Pesadilla en Hedgefundstreet

Pesadilla en Hedgefundstreet

Al Presidente sin mácula y lleno de inocencia le esperaba un Rolls-Royce negro. El viaje hasta la suite de un hotel de las afueras de la ciudad transcurrió en silencio, pues los anfitriones no se habían molestado en proporcionarle un traductor y él apenas sabía balbucear cuatro frases en inglés.

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Hace cuatro años tuve una pesadilla. Soñé que el Presidente de un país, sin mácula y lleno de inocencia, era llamado con urgencia desde algún teléfono del Nuevo Mundo. El Presidente había logrado ya conciliar el sueño, pero fue despertado sin remilgos -bien entrada la madrugada-, dada la diferencia horaria existente entre "Yurop" y los "Yunaitedsteits".

"Véngase usted sin dilación", le ordenó una voz que el Presidente no reconoció personalmente, mas se temió lo peor al imaginar quién podría ser su intempestivo interlocutor. Se levantó y arregló en el acto, dio órdenes a cuantos durmientes había en el palacio presidencial para preparar el vuelo y, a las dos horas y veintidós minutos de aquella primera llamada, un avión de las Fuerzas Aéreas despegaba rumbo a Yankilandia.

En los inicios de la pesadilla, supuse que el Presidente iba a entrevistarse con el presidente Obama o con la secretaria de Estado, Hillary Clinton, o con la no precisamente pacifista embajadora norteamericana ante las Naciones Unidas, Susan Rice. Pero me percaté de mi error a medida que transcurría la historia.

Al Presidente sin mácula y lleno de inocencia le esperaba un Rolls-Royce negro al pie de la escalerilla. Subió en él. El viaje hasta la suite de un hotel de las afueras de la ciudad transcurrió en silencio, pues los anfitriones no se habían molestado en proporcionarle un traductor y el Presidente apenas sabía balbucear cuatro frases en inglés.

Como la pesadilla tiene muchas lagunas, sólo recuerdo ver al Presidente sentado en una butaca de cuero negro ante tres hombres y una mujer frente a él, más unos cuantos asesores y servidores a sus espaldas.

Las cuatro personas saludaron y fueron directamente al grano: "Usted no sabe quiénes somos, así que puede llamarnos FMI, OMC, Wall Street o como le venga en gana. De hecho, estos nombres nos sirven de excelente camuflaje para no dar a conocer nuestra identidad real".

"Mire usted", le espetaron sin miramientos, "su país y sus bancos (perdone la redundancia) nos deben mucho dinero, así que comience usted a privatizar empresas públicas y vendérnoslas a precios de saldo; reforme usted el mercado laboral: queremos contratar y despedir cuando y cuanto se nos antoje".

"Sabe usted que podemos aniquilar la economía de su país en unas pocas horas, así que aténgase a las consecuencias. La sanidad y la educación existirán exclusivamente para quienes puedan pagarlas. Toda la economía tiene que estar encaminada a pagar la deuda, nuestra deuda, de tal forma que reformen cuanto haga falta y ajusten el déficit para este único objetivo".

"¡Ah!, además queremos que ustedes rubriquen todo lo que le acabamos de decir y cuanto está escrito en este documento (un hombre se acercó e hizo entrega al Presidente de un voluminoso dossier) en la mismísima Constitución del país que usted preside y gobierna. ¿Ha entendido usted todo lo que le hemos dicho?".

Sin esperar la respuesta del Presidente, se levantaron y se fueron. El Presidente, sin mácula y lleno de inocencia, se quedó sentado allí... Consternado, sin fuerzas, consciente de lo que le podía caer encima en pocas horas. Llamó al jefe de la oposición y concertó una reunión de urgencia en el aeropuerto para cuando hubiese aterrizado. Por primera vez desde hacía décadas, el partido del Gobierno y el principal -y desleal- partido de la oposición se pusieron de acuerdo en unos minutos.

Discretamente, sin hacer ruido o provocar el menor indicio de alarma, convocaron a sus gentes de confianza. A las treinta y seis horas estaba acordado y redactado el nuevo texto de un artículo de la Constitución, donde quedaba consagrado el deber de todas las Administraciones Públicas de adecuar sus actuaciones al principio de estabilidad presupuestaria y de no incurrir en un déficit estructural que superase los márgenes establecidos.

Al día siguiente, el nuevo texto constitucional fue aprobado por más del 90% de los miembros de la Cámara Baja. El Presidente, ya maculado y con escasa inocencia, respiró aliviado al no ser necesario convocar a un referéndum, aunque el 10% de los representantes de la Cámara Alta o la Cámara Baja no lo había solicitado. El Presidente, sin embargo, sigue sin reponerse del susto, hasta tal punto, que no recogió en sus Memorias este fulgurante viaje a Yankilandia.

Y aquí (¿o no?) acaba mi pesadilla de la otra noche. Al despertarme escuché la voz engolada de Descartes, que decía:

Con todo, debo considerar aquí que soy hombre y, por consiguiente, que tengo costumbre de dormir y de representarme en sueños las mismas cosas, y a veces cosas menos verosímiles, que esos insensatos cuando están despiertos. ¡Cuántas veces no me habrá ocurrido soñar, por la noche, que estaba aquí mismo, vestido, junto al fuego, estando en realidad desnudo y en la cama!

En este momento, estoy seguro de que yo miro este papel con los ojos de la vigilia, de que esta cabeza que muevo no está soñolienta, de que alargo esta mano y la siento de propósito y con plena conciencia: lo que acaece en sueños no me resulta tan claro y distinto como todo esto. Pero, pensándolo mejor, recuerdo haber sido engañado, mientras dormía, por ilusiones semejantes.

Y fijándome en este pensamiento, veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi puede persuadirme de que estoy durmiendo" (Meditaciones Metafísicas).

Lo peor de la pesadilla es que alguien me sigue asegurando que no fue ninguna pesadilla.