Cuantas más cosas se pueden comprar con dinero menos son las situaciones donde las personas pueden encontrarse y relacionarse de igual a igual. Cada vez hay menos experiencias en la vida material donde pueda haber mezcla de clases sociales. La creciente desigualdad fruto de la mercantilización de toda la sociedad provoca que la gente adinerada y la gente con recursos modestos vivan cada vez más alejadas entre sí. Un hecho que ni es benigno para la democracia ni tampoco resulta ser una forma de vivir que esté a la altura de la dignidad del hombre.

Como diagnostica el teórico de la justicia Michael J. Sandel, es vital que las personas de orígenes y posiciones sociales diferentes se topen, se relacionen entre sí, en el devenir de sus respectivas vidas cotidianas, para de ese modo ir puliendo las diferencias más injustas a la vez que éstas se toleran durante la propia transición para resolverlas. Es la forma de construir y custodiar el bien común, y no de confundirlo o no saber diferenciarlo de aquello que no es más que el bien individualista y egoísta.

¿Queremos una sociedad donde todo esté en venta? ¿Es tolerable moralmente cierta desigualdad económica a cambio de que los mercados puedan comercializar prácticas sociales relacionadas con la moral y el civismo con tal de que una parte amplia de la sociedad pueda imitar la vida de aquellos que más renta acumulan?

Sandel apunta que la única esperanza de bloquear a los mercados la entrada en todos los nichos de nuestra conciencia es reflexionando públicamente sobre el valor de determinados bienes y principios éticos que antaño estaban a salvo de ser convertidos en mercancías.

Para aportar algo en esta misma línea de pensamiento crítico, y asumiendo la importancia de lo introspectivo como una palanca interesante para aprender a vivir de un modo más cercano a la esfera de la moral, he querido echar la vista hacia atrás, en concreto sobre el Romanticismo, y analizar brevemente sus orígenes y su controvertida progresión histórica para reconocer las razones por las que se fue desdibujando hasta ser obliterado y sustituido por el racionalismo absoluto de la técnica y la máquina, lo que terminó de abrir las puertas a la desnaturalización del hombre, que incapacitado para poder cambiar el estado de las cosas asumió la vergüenza de su limitación, pasando a ceder al mercado todas las posibilidades de generar progreso.

El Romanticismo tuvo una eclosión esencialmente alemana hacia finales del siglo XVIII. Se trató de una reacción sentimental ante la dictadura ilustrada al servicio de la razón y de lo práctico, principios que habían sido implantados como los únicos faros a los que había que seguir férreamente para que pudiera producirse la evolución social, que siempre debía venir en primer lugar, para sólo después dejar paso a la evolución concerniente al plano individual. Esta concepción de la evolución desposeyó al hábito metafísico y contemplativo de razones y derechos para coexistir, y terminó de relegar a las virtudes de la poesía hasta el fondo del armario. El fin último era progresar, y la mente económica comenzó a monopolizar todos sus significados.

En aquellos prolegómenos de lo que estaba por venir, el hambre por las letras y la lectura entre la burguesía alemana adquirió unas proporciones inéditas. Algunos pedagogos y críticos de la época se quejaron del exceso de hábito de lectura y escritura, hasta el punto de ser calificado de epidemia. Y es que entre 1790 y 1800 se editaron más de 2.500 nuevos títulos, prácticamente la misma cantidad que en los 90 años anteriores. La forma de consumo cambió súbitamente: en vez de leer el mismo libro muchas veces, hasta casi dominarlo con la memoria, se pasó a leer muchas obras diferentes pero sólo una vez. La autoridad de los clásicos empezó a ser balanceada por la irrupción de nuevos autores, filósofos y poetas que aportaron puntos de vista divergentes con los cánones establecidos y que citaban a otros autores olvidados o proscritos de tiempos pasados.

