La cárcel de la belleza

La cárcel de la belleza

Era fea —lo que sea que quisiera decir el término en mi mente angustiada— en un país de mujeres muy hermosas.

Holloway via Getty Images

Es todo un reto sentirte hermosa cuando no eres perfecta. O al menos no como el estereotipo de la cultura en que naciste te exige. Lo pienso mientras me miro al espejo desnuda, con esa sensación de vulnerabilidad y un poco de preocupación que la mayoría suele sentir al mirar su reflejo. O al menos, así me siento yo, mientras soy muy consciente de mis defectos, de mis pequeñas irregularidades, de ese paisaje corporal tan mío que por alguna razón, no encaja en el patrón cultural del cómo debería ser.

Nací en un país obsesionado con la belleza. En un país donde el éxito profesional, económico, personal, está íntimamente ligado a tu aspecto físico. Un país donde el segundo mayor producto de exportación —y a veces dudo de esa jerarquización— son las ganadoras de un concurso de belleza. Un país que ostenta con gusto y orgullo el remoquete de “las más bellas”. Cuando creces en un lugar así, en una cultura tan interesada en cómo te ves, nada es sencillo. Y no podría serlo, si desde la cuna te recuerdan que verte hermosa —ser hermosa, que es una connotación levemente distinta y peligrosa del asunto— es imprescindible para calzar en el mapa cultural del lugar donde naciste. Un elemento necesario no sólo para comprenderte —mirarte— sino además, asumir tu lugar en medio de esa infinitas piezas que forman el paisaje mental del gentilicio.

Lo descubrí siendo muy pequeña. Una especie de zozobra que te acompaña a todas partes: ¿Eres lo suficientemente bonita? ¿Tienes el cabello como se supone deberías tenerlo? ¿Eres lo bastante delgada como para presumir de eso? Pálida, delgaducha y pecosa, la preocupación sobre mi aspecto físico me acompañó desde niña. Eso a pesar que nací en una familia donde las mujeres envejecen, se arrugan y engordan con tranquilidad. Pero a pesar de eso —quizá por eso— la sensación de ser inadecuada se mezcló bien pronto con algo más amargo. Con una idea sobre mí misma distorsionada, limitada y lo bastante superficial como para atormentarme durante buena parte de mi adolescencia.

—La mujer debe llamar la atención allá a dónde va —solía insistir mi profesora de Ballet, delgada, esbeltísima y de piel perfecta— la belleza es un tesoro y también, una ventaja. 

Decía todo lo anterior paseándose por el pequeño salón de pisos de madera, la cabeza bien en alto, sonriendo como quien celebra un hecho asombroso, que yo no entendía bien que podía ser. La clase la escuchaba en silencio, sentada a su alrededor, en medio de un silencio tenso y doloroso. Te llevabas los dedos al cabello para saber si estaba bien peinado, eras más consciente que nunca de tus pocas o muchas curvas, de la forma como se veía tu piel. Pero la profesora, ajena a todas esas cosas, seguía con su perorata tanto como podía. Lo consideraba necesario, como si se tratara de la experiencia que toda niña de nuestra edad debía poseer.

— A todas las mujeres les gusta verse bellas, oler rico. Les gusta llevar “prendas” caras, maquillarse bastante. Eso es parte de quienes somos. Así debe ser toda mujer.

A mí, que todavía no me maquillaba, era alérgica a la mayoría de los perfumes y me sentía torpe y flacucha, aquella perorata me producía una enorme incomodidad. Esa insistencia en el hecho de ser hermosa cuando yo no podía serlo. Porque ya con doce años, con las piernas flacas y el pecho hundido, sabía casi por puro instinto, que yo no era parte de esa supuesta tradición de lo estético. De ese ideal de mujer hermosa que se celebraba por todas partes. Y eso me hacía sentir profundamente desarraigada, como si me hubiese perdido parte de una historia muy popular e importante del país donde nací. Un pensamiento tristísimo cuando una es tan joven como impresionable.

Era fea —lo que sea que quisiera decir el término en mi mente angustiada— en un país de mujeres muy hermosas.

