Mi querido Alan Rickman

Mi querido Alan Rickman

Alan Rickman fue un aventurero vital y apollineriano de vanguardia aplicada: "En el trabajo me gusta que haya un factor de riesgo. Me gusta no sentirme del todo seguro, y en el teatro, eso nunca falta", solía declarar, atendiendo al imperativo máximo de todo raconteur, la necesidad de narrar en el teatro y en el cine, ancheando nuestra imaginación.

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Foto: EFE

Parecía escapado de una comedia galante o de un vodevil de Noël Coward. En él se podía palpar esa dignidad de quien ha recorrido kilómetros interpretativos y leído y asimilado la gran literatura, de Shakespeare a Choderlos de Laclos, pasando por Anthony Trollope y Patrick Süskind. Con seriedad irónica Alan Rickman poetizaba a través de la pantalla y las tablas, como un lord Byron moderno, la vida que otros despoetizan en esta farsa cibernética que nos hemos montado.

Dijo Ramón Gómez de la Serna que la palabra no es una etimología, sino un puro milagro. Y mi querido Alan Rickman, políticamente progresista -fue un activo militante del Partido Laborista-, tenía una voz grave que obraba ese milagro del decir poético y de ofrecernos a los espectadores el margen misterioso de un oscuro personaje para que pensásemos en él largo rato, y nos quedásemos después del cine como sentimentales y apócrifos, con más ganas. Rickman era el verso aparte y contundente de cualquier largometraje, salvo cuando representaba con galones el papel principal -Tierra de armarios es, sencillamente, un monumento de celuloide-, y hacía del mal algo perversamente sublime y de la avilantez un estilo, cuando la ocasión y el papel lo requerían. Tan eficaz era su oficio... que uno acababa harto del héroe en cuanto Rickman entraba en escena con su escepticismo ilustrado y su porte de grabado de libro de Walter Germain que nos remitía a la estirpe del auténtico gentleman. Porque el londinense hacía de la malicia su cocina literaria, del matiz escénico un dosificado crescendo dramático, a veces casi sin moverse.

Pero su carrera fue una síntesis lírica de lo más antiguo y lo más moderno, naves espaciales inclusive como en Héroes fuera de órbita. Aunque se inició profesionalmente en el diseño gráfico y la tipografía, como de niño fue a una escuela con una gran tradición teatral, esa formación ya al pequeño Alan le incentivó el deseo de interpretar y dirigir. Su primer recuerdo en el cine como espectador fue Los apuros de un pequeño tren (The Titfield Thunderbolt, 1953), de Charles Crichton y Antonioni y Fellini fueron sus cineastas fetiches. Las amistades peligrosas fue su primer éxito rotundo al otro lado del Atlántico, en Broadway, y en el londinense West End.

Debutó en el cine -no demasiado convencido- con la taquillera Jungla de cristal después de dos días de aterrizar en Los Ángeles y le dijo sutilísimo a John McTiernan que su villano debería ir vestido con un traje. En Robin Hood, príncipe de los ladrones, el dramaturgo Peter Barnes le aconsejó que modificase algunas frases del guion, como su carácter despiadadamente seductor, y Kevin Reynolds hizo los cambios -que para el megalómano Reynolds ya era cambiar-. Su obra maestra, la comedia sobrenatural Truly, Madly, Deeply, primer trabajo del fallecido Anthony Minghella, es de esas cintas obligadas a la hora de intentar comprender el vacío que nos dejan quienes, como él, se tienen que marchar de este mundo en contra de nuestros deseos y entonces los resucitamos. Y fue también explosivo antagonista de Johnny Depp en esa sensacional pieza del gran guiñol musical y sangriento, Sweeney Todd. El barbero diabólico de la calle Fleet.

Pero ante todo mi querido Alan Rickman fue un aventurero vital y apollineriano de vanguardia aplicada: "En el trabajo me gusta que haya un factor de riesgo. Me gusta no sentirme del todo seguro, y en el teatro, eso nunca falta", solía declarar, atendiendo al imperativo máximo de todo raconteur, la necesidad de narrar en el teatro y en el cine, ancheando nuestra imaginación. Y eso nos pasa a algunos, que hacemos soluble la prosa de la vida gracias a las mieles líricas del arte, y nos creemos la ficción en ese pacto de locos divinos del que hablaba Italo Calvino. Así, algunos ya sabemos que las cosas no son como son, sino como se recuerdan. Por el mito y por la nostalgia que nos da la realidad, le dejábamos a Rickman que nos mirase con esos ojos comicantes de Una insólita aventura escrita por Beryl Bainbridge o alzando la copa al Sol en un viñedo de Napa, en Guerra de vinos, para ver cómo se filtran los rayos de luz por entre sus reflejos verdosos y hacer que sus uvas triunfen en París. Eso es la grandeza audaz de su poderosa personalidad.

En una entrevista en Empire declaró que el personaje que se había aproximado más a su esencia real fue el coronel Brandon de Sentido y sensibilidad, con guion de Emma Thompson, una enamorada de Jane Austen. Y su fórmula como cineasta era bien sencilla: escoger como ingredientes un poco de Neil Jordan, Ang Lee, Alfonso Cuarón y Anthony Minghella, mezclar, agitar... et voilá, monsieur Rickman. Así, dirigió dos películas, la excelente y emotiva El invitado de invierno y la versallesca A Little Chaos sobre Luis XIV y su corte, en la que busca su sitio una extraordinaria mujer, una paisajista de jardines en un mundo dominado por hombres y a la que dio vida Kate Winslet. Es este un largometraje de gran paralelismo con el mundo actual que el dandi de izquierdas con trazas de gran sumiller se sacó de un guion que un día Alison Deegan le dejó por sorpresa en su buzón.

"Creo que no necesitas pensar tanto lo que dices, sino lo que escuchas; así lo que digas será algo automático y sincero y puede que ocurra algo, porque no estás concentrado en ti, sino en la otra persona. Y entonces puede que surja una historia" le dijo a Boyd Hilton el año pasado en el programa de entrevistas de los Premios Bafta; la vida para Rickman era una creación glosada de las letras que, en su última etapa, compatibilizó con la docencia de arte dramático. Más allá del convincente maestro de pociones de Hogwarts Severus Snape al que dio vida para Harry Potter, Rickman hizo del arte interpretativo una pícara e insolente facultad del alma, entre la fecunda genialidad y el hallazgo actoral; más que un intérprete, fue un inventor de personajes.

No podemos expresar con palabras lo mucho que algunos echaremos de menos su prodigiosa integración de las artes, su dandismo imperturbable, su prodigiosa gestualidad, la que le apartaba del común de los actores y hacía que, aunque hablase por boca de Romeo, estuviese hablando de sí mismo. Esta noche y muchas noches alzaré mi copa por ti, mi querido Alan Rickman.