En medio de esta moda, a partir de 1800, emergieron definitivamente los románticos, jóvenes intelectuales, poetas, artistas y músicos que buscaron compulsivamente la emoción y el suspense, prefiriendo los finales abiertos e inacabados para la vida frente a las soluciones empíricas cerradas e irrevocables. Aspirando a convertirse en un referente capaz de influir en la cultura, en ciertos aspectos, la escuela romántica se aproximó a una religión, pero lo hizo mediante presupuestos eminentemente estéticos, encantada de insuflar un aliento trascendentalista a todo lo ordinario, y siempre queriendo percibir lo infinito en la rutina y en lo tangible, huyendo así de la lógica secular y del rigor científico. El romántico imaginaba el pasado como un lugar ideal, mejorado, y con más atractivo y significados para vivir en armonía que el hipotético futuro que prometían los avances tecnológicos.

Curiosamente, el Romanticismo fue de las primeras escuelas en denunciar la división del trabajo y la industrialización como mecanismos de explotación, comprometido en hacer una llamada para que el individuo se cultivase, se perfeccionara y aprendiera a pensar por sí mismo. Recomendó una formación polivalente, ecléctica y transversal. No había que limitarse a especializarse en una única cosa para obtener un trabajo, sino aprender a fondo todo aquello que fuera interesante. Siempre debía haber espacios en la mente y en el tiempo de ocio para todo lo que poseía algún interés. Así, aquella nueva forma de pensamiento surgió de fusionar la poesía, la filosofía, la ciencia y la política. Y esa fusión facilitaba que el trabajo se convirtiera en un juego. Y al hacerlo, éste se transformaría en auténticamente humano. La escuela romántica, a su manera, se opuso a la Ilustración Práctica fundada en torno a la actividad económica, donde la vida que debía ser experimentada estaba supeditada únicamente sobre aquello que resultaba ser útil, ganancia o pérdida.

En este caldo sociocultural se pusieron en evidencia algunos criterios que después se fueron incorporando fragmentariamente a los programas de algunos de los partidos políticos, unas veces de izquierdas y otras de derechas, que fueron surgiendo hacia la mitad del siglo XIX, a saber: resulta difícil controlar lo que sucede en una persona que lee; quien lee mucho suele llegar con más facilidad a la idea de escribir él mismo; y quien se cultiva de esa manera tiene más posibilidades de especular con una transformación personal. Era un mundo inspirado por Schelling y Friedrich Schlegel.

En resumen: ¿Qué principios se integraban en el acto de romantizar el mundo?

Se alteraba la confianza ciega en el pensamiento ilustrado, dado que la planificación racional, esa que surge desde el córtex frontal de nuestro cerebro, se calificó como incapaz de sentir la profundidad de la vida, obligando al cálculo constante, al orden y a la disciplina, al control del temperamento y de los instintos. Se ponía en duda la idea misma de que el Progreso trajera siempre lo mejor -¿y si la mejor solución estuviera localizada en la antigüedad o en lo primitivo?-. Surgió el culto al misterio, al hilo que mueve las transformaciones del destino, y a la curiosidad por las sociedades secretas.

Bajo este prisma, lo inexplicable no debería ser considerado como un escándalo sino como un estímulo a la imaginación. Se hablaba de Revolución, pero se trataba de una concepción completamente diferente a la experiencia francesa. En el caso romántico se partía de un sesgo más individualista y más conservador socialmente ya que, ante todo, lo que se propugnaba era una revolución moral y estética que afectaba directamente al espíritu. Schlegel y Schelling reafirmaron la necesidad de liberar a la humanidad de la jaula de la objetividad.

Fueron también los tiempos de dos figuras claves del pensamiento occidental europeo, Goethe y Hegel. Ambos actuaron como equilibradores de contención frente al torrente romántico. Y al mismo tiempo se convirtieron en los primeros distorsionadores de sus propiedades y objetivos primarios.