Dicho así, suena durísimo, claro. Se escucha como una crítica casi violenta a una cultura que celebra la belleza de la mujer como un atributo sagrado. Y, de hecho, sí, es algo violento, pero justamente hacia el extremo contrario. Lo que implica esa esforzada necesidad de la belleza, lo que te lastima esa supraconsciencia constante que te presiona, te insiste y te modela según un molde general en el cual debes encajar. No es sencillo encontrar que no sabes si te concibes por cómo te miras o como te mira la cultura. Y es ese peso, tangencial, casi insoportable, el que debes llevar a todas partes, como un fardo insoportable que en ocasiones crees que forma parte de ti. Si es parte de ese misterioso entramado de pensamientos e ideas que sostiene tu identidad. Que idea preocupante puede ser esa, que agobiante.

Cuando tenía dieciséis años, comencé a preocuparme seriamente por cómo me veía. Para entonces ya me encontraba en la universidad y esa precocidad jugó justo en contra de mi autoestima. Era una niña con ortodoncia y cabello despeinado en un universo adulto, rodeada de mujeres de aspecto voluptuoso y maduro que me hacían sentir profundamente insignificante. De pronto, comencé a preguntarme a diario si alguna vez podría escapar de mi aspecto aniñado, como si se tratara de una línea que romper, una puerta abierta hacia la que podría escapar hacia ese estereotipo de hermosura patria que tanto presionaba. Me lo preguntaba con toda seriedad, sentada frente al espejo, levemente aterrorizada por el hecho que seguía sin encajar en ese panteón de bellezas venezolanas. Sin parecerme a esa mujer ideal que debía ser. No es un pensamiento sencillo. Es lo bastante doloroso como para sujetarte, paralizarte, hacerte sentir fuera del ámbito de cierta idea sobre tu identidad. No es una idea que sea sencilla de entender. Pero que te acompaña a todas partes.

Recuerdo que mi abuela, que envejeció con enorme dignidad y se sentía muy a gusto con sus canas y arrugas, solía preocuparse por mi ansiedad sobre el tema estético. Solíamos debatir sobre el mundo que comenzaba más allá de las puertas abiertas de la casa y sobre todo, sobre la percepción que tenía sobre mí misma en ese mundo. Ella se escandalizaba con frecuencia de lo durísima que era con mi aspecto físico, de lo mucho que me dolían mis pequeños defectos y desigualdades. Como si sus años de madre y abuela satisfecha la protegieran de esas cosas.

— No me entiendes porque ya no te importa cómo te ves —le dije en una ocasión, muy ofuscada— pero es incómodo y doloroso cuando te sientes… fea. Cuando no puedes lidiar con esta sensación que… no te sientes bien con tus propios huesos.

Ya estaba dicho. Allí radicaba el problema. Era fea —lo que sea que quisiera decir el término en mi mente angustiada— en un país de mujeres muy hermosas. No era alta, de curvas tentadoras, con caballera sedosa y bien peinada, con piel bronceada y tentadora. Era justo lo contrario: Una chica pálida, de cabello en punta, cuerpo delgado y sin mucha gracia. Asumir algo así, duele. Pero más que eso, agobia. Hay una mezcla de impotencia y decepción que te abruma, como si te hubieras traicionado a ti misma de alguna manera secreta y que sólo tu podías comprender. Como si fueras tu peor herida.

— La belleza es una idea sin dueño. Algo que se crea para satisfacer a ciertas pretensiones de la cultura donde naciste —me respondió mi abuela con tristeza— y estás obsesionada con complacerlas todas. Incluso, si llegas a encajar en esa imagen fija de lo que quieres ser, seguirás siendo “fea” en tu mente. Porque lo que buscas no está fuera, es una cicatriz en tu mente.

Nadie quiere que le digan esas cosas, cuando te duele tanto mirarte al espejo. Quería que mi abuela me dijera como maquillarme y peinarme, cual ropa llevar para verme más atractiva que nunca. Pero no lo hizo. Eso me hizo sentir indefensa, abrumada. A fragmentos. Por un momento sentí verdadero rencor, como si me dejara abandonada en tierra arrasada. Luego me pregunté si tenía razón.

