'Vientos de Levante' y 'Verano en diciembre', el teatro de la gente

'Vientos de Levante' y 'Verano en diciembre', el teatro de la gente

Compañía La Belloch

Pero ¿cuándo se jodió todo? ¿Cuándo comenzó el desprestigio de la emoción en el arte? Estas reflexiones surgen al ver Vientos de Levante y Verano en diciembre de la compañía La Belloch en el Teatro Galileo de Madrid. Dos honestas producciones que reivindican la emoción como material artístico. La emoción corriente y moliente. La de la gente sin importancia. La de las personas que en vez de aparecer en los telediarios o en las revistas, son sus espectadores y sus lectores. Usted. Yo. Cualquiera que sobreviva con un salario.

Esa es la principal baza de las dos obras, que cualquiera de los que nos sentamos en las butacas nos reconocemos en lo que pasa en escena y lo que les pasa en escena a los personajes. Individuos o individuas con sus circunstancias, que son las nuestras.

Las de la precariedad en el empleo. La del malestar. La de los móviles. La de la cerveza en la playa, en el chiringuito. La de las tarteras de tortilla de patata y filetes empanados. La de la enfermedad, siempre presente para recordarnos que somos contingentes. La del ligue y la del amor. La de la familia entrometida que buscando lo mejor para ti, o eso dicen, acaban encontrando lo peor de nosotros para con ellos.

Si todo lo anterior les suena a la que considera su triste vida, olvídese. Estas obras no lo son porque su vida no lo es. Carolina África, su autora y también directora y actriz en ambas, las ha escrito para que la lágrima y la risa, en definitiva, el melodrama vital, le acompañen durante todo el trayecto con su función catártica, su función liberadora y su función reconocedora de uno mismo y de los otros, nuestros iguales.

Melodramas que permitiría decir que esta autora es la versión teatral de Almodóvar teatral en el siglo XXI, con ese punto naif e ingenuo con el que el manchego escribió y rodó sus primeras películas y Volver. Casualmente, Carolina también es de La Mancha. Y como el cineasta, ella también está pegada a su tiempo, a su gente, a su tierra. En definitiva, a nosotros. Una autora con los pies en la tierra y la imaginación desatada que trabaja en equipo, que sabe que sola no puede, pero con amigas y espectadores sí.

Características todas ellas que le permiten construir esa realista y, a la vez, oníricamente romántica historia que es Vientos de Levante. La historia de esas dos amigas a las que el viento de levante que sopla en Cádiz les puede revolver el pelo (¡qué hermosa imagen! ¡qué magnífico teatro!) pero no volverlas locas, ni deprimirlas, por mucho que el viento y la vida insistan. Por mucho que la vida les muestre en forma de enfermedad, engaño y muerte su cara más amarga. Y no es porque sean ingenuas, sino porque atesoran mucha, pero que mucha inteligencia emocional sin haber acudido a ninguna escuela de negocios y porque saben amar a los otros y, por tanto, quererse a si mismas un poquito.

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Son las mismas características que le permitieron crear la multipremiada Verano en diciembre. Título que quiere recordarnos que mientras nuestras vidas pueden suceder en invierno, las de otros, en otras latitudes, pueden estar disfrutando del más caluroso verano. Como le pasa a la familia madrileña que la protagoniza. Todas mujeres, abuelas (no se pierdan a Lola Cordón), madres, hijas y madres a su vez que viven, discuten, rezan y ríen en el frío y triste invierno de cualquier ciudad española mientras recuerdan a su nieta, hija y hermana en el caluroso verano argentino.

De nuevo el teatro. La presencia de actrices y unos mínimos elementos escénicos. De los que se encuentran en cualquier casa. Suficientes para recrear todos y cada uno de los espacios. Suficientes para crear hermosas y sencillas imágenes. A penas una luz, una posición, un jugar con los diálogos que atraviesan tiempos y espacios.

Obras en la que los temas candentes de nuestra sociedad van pasando con sencillez, hablando como si esos temas, esos conceptos, no fueran con ellas. Porque ellas los viven, los sienten y se los hacen vivir y sentir a sus espectadores. A la gente. A esos cualquieras que pagan entradas y que, antes que nada, quieren que les cuenten cosas de lo suyo, de lo nuestro. Que de alguna manera, ante el desafecto que sufren por parte de las instituciones (incluidas las culturales) les individualicen y les reivindiquen como las personas llenas de sentimientos que son.

Público que agradece dicha reivindicación manteniéndose atento a lo que sucede en escena, llorándoles las tristezas lo mismo que les ríen las gracias. Espectadores que acaban cada representación de pie con bravos y aplausos y quedándose a la salida para encontrarse con el equipo artístico. Al ver esta espera, se piensa que si el Teatro Galileo fuera la plaza de toros de Las Ventas, La Belloch al completo habría salido a hombros por la puerta grande.