En su época, Goethe no aplaudió la Revolución Francesa. Lo que no implica que fuera defensor del antiguo régimen, ya que fueron varias las declaraciones que hizo a lo largo de su carrera denunciando la explotación y los abusos inmorales de aristócratas y monarcas. Lo que le inquietaba era la irrupción visceral de lo político y lo social en la vida cotidiana con el riesgo incorporado de olvidar las promesas de los ideales estéticos. Lo que más rechazaba era lo súbito y violento, lo rupturista. Él siempre fue partidario de lo progresivo y de la transición tanto en la naturaleza como en la sociedad. Estaba convencido de que el hombre debía concentrarse en hacerse a sí mismo, en pulir su personalidad, en colocar los esfuerzos en lo próximo, en lo cercano, en el presente, y no tanto en lo lejano, ni en lo que quedaba demasiado fuera de su alcance. Su lema se podría resumir en: transforma el mundo para convertirlo en tu propio mundo, pero sólo toma de él en la medida en que te puedas apropiar de él. En su obra Fausto, Goethe introdujo un tema de enorme influencia histórica: el pacto con el mal puede ser necesario si con ello se logra el progreso. Concibiendo a una Humanidad vaga y carente de curiosidad, asumió como principio que la negación o la anulación de la moral tradicional termina por ser la mayor fuerza creadora para transformar las cuestiones sociales. Nació así la dialéctica, lo que permitía admitir desde un ángulo secular que el pecado resulta necesario para que pueda existir la redención.

Goethe advirtió que el dinero, es decir, "el pacto con el diablo", se convertiría inexorablemente en el medio más eficiente para cambiar la cultura y el espíritu del hombre, pese a los riesgos del endeudamiento derivados de que ese dinero no tuviera el respaldo de riquezas tangibles o reales. Como señala Robert Skidelsky, catedrático de economía política de la Universidad de Warwick, en aquel momento se estaba gestando en Europa el mito de la felix culpa (todo beneficio requiere de un coste al que hemos de estar dispuestos) al servicio de la utilidad y del progreso de la economía, y en el caso alemán esa semilla se estaba horneando en el molde de las contradicciones románticas.

Por su parte, Hegel fue capaz desde sus clases de la Universidad de Berlín de ir fusionando la modernidad del fenómeno francés con el conservadurismo, despreciando el subjetivismo y el caos. Su receta, también dialéctica, fue considerar que el presente es siempre el fruto de un largo proceso histórico que determina el devenir de los acontecimientos, provocando el desencanto y el descrédito sobre las supuestas mejoras que el futuro pudiera traer por sorpresa. En 1844, uno de sus discípulos, Marx, realizó una crítica a la filosofía del derecho de su maestro, demostrando que la filosofía no puede realizarse sin suprimir al proletariado, y el proletariado no puede suprimirse sin realizar la filosofía. La visión de Marx puso en primer término la cuestión de la realización. No despreció al Romanticismo, sino que reconoció su valor, su función de elaborar poesía a partir de la realidad objetiva. Sin embargo, su anhelo fue siempre realizar esa poesía: realizar aquello sobre lo que tanto hemos soñado.

Otra figura paradigmática que floreció en aquellos momentos fue Richard Wagner, fundamental para entender la evolución del pensamiento romántico hacia una transición donde su revolución originariamente centrada en el arte pasó a estar al servicio de una revolución superior con fines políticos. La obsesión de Wagner se centró en crear a través de sus obras una mitología revolucionaria que prescribiera la unidad y la regeneración del pueblo alemán, censurando los privilegios de las élites tradicionales y el egoísmo de espíritu fruto del pensamiento económico dominante, lo que le llevó a conclusiones erróneas, reduccionistas y profundamente racistas que más adelante serían desafortunadamente recuperadas por las dictaduras totalizadoras del siglo XX.

Así, desde finales del XIX, se estableció una tensión por la supremacía entre lo estético y lo político, entre lo práctico de la técnica y el valor curativo de la ética, entre la expansión de la riqueza material y la implantación de un modelo distributivo y de justicia real para todos. Entretanto, el arte aún guardaba la esperanza de poder cambiar el rumbo de las cosas y de liberar al hombre.

