Bruselas y el Euro-Islam

Bruselas y el Euro-Islam

No contribuiremos en absoluto a solucionar el problema del terrorismo yihadista en Europa si lo consideramos una enfermedad exógena. Es un terrorismo nacional, europeo, nacido de las mismas fuentes de radicalización social que son tan populares entre esos jóvenes que citaba antes, los que no reciben en Europa una aculturación europea y, como alternativa, conciben un retorcido sentido del Islam incompatible con su tiempo y lugar.

REUTERS

"Una de las mayores fortalezas de los Estados Unidos -afirmaba recientemente el presidente Obama desde Buenos Aires- y una de las razones por las que no hemos vivido más ataques en nuestro país, es que hemos tenido un enorme éxito patriótico integrando a la comunidad musulmana americana. No se sienten excluidos, no se sienten aislados. Sus hijos son amigos de los nuestros. Van a los mismos colegios. Son nuestros compañeros de trabajo. Son hombres y mujeres que visten nuestros uniformes, luchando por la libertad. Cualquier paso encaminado a señalarlos o discriminarlos no sólo estará mal y será antiamericano, sino que sería contraproducente, porque reduciría la fortaleza del cuerpo entero que constituimos a la hora de resistir frente al terrorismo". En la declaración hay muchos picos comentables; algunos de ellos son sintomáticos de la especificidad neuronal estadounidense -sus uniformes luchando por la libertad, o la misma afirmación de no haber vivido más ataques cuando, en la práctica, San Bernardino y la maratón de Boston fueron atentados yihadistas en toda regla, por no hablar ya del definitorio caso de las Torres Gemelas-. Pero otros aspectos de la declaración merecen, sin embargo, un encendido respaldo desde el otro lado del Atlántico, por cuanto apuntan al mal endémico del terrorismo yihadista en nuestro caso: el aislamiento y desajuste identitario. Algo que no mejora con el tiempo en las grandes capitales europeas, y que amenaza con desequilibrar definitivamente la ya precaria sinfonía social euro-comunitaria.

Hago uso, a propósito, del término sinfonía porque quería traer a colación a Krzysztof Kieślowski y su enorme trilogía europea a mediados de los noventa del pasado siglo; las tres películas que rememoraban los colores de la bandera francesa -Azul, Blanco, Rojo- y que, de un modo metonímico, daban forma a un cierto espíritu europeísta desde el inacabado himno de la unificación europea, protagonista de la primera entrega -Azul-, hasta la apertura al Este que marcaba Blanco. Una apertura que, por entonces, constituía el gran reto social y económico comunitario. En ese marco europeo de los noventa -temático y cronológico- andaba yo entre Lovaina y Bruselas, redactando una tesis bajo la dirección espiritual e intelectual de Bichara Khader, hermano de Naïm Khader, el primer representante palestino en la capital comunitaria y asesinado en sus calles. Aquella Europa que se abría paso en mi tesis, desde la experiencia de los Khader, había nacido con el Informe Davignon sobre cooperación política. Ya no era Europa simplemente la vieja escarmentada, desconfiada, forzada a consultarse en materia de carbón, acero o energía atómica por miedo a los nacionalismos que habían arrasado la primera mitad del siglo XX, sino que se apostaba por un futuro de voz común. Y la prueba de fuego para esa cooperación política fue la crisis del petróleo de 1973, así como el convencimiento europeo de que debía nacer un Diálogo Euro-Árabe -así, con mayúsculas, por el nombre de la institución entonces creada-. Es decir: la primera posibilidad de voz política común europea nacía de la necesidad de dialogar con una alteridad concreta y cercana: lo árabe.

Europa se blindó, se alejó del Mediterráneo con una política que pasó de llamarse Euro-Árabe a Euro-Mediterránea, marcando ese guión una renacida asepsia excluyente, como si Europa no fuera, de por sí y en origen, mediterránea. Desde entonces, lo árabe dejó de existir y fue sustituido por lo islámico

Debo insistir en que no hablo de siglos atrás, sino de hace dos décadas y la mirada atrás hacia otras dos más. Jamás, en ninguno de los documentos trabajados o las fértiles horas empleadas junto a Bichara en bibliotecas, clases o paseos, salió por activa o pasiva la palabra Islam. Tampoco venía yo de la Antártida, sino que había aparecido por Bruselas después de vivir en Egipto a finales de los ochenta, donde lo islámico o su posible papel como identificador social era una mera anécdota, marginal y novedosa. Todavía utilizo con mis alumnos el célebre vídeo del presidente egipcio Nasser -es fácil recuperarlo desde Youtube-, en el que se mofa, allá por los años setenta, de la mera posibilidad de que las mujeres debieran llevar velo por las calles, absurda moda medievalizante que el rais ridiculizaba.

