Carrie Fisher, la última princesa rebelde de la galaxia

Carrie Fisher, la última princesa rebelde de la galaxia

Carrie Fisher, la princesa virtuosa, la guerrera autoritaria de mirada fija y edad incalculable por su aplomo y madurez, imantaba cada escena con un difícil equilibrio entre la sensualidad y la maestría, blandiendo la espada para lonchear a un extraterrestre que haría que le temblasen las canillas al propio Obi-Wan, "su única esperanza".

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Carrie Fisher con Harrison Ford y Mark Hamill en Star Wars: El retorno del Jedi (1983).

Es difícil escribir sobre la más fuerte y atractiva de las majestades galácticas sabiendo que ha despegado rumbo a más allá de las estrellas a bordo de un infarto: nos hizo soñar, con ella fuimos perseguidos y acusados de sedición y desacato a la autoridad, y aquel día la cogimos de la cintura y saltamos por el interior de una planetaria estación espacial. Carrie Fisher, que en la gran pantalla lideraba la rebelión contra la tiranía más poderosa del universo, se llevaba muy mal consigo misma y apenas llegó a distinguir solidez alguna en el fondo de su personalidad, salvo el amor incondicional de Gary -su perro-.

La hija de la actriz Debbie Reynolds -fallecida de pena tan sólo un día después que ella- y el cantarín Eddie Fisher se estrenó junto a Warren Beatty en Shampoo (1975), continuó como mujer de rompe y rasga en Granujas a todo ritmo (1980), fue una depredadora de ligues en Hannah y sus hermanas (1986) y descubrió en Cuando Harry encontró a Sally (1989) que las buenas amigas son como el consultorio sentimental de Elena Francis. Pero estos papeles secundarios jamás fueron suficientes para que Carrie Fisher se quitase el sambenito que desde 1977 George Lucas le colocó en el pecho: el de la heredera más sexy y con más personnalité del universo... sin tener que pasar por miss. Y desde que la actriz angelina le mantuvo la mirada al todopoderoso Darth Vader en aquella nave consular, el mundo la obligó a sentirse princesa galáctica y conciencia colectiva de quienes habían decidido rebelarse contra tanto Señor Oscuro suelto de la era Reagan.

¿Cómo entender y asumir el paso del tiempo cuando todas las televisiones del planeta Tierra reponen, una y otra vez, aquella película que rodaste cuando tenías diecinueve años y con la que conquistaste los corazones del cosmos? Si a algún enamorado aún no le quedaba claro si Leia Organa era o no una frágil damisela, desde los primeros fotogramas hacía ver que lo suyo era desfilar impertérrita y esposada ante hileras interminables de tropas de asalto por los pasillos de algún destructor imperial, mancharse reparando el Halcón Milenario en el gélido planeta Hoth con la ayuda de su felpudo con patas favorito o dispararle un rafagazo a los soldados scout y derribarlos de su moto jet en la luna de Endor. Fisher, la princesa virtuosa, la guerrera autoritaria de mirada fija y edad incalculable por su aplomo y madurez, imantaba cada escena con un difícil equilibrio entre la sensualidad y la maestría blandiendo la espada para laminar a cualquier extraterrestre trividente que haría que le temblasen las canillas al propio Obi-Wan, "su única esperanza".

Y los seguidores descubrimos a la Leia pin-up en El retorno del jedi, cuando obligada por el repulsivo Jabba el Hutt -y el furor erotómano de los ochenta- mostró que la curva orgánica triunfaba sobre la línea recta y metálica de los trasbordadores espaciales. Las redondeces de la princesa cautiva, ataviada con el leve bikini de moda aquella calurosa temporada en Tatooine, provocaron terremotos de mareos en las salas terrestres. Los reporteros de la Rolling Stone no se lo pensaron dos veces y en 1983 se la llevaron a posar a una playa de California's Golden Gate National Recreation Area con toda la recua monstruosa de ewoks y guardianes gamorreanos, capitaneada por un lord Sith muy pendiente de que a su regia hija no se le resfriase el pecho. No olvidemos que Leia perteneció a una era anterior a la que nos toca vivir, en la que Disney edulcora a todas sus heroínas galácticas volviéndolas asexuales. En un ataque de autocensura, la multinacional del ratón ha llegado a prohibir recientemente el bikini dorado en el merchandising de la saga.