Pero tal dialéctica llegó pronto a su fin para dar paso a la nivelación. Las catástrofes de las guerras mundiales del siglo pasado desterraron todo vestigio romántico. Y no es de extrañar dado que parte de su herencia, al desplazarse al plano de la acción política, desembocó trágicamente en el nacionalsocialismo de Hitler, que se apropió de las ideas sobre los pueblos, la cultura y los mitos populares, radicalizando la oposición al racionalismo hasta directamente destruir todo rastro de cordura. Allí donde el romanticismo original potenciaba la capacidad transformadora del individuo desde un plano de perfeccionamiento interno, en la dictadura nazi la personalidad de cada persona era intercambiada por el concepto de Pueblo, un ente inviolable al que todos habían de servir y subordinarse.

En la posterior reconstrucción de Alemania lo común fue la despolitización y la desideologización planificada en los programas políticos de los partidos supervivientes. Ya no se aceptaron experimentos ni nuevas o viejas ideas, se buscaba la sobriedad, la garantía de la técnica etiquetada como la única senda neutral, y la rendición incondicional ante un modelo socioeconómico que fuera capaz de generar clases medias. El proyecto de romantizar el mundo se apagó para siempre, mientras que paulatinamente se fueron acelerando los desplazamientos de normas éticas hacia el terreno del cálculo económico. A escala mundial, el sentimiento moral pasó a ser sometido a un examen en el que se utilizaba una escala muy precisa para obtener un aprobado: la aportación neta del sentimiento al crecimiento de la economía debía ser suficiente e incuestionablemente necesaria. De tal modo que la prosperidad de la economía se convertía en la hipótesis más fiable para que el individuo pudiera llegar a ser libre y realizarse.

Uno de los ejemplos más interesantes para ilustrar este tipo de desplazamientos que cito y los efectos, a mi juicio, devastadores que conllevan sobre las relaciones sociales, recae en la investigación que realizó el sociólogo británico Richard M.Titmuss en 1970 sobre el sistema de obtención de sangre utilizado en Gran Bretaña, donde todas la transfusiones provienen de donantes voluntarios que no cobran, y su comparativa con el sistema mixto utilizado en EEUU, donde ya en aquel momento había una parte vía donación y otra parte muy sustancial vía la comercialización a través de bancos privados de sangre.

En sus conclusiones, el modelo británico salió muy bien parado tanto en términos morales como en términos de funcionamiento, mientras que el estadounidense quedó negativamente en evidencia por dos motivos fundamentales: el primero tenía que ver con que los bancos privados de sangre obtenían su materia prima mayoritariamente de los pobres, los desempleados, los grupos étnicos más desfavorecidos y de los trabajadores peor pagados y con menos cualificación. Por medio de este mecanismo se producía un perverso efecto distributivo de la sangre desde las clases más bajas a las clases más ricas. El segundo motivo fue el que más preocupó a Titmuss por los efectos de irreversibilidad y de contagio hacia otros países en términos culturales y políticos: permitir que la sangre fuera una mercancía escasa con un valor económico determinado estaba socavando el sentimiento de solidaridad asociado a la donación desinteresada, esto es, desintegrando el comportamiento altruista que tradicionalmente conllevaba y a la propia noción reconocida socialmente de que fuera un acto gratuito.

El dilema era el siguiente: para qué voy a donar sangre a cambio exclusivamente de un sentimiento moral si además puedo ganarme una cantidad económica por hacerlo. Por consiguiente, bajo el anterior razonamiento, el donante solidario entraba en una fase de extinción, y en consecuencia se activaba un declive en el compendio de conductas altruistas que todavía sobrevivían en la sociedad. La parte dura aquí es entender que las formas en las que se organiza una sociedad dada y sus instituciones, y en especial en todo lo relativo a la salud y a la generación de bienestar de todos sus miembros, influyen decisivamente en el incentivo o desincentivo social que afecta a la parte altruista del ser humano.

