Cuando la libertad llega a las aulas: carta abierta a Inger Enkvist

Cuando la libertad llega a las aulas: carta abierta a Inger Enkvist

Jim Penucci

Estimada Sra. Enkvist (profesora y exasesora en educación del Gobierno sueco):

En una entrevista publicada en el diario El País, usted se declara contraria a las metodologías «innovadoras» que brindan más libertad a los estudiantes. Tengo que decirle que yo no ostento ningún título que me acredite como experta en Educación. Solo soy una madre que ha podido conocer muy de cerca las razones que llevan a estudiantes, familias y docentes a convertirse en disidentes de un sistema anacrónico y coercitivo. Es esa lucha, injusta y tantas veces ignorada, la que me mueve a escribir esta carta.

Lo que me gustaría contarle es, en general, poco conocido. Años atrás, yo misma hubiera compartido algunos de los planteamientos educativos que usted expone en esa entrevista. Pero a día de hoy, aunque puedo entender sus argumentos, no me es posible corroborarlos ni desde la razón ni desde el corazón. Tampoco desde mi experiencia. Trataré de explicarle por qué.

A lo largo de los últimos cinco años he podido estar cerca de niños y niñas que aprenden a leer y escribir y a hacer operaciones básicas de matemáticas por iniciativa propia, sin instrucción y sin que nadie les empuje ni les estimule a ello. Niños que han podido aprender sin prisas, sin comparaciones ni exigencias. Esos niños, para aprender, no siguen procedimientos marcados por ningún adulto. Lo que no significa que no «trabajen», porque cuando desean poder hacer o entender algo vuelcan todas sus energías en ello y no escatiman tiempo, esfuerzos ni preguntas para conseguirlo.

También, en estos años, he hablado con jóvenes que durante toda su infancia y adolescencia no han hecho ningún examen por obligación. Sí los han hecho, en cambio, por propia decisión. Algunos de ellos no habían empezado a estudiar hasta los doce años, porque antes prefirieron pasar el tiempo haciendo otras cosas, entre ellas (por supuesto) jugar. Después han accedido sin problema a estudios superiores y han encontrado trabajo.

En España, el 32.9% de los estudiantes repite curso, y tenemos un 20% de abandono escolar1. Aunque estudien y saquen adelante las materias, la mayor parte de los niños le encuentra poco interés a lo que les enseñan en el colegio. Lo que es peor, no le ven sentido alguno. Pero asumimos que este trance es necesario, algo así como un rito iniciático que les conducirá a ser personas de bien. Tampoco concebimos que pueda haber otra opción para formarse, y en muchos casos desgraciadamente no la hay. Da lo mismo que hablemos de Educación pública que privada, el sistema se guía casi siempre por los mismos principios: exclusión de las familias, clases obligatorias, segregación por edades, seguimiento de un currículum, exámenes, deberes.

A unos pocos niños, no me cabe duda, les gusta de veras estudiar. Pero no son la regla. Para la mayoría de los que cumplen con los deberes y los exámenes ese esfuerzo no es más que una forma de conseguir una palmadita en la espalda, una sonrisa, o el regalo que les han prometido (los «estímulos» por los que usted aboga). Mañana, para esos niños, estudiar seguirá siendo un rollo y se olvidarán pronto de lo que empollaron, pero volverán a hacerlo porque han asociado (como les pasa a las ratas de laboratorio) que su conducta va seguida de un refuerzo positivo. Hasta que un día, más tarde o más temprano, el refuerzo no llegue y el encanto se rompa.

Hay también otros niños que estudian. Lo hacen por miedo: miedo a suspender, miedo a quedarse sin salir o sin vacaciones, miedo a defraudar y perder unas migajas de cariño. En ellos se hace carne lo que John Holt llamaba la mentalidad del esclavo, la idea de que solo son capaces de aprender cuando alguien o algo les obliga. Esa será su cárcel, la que los aprisionará en su zona de confort y les impedirá creer que pueden llegar a ser algo más que diligentes cumplidores de la voluntad ajena.

De eso también saben los niños que estudian y sin embargo no aprueban. Pasan horas memorizando o practicando, pero el aprendizaje no llega. El ritmo que marca el plan de estudios los arrolla, o ante la perspectiva de un examen se bloquean por el temor a fallar. Lo intentan, pero su dedicación cae en saco roto. Se dan por vencidos. Aunque no aprueben, no podemos decir que estos niños no aprendan: aprenden que todo da igual, que no merece la pena esforzarse. Aprenden a vivir en la impotencia del que no puede «porque no vale».

Lo que necesitamos es humanidad. Sin ella –ya nos lo advirtieron– nuestro conocimiento nos hará cínicos y nuestra inteligencia duros y secos.

Cuando leí su entrevista pensé que necesitamos más que nunca una Educación que, en lugar de levantar barrotes, despliegue horizontes. Porque los premios y refuerzos pueden servir para aprobar, pero no para aprender; porque la disciplina impuesta y los castigos (aunque sea en forma de suspenso) llevan a los niños a asociar el aprendizaje con el miedo, el estado emocional menos propicio para desarrollar habilidades cognitivas; porque los deberes y otros «hábitos sistemáticos de trabajo» no solo no facilitan el aprendizaje sino que escamotean a los estudiantes el tiempo y la determinación que necesitan para sentir que lo que aprenden es verdaderamente suyo; porque los exámenes y las notas, además de no ser una medida que correlacione con el esfuerzo de un estudiante, no enseñan responsabilidad porque se basan respectivamente en la obediencia y la competitividad.

