David Bowie, que estás en los cielos

David Bowie, que estás en los cielos

De Shakespeare a Manhattan, el camaleón de Brixton, por cuyas venas corría sangre irlandesa, le dio una lección a la pedantería musical haciendo uso y abuso del sintetizador para preparar aquellos cócteles contraculturales con mucho glam, rock progresivo y hard rock, entre un lord Alfred Douglas rubio y un Supermán fitness que gustaba a mujeres y a hombres.

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Foto: EFE

Como salido de un aquelarre de las brujas de Macbeth, el británico David Bowie vino al mundo del showbusiness pop-rockero en 1969 presentándonos al Major Tom de Space Oddity, aunque tema primerizo fue "Liza Jane / Louie Louie Go Home" (1964). El que terminó siendo el rey del plastic soul nos enseñó a todos que la trascendencia siempre está a mano, materializada en una galaxia de temas a caballo entre el exotismo y la sicodelia. Y nació Ziggy Stardust, espectacular alter ego de atavío purpurina y plata, entre el rubio de boutique, el color rojo de los labios de Jagger y el amarillo verdoso de la chaqueta de piel de serpiente, con un aspecto de mago a lo Houdini, escanciador de venenos o futurólogo en fiesta lujosa con cara de portada del Vogue.

Su música, rampante y sinuosa, está cargada de razón histórica -su obra cabalga sobre una guitarra eléctrica a lo largo de cinco décadas- y el de Bowie es ese grafiti alucinógeno que un Museo del Disco incorpora a su colección permanente. Inglés flaco, siempre joven y genial, universalizado y a la vez tan londinense, convirtió su música en la panoplia de blancas, negras y corcheas que bailábamos todos de copas, un orbe musical perfecto que un día hubo de barrer con su primitivismo la hórrida síncopa del invasivo y contaminante reguetón. David Bowie, un sexy vivaz y complejo, encontró su mundo, su voz, en el cambio y se hizo trovador del pop-rock y nos dio una cara de extraterrestre multisexual y colgadísimo escapado de una película de serie "B".

De Shakespeare a Manhattan, el camaleón de Brixton, por cuyas venas corría sangre irlandesa, le dio una lección a la pedantería musical haciendo uso y abuso del sintetizador para preparar aquellos cócteles contraculturales con mucho glam, rock progresivo y hard rock, entre un lord Alfred Douglas rubio y un Supermán fitness que gustaba a mujeres y a hombres. Supo ejercer de bribón con ausencia de escándalos cuando alcanzar el estrellato era un naufragio de cocaína, un pasaporte seguro a la tumba de la sobredosis; y aunque era hijo natural del spot -su padre fue un reconocido publicista-, este famélico finísimo coescribió "Fame" con el mismísimo John Lennon, se hizo una "Trilogía de Berlín" con Brian Eno, nos hizo sentir "Under Pressure" con Freddie Mercury y se sacó de la manga un "Let's Dance" que puso a bailar a medio planeta. Recorrió todos los registros, desde el barítono al falsete, en temas ya míticos como "Changes", "Heroes" y "Modern Love".

Bowie, que era capaz de sonar a Beatle y a Paul McCartney cuando quería, ha sido el travestismo del do-re-mi-fa-sol setentero, la sensación cosmopolita y oriental de los ochenta mientras conquistaba a la supermodelo somalí Imán, con la que se casó y tuvo una hija. Comprendió como nadie la retambufa electrónica de la guitarra y el piano, mejor que Elton John, su colega de Middlesex, y se puso delante de las cámaras en filmes cuya partitura también escribió, como Dentro del laberinto o que bien pudiese haber interpretado, como El beso de la pantera. Brilló como estrella de la pantalla en la vampírica El ansia y en la marciana El hombre que cayó a la Tierra, como un estrambote melancólico o coda on the rocks a los malentendidos de la vida, ante los cuales Bowie nos dijo que lo mejor es convertirse en un extraño. Fue también el Poncio Pilato en La última tentación de Cristo y un torvo agente del FBI en Twin Peaks: El fuego camina conmigo.

Y así con tanto triunfo de disco, al inglesito blanco se le quedó como una pátina de oro viejo cubriéndole la piel punk, como un ídolo áureo de una tienda vintage. Su mueca, que se asimilaba a una sonrisa del trasmundo, como hastiada y costosa, estaba cargada de fracasos inteligentes. Como siempre se conservó delgado y alto, habitaba en él un dandismo de la música, tan difícil, que dejaba en paños menores a sus compañeros de generación en cuestión de elegancia: solo él, Hermes enjuto venido del Olimpo, podía combinar el Moët Chandon del jazz continental con las pintas negras del glam rock en un bar de Bristol. Así, en él muchos encontramos lo sutil, algo insólito en el laberinto superficial de los superventas.

Bowie, siempre en la mayor gloria y mejor compañía, vendió cerca de 140 millones de copias a lo largo de su carrera. Dibujaba, pintaba, esculpía y escribía. Y como icono flamboyante y músico-plástico que era, sus referentes siempre lo inspiraban: Tintoretto, John Bellany, el alemán Erich Heckel, Picasso y el afroamericano Michael Ray Charles. Y conocimos también al rebelde. En 2000 rechazó la Excelentísima Orden del Imperio Británico, galardón que otorga la reina Isabel II, y de nuevo el título de caballero en 2003. Y nos pareció aún mejor. Siempre quisimos compartir con Bowie una charla de pub porque sabíamos que él, filósofo sin libro, resolvería todos nuestros desvelos con su música: más de una vez nos hizo llorar para poder comprender el desamor, escuchando la cara oculta de la luna que no nos mostraba la fría odisea de Kubrick. Thin White Duke, como lo llamaban sus colegas, siempre compensaba porque tenía muchísima clase y pertenece ya, junto a Jim Morrison y Michael Jackson, a la realeza celestial de la música.

Entre anuncios de una retirada definitiva y videoclips propios de un Tim Burton terminal, agotando su spleen de vivir y observándonos con el mejor par de ojos impar de la historia de la música -gracias a un puñetazo de George Underwood que le afectó a la pupila de su ojo izquierdo para desmayo de millones de groupies-, el genio nos ofreció la versión pijísima y decantada de sí mismo. No nos creíamos que se estaba muriendo, porque había practicado como nadie hacía bien poco un industrial underground que daba indicios de su buena forma. Últimamente vivía un otoño interminable del que hizo gala en el estremecedor canto de cisne "Lazarus" de su último álbum, Blackstar: "Look up here, I'm in heaven / I've got scars, that can't be seen", se despedía.

Su capacidad de reinvención y adaptación lo llevó de la estridencia estética a la despedida silente y discreta que ha conmocionado al mundo entero. Esperamos volver a cogernos del brazo allá arriba para bailar tu música, maestro, David Bowie que (ya) estás en los cielos: "Let's dance / Put on your red shoes and dance the blues".

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