Otro ejemplo más cercano e inmediato para explicar este mismo efecto tenía lugar recientemente, durante la última comparecencia en sede parlamentaria del ministro de educación Wert a finales del pasado mes de agosto, al defender la idoneidad del nuevo modelo de becas universitarias y su particular doctrina del esfuerzo. En su discurso, el ministro aludió a la responsabilidad que deben asumir los alumnos beneficiarios hacia el esfuerzo económico que hacen las familias que tienen hijos con el pago de sus impuestos para subvencionar el modelo y, más aún, subrayó una responsabilidad extra hacia los ciudadanos que no teniendo hijos, o no utilizando el sistema público universitario, también aportan su dinero a ese mismo sistema y al programa de becas. Se trató de un giro inconfundible que desincentiva la importancia de la generosidad con el desconocido y con la prosperidad del prójimo, así como camufló principios éticos de solidaridad e igualdad como si fueran meras reglas de mercado, enardeciendo un sentimiento vigorosamente egoísta en el modo de entender qué es una comunidad.

El trasfondo del enfoque utilizado por Wert comparte las mismas consecuencias que intuyó Titmuss en su crítica a los bancos de sangre. Por lo tanto, una sociedad donde todas las formas de comportamiento adquieren su significado como una mercancía cuyo mayor o menor valor bascula en función de su rendimiento en términos económicos, puede terminar por colapsar el altruismo hasta un punto donde la libertad de dar de las personas puede quedar coartada, ser socialmente mal vista, reprimida o incluso transformada en un privilegio sólo al alcance de los que tienen un excedente de recursos y se pueden permitir el lujo de la filantropía.

Otro riesgo implícito en este tipo de programa ideológico pasa por considerar que el comportamiento ético es un producto con atributos materiales, razón por lo que habría que economizarlo y no despilfarrarlo. La lógica de este planteamiento es que la solidaridad, la generosidad y al altruismo disminuyen con el uso en vez de perfeccionarse con la práctica, así que el sentido común nos impondría el deber de guardarlos, conservarlos, y acumularlos para utilizarlos únicamente para las cosas que realmente importan, para los momentos difíciles... de manera que si, por ejemplo, te enamoras de una persona, ten en cuenta que el amor que posees hacia ella es un bien finito y se te puede agotar si lo usas demasiado, así que es mejor dosificarlo, no lo des todo porque podrías haberlo gastado cuando estés en un aprieto y lo necesites realmente. Y mientras tanto, si lo gestionas y calculas con sobriedad, no tendrás más que sustituir el bien moral que genera esa categoría de amor por el precio o la relación coste-beneficio que dicho comportamiento adquiere en el mercado.

En síntesis y retomando el caso concreto de la racionalización de la educación, ésta pasa a ser concebida como una función económica que debe buscar la perfección en el retorno de la inversión, es decir, en el grado en que aporta utilidad a la economía, he aquí el pecado feliz de un sistema de intereses donde el acceso a un cierto nivel de formación conviene preservar escaso para influir en su precio, de modo que ya no tiene valor político para el Estado que el modelo público educativo sea percibido como un medio abundante para el perfeccionamiento moral. Ante todo es un coste que puede generar beneficios y no tanto el alma de las virtudes.

E.J.Mishan, en su fundacional trabajo de 1967 Los costes del crecimiento económico, precursor del movimiento verde europeo, denunció que el coste del crecimiento económico significaba una pérdida inmediata de aquella creencia, hoy en día calificada de obsoleta, que considera que el crecimiento debe producirse principalmente en términos sociales. Así que la post-industrialización y la libertad del consumidor aun habiendo traído contaminación, desgaste de recursos naturales, extinción de especies vivas, mayor desigualdad entre los más ricos y el resto, y nuevas enfermedades producto de la vida urbana y el abuso material, han terminado por ser consentidas y asumidas como un coste llevadero a tenor de los beneficios que distribuye.