En los seres humanos, el instinto que nos lleva a investigar y aprender se alimenta sobre todo de libertad2. Una libertad que está del todo ausente en el sistema educativo actual, salvo honrosas excepciones, porque la identificamos con desorden, libertinaje, falta de respeto e irresponsabilidad. Nada más lejos de lo que ocurre en las escuelas donde los estudiantes pueden elegir, entre otras muchas cosas, qué y cómo aprender. Allí he visto que el trabajo de los chicos y chicas se convierte en algo propio en lo que sienten que merece la pena invertir energías y esfuerzo, y de lo que se responsabilizan porque es un objetivo personal. He podido comprobar que aprenden mucho más de lo que los adultos pueden registrar en una evaluación por resultados, porque desarrollan la capacidad de argumentar sus decisiones y de respetar las de otros, de tomar la iniciativa, de entender sus propios errores y sacar partido de ellos, de confiar en su intuición, de colaborar, de buscar ayuda y recursos cuando los necesitan, de ser resolutivos, de planificarse y organizarse por sí mismos. Aprenden, sobre todo, que son capaces de conseguir algo que les importa.

No es cierto que si dejamos a los alumnos elegir qué, cómo y cuándo quieren aprender, el aprendizaje no sucede. Creemos que no sucede porque habitualmente no les brindamos a los niños el tiempo, la calma ni el entorno (material y relacional) para que tomen esas decisiones por sí mismos. Como usted dice, «solo con decir a los alumnos que tomen decisiones no van a saber hacerlo»; la libertad no puede adquirirse por ciencia infusa, y los chicos que están acostumbrados a seguir instrucciones (es decir, casi todos) necesitan paciencia si han de aprender a desenvolverse con autonomía. Pero algunas de las escuelas que he tenido oportunidad de conocer, las más antiguas, vienen demostrando que no solo se puede aprender sin obligación, sino que sus alumnos y alumnas conservan la motivación de seguir aprendiendo toda su vida simplemente porque disfrutan haciéndolo3.

Darles a los chicos ese espacio de libertad nos exige un cambio de mirada, entender que no se trata de «enseñar» sino de facilitar las condiciones para que afloren en los niños sus mejores cualidades como personas. Que, dicho sea de paso, son también las que les van a permitir aprender mejor. Sabemos de sobra que el bienestar emocional y físico afecta a los procesos cognitivos. ¿No serán trastornos como el TDAH un síntoma de lo perjudicial que es para los niños pasar casi toda su jornada sentados en un pupitre?4 ¿La impersonalidad y las ratios inhumanas de las aulas no tendrán algo que ver con la falta de implicación de los estudiantes en su aprendizaje?5

Discrepo con usted en que estas «metodologías» (si es que se puede llamar así a un cambio de mirada tan profundo) estén desmotivando a los docentes. Es la Educación tradicional la que está llevando a los docentes más vocacionales a abandonar la versión oficial de la Educación. De hecho, los grandes críticos del sistema educativo tradicional proceden históricamente de sus propias filas: John Dewey, Giner de los Ríos, Rosa Sensat, A.S. Neill, John Holt, Paulo Freire. Sin embargo, no conozco a ningún docente que haya saltado a la Educación alternativa y que después haya decidido volver atrás.

Para mí ese punto de no retorno lo marcó el nacimiento de mi hija. Cuando ella empezó a hablar, como le pasa a cualquier bebé, sus primeros intentos fueron balbuceos aparentemente sin sentido. Iba experimentando con esos sonidos mientras prestaba cada vez más atención a las palabras que oía. Estaba muy lejos de dominar la gramática o la sintaxis, pero poco a poco iba interiorizando nuestra lengua por medio del juego, de la observación y de su propia inventiva. Estas capacidades, tan denostadas en la escuela, son las que realmente nos permiten entender y aprender: Einstein relataba cómo, con dieciséis años, se había imaginado a sí mismo persiguiendo un rayo de luz, un «experimento» mental que tuvo un papel clave en su desarrollo de la teoría de la relatividad especial. Kekulé descubrió la estructura en anillo del benceno tras haber tenido un sueño en que una serpiente se mordía la cola. Nabokov escribió: «No puede haber ciencia sin fantasía; como tampoco hay arte sin hechos». El juego, la imaginación, la creatividad y el impulso que nos mueve a desentrañar los misterios que nos rodean son el origen del conocimiento. Despreciándolos nos negamos justo aquello que nos hace humanos.

Sra. Enkvist, no es otra vuelta de tuerca lo que necesita nuestro sistema educativo. Tampoco más programas ni métodos ni sistemas que pretendan actualizar esta maquinaria oxidada de la que cada vez más familias y educadores se apartan. Lo que necesitamos es humanidad. Sin ella –ya nos lo advirtieron– nuestro conocimiento nos hará cínicos y nuestra inteligencia duros y secos6. Necesitamos humanidad porque sin ella podemos dar y seguir instrucciones, pero no educar; podemos repetir automatismos, pero no aprender. Necesitamos humanidad para dejar de aferrarnos a la seguridad del pasado, para vencer el miedo a empezar de nuevo, y para hacerlo –esta vez sí– de la mano de los niños.

Notas:

1. https://ec.europa.eu/education/sites/education/files/monitor2016-es_en.pdf

2. En Notas autobiográficas, Albert Einstein escribió: «Es casi un milagro que los modernos métodos de enseñanza no hayan estrangulado ya la sagrada curiosidad por investigar, pues aparte de estímulo esta delicada plantita necesita sobre todo de libertad... Pienso que incluso un animal de presa sano perdería la voracidad si, a punta de látigo, se le obliga continuamente a comer cuando no tiene hambre». (1949).

3. http://www.journals.uchicago.edu/doi/abs/10.1086/443842

4. https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC1448497/

5. http://www.shankerinstitute.org/blog/trust-foundation-student-achievement

6. Charles Chaplin en El gran dictador (1940).

Este texto se publicó originalmente en el blog de la autora.

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