Cataluña y Podemos

Cataluña y Podemos

Tal vez millones de catalanes están pensando: para que en la política española comience a valorarse la incierta posibilidad de contemplar algunas eventuales reformas del modelo territorial, en Cataluña ha habido que montar un pollo del veinticinco, amenazar con romperlo todo, medio dinamitar el sistema, sacar más de dos millones de personas a la calle cuatro veces en tres años, organizar una consulta semipirata y alarmar a la Unión Europea. De lo contrario, no se siente la necesidad de cambiar nada.

Cada vez aparecen más artículos, comentarios y análisis que vinculan "los dos problemas", o bien, "las dos preocupaciones": Cataluña y Podemos. Imaginemos, solo como hipótesis, que "Cataluña y Podemos" no fueran los problemas, sino los síntomas de otro problema: hay en España demasiados ciudadanos que se sienten excluidos de la toma de decisiones. Además sienten que esas decisiones se toman sin contar con ellos y, lo que es peor, contra ellos.

Sólo como hipótesis, sugiero tener en cuenta la posibilidad de que lo que vivimos en Cataluña no se deba a un auge del nacionalismo, sino que el auge del nacionalismo sea consecuencia del deseo de independencia. Imaginemos que muchísimos catalanes se sienten hartos (se sienten, ni siquiera consideremos que tienen razón, bastaría aceptar que "se sienten" así) de estar al margen del proceso de toma de decisiones. ¿Por qué los catalanes podrían sentirse hartos? Porque las grandes decisiones (y aquellas que además de grandes son graves, en el contexto de la crisis económica de los últimos seis años) se toman en instituciones, como el Gobierno de España y/o la Comisión Europea, en las que no tienen representación los partidos locales que, sin embargo, son determinantes en el marco de la política catalana.

Si esto fuera así, si el independentismo fuera resultado de un hartazgo motivado por la sensación de estar al margen del proceso de toma de decisiones, combatir el independentismo argumentando lo malo que es el nacionalismo resultaría estéril. Después de 35 años, no hay un solo catalán que no sepa lo que es el nacionalismo. Quien ha elegido el independentismo como remedio a su hartazgo ya ha valorado lo bueno o malo que es el nacionalismo, y ha decidido que lo otro le resulta aún peor. Es más, el nacionalismo recoge y canaliza a quienes se sienten hartos de lo otro. Imaginemos que el aumento del nacionalismo no fuera la causa del independentismo, sino el efecto.

Imaginemos que sucede lo siguiente: el independentismo aparece como una salida para un difuso deseo de "cambiar las cosas", y el nacionalismo aprovecha el momento, deja el autonomismo y se ofrece como camino para el independentismo. Si esto fuera así, resultaría imposible derrotar al independentismo relatando a los catalanes las maldades del nacionalismo. En todo caso, se podría combatir al independentismo tratando de convencer a los catalanes de que, sean nacionalistas o no, tienen cauces -o se les puede ofrecer cauces- para participar en la toma de decisiones de España. Dicho de otra manera: persuadirles de que no hace falta ser independentista para "cambiar las cosas".

Sólo como hipótesis, imaginemos que el aumento de las expectativas electorales de Podemos, además de responder a la ira, a la cólera, al enfado, y a otros desarreglos emocionales, respondiera a que muchos españoles pueden tener la sensación (sensación, ni siquiera consideremos que tienen razón) de estar al margen del proceso de toma de decisiones. Unas decisiones que se toman sin ellos y contra ellos, especialmente graves en los últimos seis años de crisis.

Españoles que ven cómo se vota a un partido y este partido hace desde el Gobierno lo contrario de lo que prometió responsabilizando de ello a unos poderes oscuros, llamados "mercados", "Bruselas" o "troika", a los que no se puede votar, y a los que nunca se podrá controlar democráticamente. Son los mismos poderes que también alteraron los planes del anterior Gobierno. Poderes invisibles que te envían al paro o te rebajan el sueldo, y a los que no se puede castigar con el voto. Si esto fuera así, combatir el auge de Podemos aduciendo que son populistas, provenezolanos, postcomunistas y medio chinos podría resultar estéril. El partido de Pablo Iglesias solo estaría canalizando el deseo de que el voto sirva para algo, un difuso deseo de "cambiar las cosas" y de ver "algo distinto".

