Como si la vida empezara por el postre

Como si la vida empezara por el postre

Los tomamos como pequeños panecillos de felicidad para desayunar cada día. Nos esperan a la vuelta de la esquina acompañados del color de unas manzanas, las notas de una canción o el movimiento de la cola de nuestro perro. Y vamos cosiendo ese mapa de incentivos que nos regala la vida.

Los tomamos como pequeños panecillos de felicidad para desayunar cada día. Nos esperan a la vuelta de la esquina acompañados del color de unas manzanas, las notas de una canción o el movimiento de la cola de nuestro perro. Y así vamos cosiendo ese mapa de incentivos que nos regala la vida y que se parecen tanto a la felicidad. O lo que sea.

El saludo victorioso de la cafetera exprés a primeras horas de la mañana. ¡Ale, hop! El mundo se pone en movimiento al compás de un pequeño artefacto que emite señales de júbilo. (La llegada de las máquinas espresso le ha robado un poco de lirismo a la cosa. ¡Qué le vamos a hacer!)

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Lucky, un fox-terrier con mucho caracter. Archivo C. Gámez.

El hocico mañanero de tu perro refregándote la mejilla: ¡Guau! Esto casi siempre va seguido de la frase: ¿Totó, qué has hecho de los calcetines?

El mostrador de la panadería engalanado de croissants crujientes recién salidos del horno que acompañarán la celebración de nuestro primer café con leche. El corazón esponjoso del croissant se sumerge con gusto en la densidad del café.

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La fiesta del croissant mañanero. Archivo C. Gámez.

La coreografía de una fila de bicicletas marchando por el carril-bici del parque. Improvisado ballet al aire libre que no aparecía anunciado en la sección de eventos del día del periódico.

El saludo del vendedor de frutas pakistaní de la esquina asomando sus ojos dibujados de aceituna negra entre una selva de tomates, berenjenas, calabacines, patatas y naranjas. La palabra ultramarinos recobra su semántica más intensa y colorista.

Buscar en la librería de casa Hojas de hierba de Walt Whitman y volver a leer los versos del poeta aunque nosotros, los de entonces, ya no tengamos aquellos quince años. Ni aquel polo Lacoste azul cielo que anunciaba la llegada del verano. Ni aquella insolencia juvenil que nos acompañaba. Creo que una brizna de hierba no es menos que el camino que recorren las estrellas...

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Una edición histórica de la poesía de Walt Whitman. Archivo C. Gámez.

La carrera sincronizada de una pareja de galgos dibujando grandes ondas sobre la hierba del parque. Hasta le podríamos poner banda sonora sincronizada con alguno de los Conciertos de Brandeburgo de Bach.

Recortar las fotos más bonitas o curiosas de las revistas y diarios viejos que se acumulan en un rincón de la casa antes de que acaben en el contenedor de reciclaje y pegarlas en una agenda antigua. Oler con placer infantil el pegamento viscoso que se adhiere a nuestros dedos.

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C3Po, Tin Tin, Milú, R2D2, Chewbacca. Archivo: Carles Gámez.

Sentarte en una terraza y practicar el oficio de voyeur acompañado de un vermut y un plato de aceitunas (con hueso). Clasificar las personas del uno al diez que pasan. La nota más alta para la sonrisa más luminosa del día. La nota más baja para ese matrimonio con cara de que van a robarles la cartera a la vuelta de la esquina.

Buscar en la guía el último cine de reestreno de tu ciudad - si todavía existe alguno- y entrar con los ojos curiosos y maravillados de aquella sesión programa doble de domingo por la tarde de tu infancia: "Hoy continua desde las 4'15. Alaska, tierra del oro y Los Vikingos".

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Cartel Alaska tierra del oro. Archivo C. Gámez.

El paso de las nubes por la ventana de tu habitación como si fuera un cuadro de Magritte recién pintado. Seguirlas mientras van formando figuras y formas caprichosas: El perro-león, el elefante-pez, la mujer de las dos cabezas y el barco fantasma...

El saludo de un viejo compañero del colegio que hacía cuarenta años que no veías y comprobar con sorpresa que aún te sigue recordando y llamando por tu segundo apellido. Por un momento tienes la tentación de recordar alguna vieja historia del colegio pero las urgencias acaban con un "a ver si nos vemos y tomamos un café" que nunca sucederá.

Cocinar unas natillas caseras mientras el olor de vainilla y limón va perfumando la casa. Saborearlas como si fuera un día de invierno de domingo por la mañana.

Volver a emocionarte con el final de Raíces profundas mientras Alan Ladd se aleja montado a caballo y por las montañas se oye el eco de la voz del niño Brandon de Wilde gritando: "Shane..."

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Alan Ladd y Brandon de Wilde en Raíces profundas. Archivo: C. Gámez.

Entrar en la última mercería de tu barrio y comprar varios trozos de cintas de colores y guardarlas en uno de los cajoncitos del viejo costurero. Enviársela sin remitente a aquel primer amor de los diez años.

Esa canción que te pone un poco así y que llega de repente con el equipaje de cosas que nunca más volverán a ser. Pero el recuerdo de la felicidad a veces se parece tanto a la felicidad...

La escapada hasta el mar como si fueras el protagonista de Los cuatrocientos golpes de Truffaut. Y los versos de Paul Valery: La mer, la mer, toujours recommencée escritos sobre la arena... La mer toujours recommencée...

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Jean-Pierre Léaud en la secuencia final de Los cuatrocientos golpes de François Truffaut.

Prepararte un panecillo de leche con un bollo de chocolate mientras recorres otra vez el camino del colegio a casa sorteando un grupo de indios sioux perseguidos por el sexto de caballería.

El recuerdo del olor intenso de los plataneros del paseo en una tarde ya lejana de verano.

Buscar en la guía el edificio más alto de tu ciudad, subir a la terraza del ático y lanzar un globo. Seguirlo con la vista hasta que se pierda tras la cola fugitiva de humo de un avión a reacción.