Aunque fue pareja de Han Solo en la ficción -y por poco tiempo en la vida real-, los "cazarrecompensas" que se encontró Su Majestad Fisher en su viaje vital fueron el orondo Dan Aykroyd, Paul Simon -que resumió su oscilante relación en "Hearts and Bones"- o el caza(talentos) Bryan Lourd, con el que tuvo una hija, Billie Lourd, a la que le ha dado también por el artisteo. Y nuestra princesa de armas tomar, después de meterse en el cuerpo celestial todas las drogas de los doce sistemas y el alcohol de garrafón de las tabernas de todos los puertos planetarios, se hizo la reina de la memoria inculpatoria y el diario sin remilgos. Y dieron para tanto aquellos afluentes de tinta que Mike Nichols los leyó todos y rodó Postales desde el filo (1990), donde Meryl Streep la encarnaba en la gran pantalla y Shirley MacLaine se ponía en la piel de su hollywoodense madre: aún muchos nos preguntamos por qué no protagonizó la cinta el propio tándem Fisher-Reynolds. Después publicó Wishful Drinking, alegato inculpatorio contra sus malos tragos dipsomaniacos, y en noviembre nos sorprendió a todos con The Princess Diarist, donde reveló que el apasionado romance con Harrison Ford no conoció descanso durante tres meses ni en los fines de semana. Pero mientras la reflexión de estos libros se mostraba lúcida, su vida no.

Para la princesa Carrie Fisher la obediencia era el alegato más convincente a favor de la rebeldía. Sin embargo, Leia Organa jamás le aclaró nada sobre la mujer que Carrie fue.

Así, tanteó los límites acotados de sus errores para acabar finalmente recogiendo nada más que trozos de un espejo roto. Y en su lento pisar de aquellos cristales de una memoria hecha pedazos, Carrie Fisher procuró persuadirse de que respetaba, ante todo, a la princesa por la que había sido mundialmente idolatrada y a su creador, George Lucas, sin pensar demasiado en que precisamente descansaba en ellos la causa de que su autoestima hubiese descendido al pozo del desprecio: era imposible mirarse cada mañana en el espejo, ver a aquella supermujer de las estrellas y salir indemne del encuentro. Sin embargo, autoconvencida de la superioridad ilusoria del linaje de Organa, aceptó con irreprochable coherencia la sustitución definitiva de la mujer por el mito al volver a aceptar encarnar a Leia en la plúmbea Star Wars: el despertar de la fuerza (2015), cuatro décadas de desintoxicaciones después, para que todos pudiésemos ver la devastación de su rostro. Nada ni nadie, salvo la Fuerza, la preparó para semejante derrota estética y moral de la mano terrible de J.J. Abrams.

En su próximo pasado y lejano futuro de una galaxia que siempre fue "muy, muy" -como todo lo que hacía Lucas-, Carrie Fisher fue desapareciendo en seguida tras la apabullante personalidad de la princesa Leia, mezcla de prodigio de astucia y prodigiosa feminidad. Es decir, la mujer real dio paso al mito muy pronto mientras afirmaba su dominio sobre la Alianza Rebelde y asumía la jerarquía honorífica en aquella nave del capitán Antilles que iba en misión diplomática y sin embajador, como quien no quiere la cosa. Leia, siempre de blanco nuclear, se dirigía con nervio a toda aquella caterva de pilotos y mercenarios y sufrió estoicamente la tortura condigna de su cargo durante el interrogatorio en la Estrella de la Muerte, donde Vader la pinchó con una aguja capaz de tumbar a un lanoso bantha. A veces la princesa abusaba de su celo, pero nos gustaba que pusiese en su sitio a un golfo convencido como Han Solo, subiese unos grados la temperatura emocional de cero absoluto de Luke Skywalker o convirtiese de un sablazo láser a algún dianoga triturador de la basura en birria proteica y hamburguesa para los clones de casco blanco.

Para la princesa Carrie Fisher la obediencia era el alegato más convincente a favor de la rebeldía. Sin embargo, Leia Organa jamás le aclaró nada sobre la mujer que Carrie fue. Por muy completo y complejo que fue el personaje, por debajo se atisbaba su destino trágico, los dos polos que cada día se le enfrentaban y que acabó en una seria diagnosis. Fue la hija de dos reyes del star system y el éxito de tributo obligatorio de un Hollywood que se venga de sus hijos más hermosos la indujo continuamente a error. Acaso el que mejor supo describir la compleja personalidad de la princesa Fisher fue John Williams, quien le compuso el tema musical más hermoso de la saga. Carrie Fisher había sido alguien, era alguien, una pequeña gran estrella que, por encima del disfraz, representaba una idea de coraje y determinación femeninos, una mujer de acción y corazón que fijó el modelo que hizo saltar por los aires definitivamente a tanta princesita ñoña inventada por la Norteamérica del New Deal.

Desde el puente de mando de su crucero interestelar Fisher escogió las telarañas de la memoria, la urdimbre de un blockbuster producido por la 20th Century Fox, mientras armaba al tiempo otros espejismos sucesivos -el del amor verdadero, el de la paz entre ella y su madre, el de la vida buena, el de los buenos frente a los malos- en los que quedó atrapada para siempre. Su propio exterminio la vigilaba muy de cerca, como le sucede a todas las criaturas extraordinarias. Ahora la fábula de la princesa rebelde y republicana que vivió y amó a la velocidad de la luz y que derrotó a todo un Imperio ya es lo que siempre fue: polvo de estrellas.