De considerar cierto lo anterior, muchos ciudadanos estarían percibiendo a Podemos como un mero instrumento para meter en vereda a los partidos tradicionales. Combatirles con el desprecio a su opción ideológica no sirve de mucho, porque su ideología es, en realidad, lo de menos. En todo caso, para frenar el ascenso de Podemos habría que convencer a los españoles de que hay otra manera de que su voto cuente algo, y de que para conseguir que "las cosas cambien algo", o para "ver algo distinto" no hace falta votar a los provenezolanos postcomunistas y medio chinos.

Lo malo es que para leer en la prensa titulares como: "Los dos grandes partidos se toman en serio la lucha contra la corrupción", ha tenido que publicarse una encuesta del CIS alertando de que los provenezolanos postcomunistas populistas medio chinos van primeros en intención de voto. Hasta ese momento, los "grandes partidos", al parecer, no habían encontrado motivo para "tomarse en serio la lucha contra la corrupción". Modestamente, uno creería que hay que tomarse en serio la lucha contra la corrupción incluso cuando no existe la amenaza de Podemos, pero pudiera ser que muchos ciudadanos hubieran llegado a la conclusión de que, en España, para que cambie algo, para que el poder escuche, hay que organizar un pollo repollo.

¿Y si algo parecido hubiera sucedido en Cataluña? Tal vez millones de catalanes están pensando: para que en la política española comience a valorarse la incierta posibilidad de contemplar algunas eventuales reformas del modelo territorial, en Cataluña ha habido que montar un pollo del veinticinco, amenazar con romperlo todo, medio dinamitar el sistema, rodear la ley, sacar más de dos millones de personas a la calle cuatro veces en tres años, organizar una consulta semipirata y alarmar a la Unión Europea. De lo contrario, no se siente la necesidad de cambiar nada.

Muchísimos catalanes ya se han despedido. Será difícil que vuelvan. Emocionalmente están fuera. Viven sin España (se dice: bah, no son mayoría. ¿Hay que esperar a que sean mayoría?). En otros muchos catalanes ha calado la idea de que para cambiar algo tienen que jugársela al todo o nada, y que la única posibilidad de que el poder les haga caso está en poder votar sobre la independencia. No independizarse: poder hacerlo, disponer del instrumento. Para estos soberanistas el derecho a decidir es un mecanismo que, por su sola existencia, evitaría el abuso de un poder concentrado en muy pocas manos.

O montas la de Dios o no se mueve una hoja del sistema. Equivocados o no, al parecer así lo viven millones de españoles, en Cataluña y en el resto de España. (Ya sucedió algo parecido con la anterior mayoría absoluta del Partido Popular, entre 2000 y 2004. El PP, con mayoría absoluta, tiene una asombrosa capacidad para irritar a todos los demás, generar una sensación de asfixia en toda la oposición, y esta asfixia parece especialmente aguda en Cataluña y en una parte de la izquierda) Estén equivocados o no. Eso es otra discusión. La respuesta puede estar equivocada siendo la pregunta correcta, y tal vez la pregunta que plantean los independentistas y los votantes de Podemos, sea: ¿cómo se participa en la toma de decisiones?

Si esto fuera así, si por lo menos fuera así en alguna medida, Cataluña y Podemos no serían "los dos problemas" que tiene España. Cataluña y Podemos serían más bien la expresión del verdadero problema: una manera de gobernar y de ejercer el poder que deja a demasiada gente excluida del proceso de toma de decisiones. El independentismo catalán y Podemos serían un vehículo para expresar un deseo de "cambiar las cosas". Un deseo difuso, pero amplísimo, que los partidos tradicionales no aciertan a canalizar.

Es dudoso que Podemos cuaje como alternativa de gobierno para liderar ese deseo de cambio en España; también es dudoso que el PSOE de Pedro Sánchez alcance la credibilidad necesaria para liderar este deseo de cambio; igualmente es dudoso que el PP pueda renovarse a tiempo, con un nuevo líder del estilo de Alberto Núñez Feijoo, para liderar este deseo de cambio. Todo es dudoso ahora. Pero la idea de Mariano Rajoy y Dolores de Cospedal liderando el cambio que está pidiendo España (incluida Cataluña) resulta francamente perturbadora.