Para Mishan, el éxito económico medido en términos del crecimiento del PIB estaría encaminando a las sociedades hacia la sub-utopía de la evolución humana, especialmente en la medida en que se va aumentando la desigualdad en el reparto de los ingresos. La insostenibilidad de un mercado desregulado puede ser discutible, pero resulta innegable en términos estadísticos que las diferencias entre los que más renta poseen y los que menos son abismales, y van en aumento. Como consecuencia, las personas más ricas muestran cada vez menos interés por muchos de los servicios públicos comunes, dado que ellos mismos van percibiendo que sacan mucho más provecho gastando su dinero directamente en bienes privados. Este ciclo es lo que alimenta y justifica su habitual oposición al gasto público en determinados ámbitos, lo que en consecuencia termina por producir una sociedad más estresada, ya que si los que más tienen quieren evitar aquellos gastos públicos que mejorarían la vida del ciudadano común, se pueden producir unos efectos sociales a escala incluso psicológica que terminen por aumentar la hostilidad, la desconfianza y el egoísmo entre los miembros de esa sociedad.

Y ante este panorama tan poco esperanzador ¿Qué podría ofrecer hoy el Romanticismo, una vez descontados sus erráticos componentes políticos tan proclives a los mitos nacionalistas, frente a la hegemonía cultural que ejerce la ética del mercado?

No se trataría de apoyar incondicionalmente su original sentido de la aventura para dirigir nuestra vida ni de tener que experimentar un constante goce estético por todos nuestros actos. Como nos ha enseñado la Historia, la imaginación en el poder no es ninguna garantía para instaurar la paz perpetua o la justicia. Obviamente tampoco se trataría de justificar una regresión ingenua a una economía primitiva, antigua o prefeudal, y por encima de todo rechazo cualquier sesgo para socavar el orden moral de las leyes y que sea sustituido por una subjetividad integral que desprecie al pensamiento científico o que manipule la verdad. Por tanto, a simple vista me parece que ofrecería bastante poco.

Tan sólo me inclino por recuperar la epopeya individual de actuar por unos principios morales y estéticos que escapen de la mercantilización contemporánea tan extremadamente racionalizada, principios que te permitan explorar elementos tan trascendentes como la amistad, despojándola de la corrupción moral contemporánea que provoca que los amigos se clasifiquen de un modo utilitarista, como una inversión en bienes de capital que algún día te pueden ayudar a sobrevivir o prosperar materialmente. También me inclino por cultivar aquella actitud romántica que impulsa a la erudición, para ser un estudiante permanente, para toda la vida, interesado por todo lo que ocurre en el mundo, con la iniciativa y la ambición por entenderlo, devorarlo y criticarlo por uno mismo y con plena autonomía intelectual.

Me inclino igualmente por el coraje de denunciar lo que no es justo y lo que no es bello, y reclamar su reversibilidad política y estética. En este punto estaríamos solucionando uno de los errores del romántico exaltado, ya que la garantía democrática para viabilizar su discurso quedaría establecida en hacer convivir el bien con la belleza, pero siendo absolutamente incompatible la priorización de lo segundo en detrimento de lo primero.

Del mismo modo, los principios a los que aludo estarían al servicio de un ideal de comunidad de carácter igualitarista y no al servicio de una noción de pueblo elegido. Una comunidad encargada de prodigar una humanidad común, integradora de las diferencias, y cuya misión fundamental debe pasar por ofrecer garantías colectivas frente a las incapacidades y las desgracias individuales, así como garantizar unos recursos mínimos capaces de reconvertir el destino de los individuos para acercarles la realidad hasta sus auténticas capacidades personales.

Siento el empobrecimiento de nuestra sociedad cada vez que observo a personas capacitadas para realizar cambios, algunas de ellas eminentes figuras de la sociedad civil, bajar los brazos y admitir en alto, como si fuera un credo místico e irrevocable, aquello de que "no hay para todos" o de que "no se puede hacer nada más". Mientras que los que pensamos de una manera diferente, que "sí hay para todos" y que "siempre se puede hace algo para evitarlo", somos devaluados con la etiqueta de ser idealistas o incluso románticos.

