Sade o la ficción sin límites

Sade o la ficción sin límites

El Divino Marqués militó en las filas de la libertad y satisfizo hasta donde pudo todos los deseos que le inspiró su naturaleza. Para Sade, el hombre libre tiene perfecta razón en hacer todo cuanto le procura placer.

Escribió Maurice Blanchot en 1953 que Sade es como "el maestro de los grandes temas del pensamiento y la sensibilidad modernos", un hombre que había desafiado a la razón nada menos que en pleno Siglo de las Luces. Fue, efectivamente, un intelectual de moral subversiva que sirvió de base a toda la corriente erótico-atea del siglo XX: su anarquismo, su nihilismo, su filosofía del Mal y su desobediencia como principio contra las normas e imposiciones sociales y familiares -la llamada negación utópica de Sade- impulsaron muchas de las ideas dionisiacas que han recorrido el siglo XX. El Marqués fue, como Quevedo, hijo de sus obras y padrastro de las ajenas, y le arrebató al pecado el arrepentimiento.

La obra de Donatien Alphonse Françoise de Sade, mozo voracísimo dado al mundo e identificado ingenuamente con los protagonistas de sus ficciones, sufrió un prolongado encierro en el infierno de las bibliotecas para ser luego distribuida clandestinamente. Su legado es el resultado de un proceso carcelario que se erige como un combate sin precedentes y aún sin par contra el abuso de poder, el mismo que lo conduce al calabozo: su último ingreso en prisión, en Sainte-Pélagie (1801), fue por ser considerado autor de obras "infames" y, como ser unánime, siguió con su máquina perfectamente engrasada produciendo escándalos en el manicomio de Charenton.

Sainte-Beuve escribió lo siguiente en La Revue des Deux Mondes, el 1 de julio de 1843: "Me atrevería a afirmar, sin temor a ser desmentido, que Byron y Sade (pido perdón por emparejarlos) quizá hayan sido los dos inspiradores más grandes de nuestros autores modernos (...). Leyendo a algunos de nuestros novelistas en boga, el que quiera llegar al fondo del cofre o a la escalera secreta de la alcoba, que no pierda nunca esta última llave". Con la alusión a los autores en boga, el crítico galo se refería a Eugène Sue y a Frédéric Soulié. Sin embargo, el poeta victoriano Algernon Charles Swinburne fue más allá y vinculó los abismos postulados por el Marqués de Sade en su literatura con el misterio de lo trascendente, el aparente sentido contradictorio de lo sublime a través del descenso al Hades humano: "Esta cabeza fulminada, este espacioso pecho surcado de relámpagos, este hombre-falo de perfil augusto y cínico, con mueca de titán espantoso y sublime; por esas páginas malditas se siente circular una especie de escalofrío de infinito y en esos labios quemados vibrar como un soplo de ideal tormentoso. Acercaos y oiréis palpitar en esa carroña fangosa y sangrante las arterias del alma universal, las venas henchidas de sangre divina. Esa cloaca está amasada de azul y hay en esas letrinas algo de Dios".

Osadías -o no tanto- teóricas aparte, lo cierto es que el autor de La filosofía en el tocador inspiró a Maupassant -Junto a un muerto-, Lautréamont -Los cantos de Maldoror-, Baudelaire -Las flores del mal- y Apollinaire, que rescató su legado del "infierno" de la Biblioteca Nacional gala y la publicó en 1909. También el simbolismo bebió de la sangre de Sade y hasta el surrealismo lo convirtió en "el ilustre bienhechor de una humanidad ingrata", como escribió Swinburne. Además, en su literatura se inspiraron André Breton, Georges Bataille o Louis Pauwels. Con ellos la pluma de Sade y sus gamas azules, el color que le atribuye Swimburne a su literatura, se vuelven reflexión de espuma y memorial de la contingencia incesante de la carne.

La lectura moderna de Sade ha trascendido los cauces del erotismo y ha pasado al orbe de lo político, pues celebra y justifica la transgresión de todas las limitaciones impuestas por cualquier tipo de poder social: la de los padres y la familia, la de los jefes y los patrones, la de los gobernantes... Además, ofrece una mixtura profunda entre las reflexiones filosóficas sobre la ética humana y el sexo a través de la liberación de la palabra, nuestra verdadera carta blanca y pasaporte a la libertad plena: el hombre de Sade parte de un personaje de ficción cuyas posibilidades no se presentan limitadas por obligación alguna y cuya única regla de conducta consiste en que elija todo aquello que le afecta felizmente; como leemos en Juliette, "desde que una pasión más imperiosa se deja oír, todo lo demás se calla". Sade tendió un puente sobre el vacío entre la represión y el deseo, inventó de nuevo la sed que habíamos apagado en el cáliz de la represión y nos condujo al galope del placer desde el áspid original hasta la bajada definitiva del telón.

El Divino Marqués militó en las filas de la libertad y satisfizo hasta donde pudo todos los deseos que le inspiró su naturaleza. Para Sade, el hombre libre tiene perfecta razón en hacer todo cuanto le procura placer. Raoul Vaneigem resumió así una parte del pensamiento de Sade en el Traité de savoir-vivre à l'usage des jeunes générations (1967): "Que el mundo entero se destruya y perezca totalmente antes que un hombre libre se abstenga de realizar una sola acción que su naturaleza le impulse a hacer sin perjuicio de los demás". Por la espina dorsal de la literatura universal corre para siempre la azulada ficción sin límites y profundamente sexual del Marqués de Sade.