Desde entonces, Europa se cohesionó desde abajo -becas Erasmus, redes sociales y vuelos low-cost-, se endureció desde arriba -hacia Maastricht, hacia el economicismo de crecimiento exponencial germánico, hacia los rescates leoninos...-, se blindó, se alejó del Mediterráneo con una política que pasó de llamarse Euro-Árabe a Euro-Mediterránea, marcando ese guión una renacida asepsia excluyente, como si Europa no fuera, de por sí y en origen, mediterránea. Desde entonces, lo árabe dejó de existir y fue sustituido por lo islámico. Aquel sueño efímero de 1996, una cadena de televisión panárabe -Al Jazeera- traía desde el Golfo, en la recámara, una sutil subida de marea islámica, de esencialismo coránico inexistente en los discursos intelectuales árabes desde hacía siglos -si es que alguna vez había existido-. En definitiva, Europa se des-mediterraneizaba, el mundo árabe se des-arabizaba, y resurgían los pares contrapuestos de las crónicas medievales: Occidente y el Islam.

Por el camino se han quedado varias cosas, y no solo en Europa. Por ejemplo, resulta ahora que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que cada país miembro de las Naciones Unidas se compromete a respetar, no es en realidad universal, sino que debería ser revisada, adjetivada, hasta escindirse y dar paso a una cierta declaración de ciertos Derechos Humanos Islámicos. Por ejemplo, resulta ahora que aquella Palestina por la que empezábamos brindando -siempre con alcohol- y por la que acabábamos llorando, es representada ahora por un partido que ni siquiera recoge entre sus siglas a la palabra Palestina -Hamas: Movimiento para la Resistencia Islámica-. De esos polvos esencialistas, contrapuestos, nacieron los guetos, los balieues de París o el Molenbeek de Bruselas. Nació la consideración de que un musulmán es, ante todo, eso. Que un pasaporte europeo es una mera tarjeta de crédito aduanero. Que Europa es una troika de tipos Men in Black, con menos sentido del humor que un telepredicador islamista, de esos que infectan los ordenadores de los adolescentes musulmanes de Europa.

La Bruselas que se despertó herida el 22 de marzo es la misma ciudad que proyectaron los padres fundadores de Europa, entre ellos Robert Schuman, que da nombre a una estación de metro desde la que puedes ir desde la Rue de la Loi hasta tu ciudad de origen, porque desde ella salen lanzaderas al aeropuerto. Pero nadie se ocupa ya -por jugar con las palabras- de acercar esa Loi a la Rue, porque Europa ya no es un sueño de ciudadanos nacidos en la posguerra del lugar más sangriento del mundo. Tampoco se ocupa nadie ya de que en los colegios se sepa quién fue Robert Schuman, porque el proyecto europeo ha dejado de ser atractivo para políticos que miran hacia la aldea, o habitantes que medievalizan su esencia y se presentan como musulmanes en lugar de europeos.

No contribuiremos en absoluto a solucionar el problema del terrorismo yihadista en Europa si lo consideramos una enfermedad exógena. Mucho me temo que es un terrorismo nacional, europeo, nacido de las mismas fuentes de radicalización social que son tan populares entre esos jóvenes que citaba antes, los que no reciben en Europa una aculturación europea y, como alternativa, conciben un retorcido sentido del Islam incompatible con su tiempo y lugar

No hay una central del terror encargada de organizar atentados yihadistas por el mundo. Sí hay una serie de centrales de reivindicación de atentados cometidos en cualquier rincón del mundo en nombre de cualquier conjunto de estupideces radicales que ahora deciden calificar de islámicas. Por lo mismo, Daesh no es en sí mismo más que los remanentes del ejército de Saddam Hussein que han conseguido controlar grandes zonas de Iraq y Siria. Ofrecen entrenamiento a cualquier desubicado que decida dar un sentido a su vida raquítica, y Turquía ha devuelto ya a Europa a más de 1.500 sujetos que buscaban pasar a Siria para recibir ese tipo de entrenamiento. Quiero decir con ello que no contribuiremos en absoluto a solucionar el problema del terrorismo yihadista en Europa si lo consideramos una enfermedad exógena. Mucho me temo que es un terrorismo nacional, europeo, nacido de las mismas fuentes de radicalización social que son tan populares entre esos jóvenes que citaba antes, los que no reciben en Europa una aculturación europea y, como alternativa, conciben un retorcido sentido del Islam incompatible con su tiempo y lugar. Por eso tenemos un problema interno, y la única forma de atajarlo es a largo plazo, volviendo a construir una Europa social, compatible, mediterránea en su más amplio sentido. Fortalecida -como en el párrafo del principio- contra el terrorismo.