Modales británicos

Modales británicos

Cataluña vuelve a hacer gala de su carácter vanguardista en comparación al resto del territorio español, y se planta frente al coloso constitucional. Era una cuestión de tiempo. Los síntomas lo auguraban, y el discurso político más atrevido, que ha sabido emanciparse del inmovilismo institucional, se abre paso.

Escribo estas líneas unos días antes de la Diada catalana a la que muchos han pronosticado un estrepitoso fracaso, pero cuya cifra de inscripciones ya supera la del año pasado. Tecleo cuidadosamente, borrando una y otra vez las frases, fijando la mirada intensamente en cada palabra, buscando los sinónimos menos incendiarios, tratando de evitar que estallen: es ahora, en verano, cuando las hojas están más secas y los incendios son más voraces.

Y es que las palabras son cada vez más afiladas y peligrosas en este país que no ha dejado atrás su historia de luchas fraticidas, que todavía cree que el olvido, el miedo y las mentiras son el camino hacia la reconciliación que presenta menos baches.

Una palabra en falso podría hundir un barco. Y es que las guerras ya se libran con palabras. Con palabras, pero no con argumentos, con razones o con el espíritu de demostración empírica que caracterizó a la cultura europea en otros momentos de nuestra historia.

Un poco más al Norte, allá en la misteriosa Albión, donde las cabezas tienen fama de ser más frías, quizás por criterios exclusivamente geográfico-climáticos, parece haberse optado por otros derroteros. Allí preguntar no es ilegal. Apenas unos días después de la uve humana catalana, el próximo 18 de septiembre, tendrá lugar un referéndum sobre la independencia de Escocia con respecto al Reino Unido, que amenaza con hacer desmoronarse los cimientos de la ficción política europea.

Escocia, como hiciera David con Goliat, desafía al gigante de Westfalia, de la Europa de los Estados-nación. Cataluña vuelve a hacer gala de su carácter vanguardista en comparación al resto del territorio español y se planta frente al coloso constitucional. Era una cuestión de tiempo. Los síntomas lo auguraban desde hace ya unos años y el discurso político más atrevido, que ha sabido emanciparse de la religiosidad de la ortodoxia doctrinal afín al inmovilismo institucional, se abre paso en su afán de proporcionar una confirmación capaz de ir más allá de las ideologías.

Entre otras consecuencias, la globalización económica y política, a la cual Europa se ha entregado con la ardiente pasión de un amante imprudente, ha vuelto a los grandes Estados centrales agentes torpes y erráticos. "El que mucho abarca, poco aprieta", reza el dicho. Al contrario de lo que la soflama alarmista pretende hacernos creer, los hipotéticos pequeños estados pueden ser eficientes gerentes de sus recursos y, en muchos casos, su soberanía. Quizás incluso en mayor medida que sus progenitores. Sin duda, la atomización estatal podría resultar preocupante por algunas razones, pero es innegable que el ejemplo de Luxemburgo o Malta, en contraste con el caso español, pone de manifiesto una mayor capacidad de gestión de los intereses nacionales. Y ello atañe tanto al plano económico como al político, social y cultural. Ser ciberglobal e hiperlocal puede suponer una garantía de prosperidad en medio de un panorama crítico de las sociedades occidentales, que creían haber encontrado una mina de oro en la desregulación capitalista globalizadora que ha acabado por estallarles en las manos. La centralización (política, administrativa, etc.) tiene los días contados.

El cuento de las naciones históricas, además, ha acabado por quedarse viejo, outfashioned. La ciudadanía cosmopolita está ya en proceso de asumir que las naciones y los Estados, al contrario que la energía, sí se crean y se destruyen. La disociación entre las naciones y los estados es una realidad, por mucho que a los melancólicos de la Gran España les cueste aceptarlo. Nadie tiene una bola de cristal, pero la sensatez permite vislumbrar varios escenarios perfectamente compatibles: grandes estados plurinacionales cada vez más descentralizados o estados pequeños y eficientes capaces de responder a las demandas de sus sociedades y de defender su soberanía en todos los niveles. Ambas opciones serán posible, sin que ello signifique que el futuro de las comunidades políticas humanas no pueda discurrir por otras vías igual de válidas.

Tal y como defendía el diario vasco Garaen su editorial del pasado 7 de septiembre, la clave está (y estará) en que "no existe una fórmula mágica, universal, para hacer efectivo el derecho a decidir". Ante esta encrucijada, todos los nacionalismos, tanto los hegemónicos (existente a pesar de la campaña de partidos como UPyD o el PP por ningunear este concepto politológico) como los emancipadores, tendrán que reinventarse. Buscar fórmulas democráticas, en sintonía con los valores políticos y humanos que defienden nuestras constituciones, debería ser la prioridad de los gestores de la soberanía popular.

En este sentido, más nos convendría deshacernos del patriotismo que todavía parece imperar en nuestra sociedad, decimonónico, intolerante, chovinista, anclado en los símbolos y estereotipos de una madre patria que cada vez representa a un porcentaje menor de la población española. Un patriotismo enamorado de su bandera y su equipo de fútbol que, sin embargo, no tiene reparos en prostituir los derechos más básicos de su ciudadanía. Preocuparse menos por quién quiere "romper España" y más por hacer de nuestro país un lugar que nadie quiera (ni tenga que) abandonar.

Si la historia de los movimientos secesionistas nos ha enseñado algo es que la gestión del secesionismo ha sido menos traumática para todos los implicados cuando se ha buscado el consenso por encima de la imposición y las ideologías. Lo decía, allá por 2012, el periodista Gideon Rachman, del Financial Times, cuando abordó el auge independentista catalán y escocés: "No hay ningún matrimonio que pueda sobrevivir solo declarando que el divorcio es ilegal". Más aún cuando esta ilegalidad ("inconstitucionalidad", para ser más correctos), cae por su propio peso: pocas democracias hay en nuestro entorno que no hayan modificado en alguna ocasión su Constitución para hacer frente a las coyunturas, sin por ello acabar convirtiéndose estas en papel mojado. De reformas constitucionales, además, también entiende el moribundo bipartidismo español. Si les falla la memoria o la buena voluntad, eso ya no sabría decirlo.

Independientemente de lo que ocurra en los próximos días, de cuánta gente acuda a la Diada o de qué respondan los escoceses a una pregunta cuya respuesta sigue siendo una gran incógnita, parece evidente que la necesidad de democracia se erige como la más urgente de las prioridades. Hay quien habla de confabulaciones maquiavélicas de los británicos sobre el referéndum escocés. Sean estas más o menos ciertas, sin duda siguen haciendo gala de modales democráticos.

Los ingleses siempre han tenido fama de buenas formas. Quizás sea, a fin de cuentas, simplemente eso: una cuestión de modales en la que nos llevan años de ventaja.