El progreso tecnológico en el que muchos todavía confían como el gran motor que permitirá en el futuro una sociedad más equilibrada no funciona como las leyes de la evolución biológica sino que lo hace por la influencia histórica derivada de las formas de organizarse que tienen nuestras instituciones y de nuestra cultura. Si éstas se encuentran enfermas o son, en alguna medida, disfuncionales, ese progreso tendrá pocas oportunidades de no estar igual de contaminado. De ahí la importancia de la reflexión pública sobre aspectos éticos.

Los hábitos filosóficos de nuestra mente no nos vienen a la conciencia ultrarrápidos vía fibra óptica o 4G. Que el pensamiento del que somos capaces resulte ser lúcido, claro y distinto no depende de que tengamos delante más puntos de resolución en una imagen electrónica. Y obviamente nunca lograremos comprendernos mejor a nosotros mismos y sentir empatía por los demás mediante una actualización de software. Somos mucho más complejos, más sensibles.

Recuperar los sentimientos morales, como semillas del capital social, resulta fundamental para que sobreviva una forma de pensamiento que esté de acuerdo con distribuir equitativamente, aunque sea asimétricamente, la prosperidad material. Los que sienten esta misma necesidad como algo urgente pueden compartir con el Romanticismo el malestar con una cultura caracterizada por tener una apariencia técnicamente racional pero que en la práctica funciona de manera inestable, a veces corrupta e incapaz de solucionar las demandas de amplias capas de la sociedad. El desafío actual es cómo encauzar ese malestar para transformar la realidad sin caer en los errores políticos del pasado y del presente.

Dejar que el torrente de la lógica de mercado inunde todos los espacios reservados a los sentimientos morales no está siendo la solución más digna ni eficaz para preservar el crecimiento colectivo, y lo más peligroso es que no hacer nada por oponerse a ese torrente puede acelerar la confusión ideológica hasta disfrazar nuevamente lo irracional como algo natural, necesario e inevitable. Es entonces, en tal confusión, cuando el mercado renuncia a ser un engranaje coherente para la innovación y el progreso social. Y de ese modo, pasa a convertirse en un romántico político, en un revolucionario conservador.

La concreción de esta última idea vendría a demostrar que los efectos destructivos que provocó la distorsión del Romanticismo alemán sobre ciertas concepciones de lo que debe ser considerado como la riqueza de una nación aún no han sido superados en nuestra época, y sus secuelas no sólo permanecen sino que continúan propagándose desde los principales ámbitos institucionales. Situación de la que seguramente se lamentaría Adam Smith cuando soñaba con el perfeccionamiento moral además del material, cuando imaginaba el estado estacionario como fin último del sistema económico, alejado de la insaciable idea del crecimiento infinito: el egoísmo como virtud.

En estos días, la única poesía que se lee en el mundo la crean los protagonistas de la última cumbre del G20 en San Petersburgo, cuando se nos transmite la creencia técnica en que la garantía para seguir creciendo pasa obligatoriamente porque la ciudadanía mundial, en términos generales, asimile que su vida futura progresará sólo si se está dispuesto a realizar mayores esfuerzos físicos y psicológicos que los empleados hasta ahora: todavía más horas de trabajo, más estrés e inseguridad, con menos excedente material para la buena vida aunque no para el consumo, con compromiso para reponer la tasa de natalidad, y siendo conscientes de que se recibirá menos pensión durante un menor tiempo de jubilación, por lo tanto, teniendo que mantener el volumen de esfuerzo hasta prácticamente la víspera de la muerte, tal y como le pasó a Fausto cuando cayó fulminado de tanto trabajar, enloquecido por acumular toda la riqueza posible y saciar todos sus deseos. Todo parece indicar que los sentimientos morales continuarán estando ausentes del Progreso.