Hace un par de décadas, la escritora Germaine Green dijo en una entrevista al periódico El País de España que le preocupaba que el mundo se consideraba así mismo vanidoso. Un juego peligroso que nos exigía a todos mantenernos a la altura de la expectativa. Para Green lo realmente peligroso de esa belleza supuesta —asumida— tenía mucho que ver con la manera como nos percibimos y como nos presiona al mundo en consecuencia de esa percepción. Después de todo, hay un mercado comercial inmenso que se enriquece a diario por nuestro miedos, por la obligación necesaria de estar bella y deseable como un paradigma de lo aceptable. Un pensamiento que se extiende por Occidente como una doctrina aplastante, dejando a su paso, una multitud cada vez más numerosas de mujeres deprimidas, desconcertadas, abrumadas, frágiles. La perfección se vende como una necesidad asumida —hay que ser perfecta porque el mundo aspira a esa perfección— y lo contrario se comprende como una percepción ideal necesaria. Somos hermosos, en la medida que el mundo lo exija, lo asuma como necesario. Lo insista como obligación.

Fuera la premisa de un principio. Cuando caí en cuenta de la contradicción, me pasé meses asombrada por mi ingenuidad.

Durante los primeros años de la veintena, comencé a cuestionar esa visión de la belleza general, no sólo en mi país sino en el resto del mundo. Atravesé la habitual crisis de intentar encontrar un lugar en medio de todas las ideas estéticas e insistí en recordarme, que la belleza podía ser una herida. Me recuerdo llevando ropas informes, el cabello sin peinar, el rostro sin maquillaje. Y aun así, preocupada por cómo me veía. Intentando que ese estilo “descuidado” dijera “algo”. Fuera la premisa de un principio. Cuando caí en cuenta de la contradicción, me pasé meses asombrada por mi ingenuidad. Por mi evidente necesidad de aprobación, de amor, de atención. Porque eso es la vanidad después de todo. ¿O no? Me pregunté más de una vez, sentada de nuevo frente al espejo, masajeándome el rostro con dedos temblorosos. ¿Qué estoy buscando? ¿Qué quiero encontrar?

Resulta paradójico que esa obligatoriedad de la belleza que tanto me afectó alcanzara su punto más alto justamente durante los años en que alcancé mis primeros triunfos profesionales. Y es que como si se tratara de una correlación de ideas, me encontré luchando contra esa percepción de mis éxitos intelectuales y algo más, esa abrumadora sensación de infelicidad que no sabía muy bien a qué atribuir. Eso, a pesar de tener una relación de pareja estable, de disfrutar finalmente de una experiencia universitaria que me gustara, de transitar el mundo adulto con cierta tranquilidad. Pero la incomodidad seguía estando allí. Una herida pequeña e irritante, siempre abierta, en algún lugar de mi mente. Recuerdo que, por esa época, leí a la escritora Naomi Wolf afirmar “estamos en medio de una violenta reacción contra el feminismo, que utiliza imágenes de belleza femenina como arma política para frenar el progreso de la mujer”, y me pareció un comentario exagerado, estrambótico. De ese feminismo acérrimo que tanto suele preocuparme. Y sin embargo, la idea me atormentó tanto como para hacerme preguntas en voz alta. Como para analizar esa razón sobre la belleza y sus connotaciones desde la óptima de la tiranía cultural. Somos bellas —o queremos serlo— porque nos exigen serlo y esa exigencia conlleva una serie de razones y consecuencias. Somos bellas —o queremos serlo— porque necesitamos serlo para complacer ese súper ego cultural. Somos bellas —o queremos serlo— para calmar el miedo.

Para la escritora Lourdes Fernández Ventura la cosa estuvo clara desde siempre y así lo deja muy claro en su libro Tiranía de la belleza (Plaza & Janés), en el cual insiste que ese ideal de la belleza se transformó en una cadena que sujeta una serie de asfixiantes ideas tradicionales. “Para algunas mujeres que en los ochenta habían accedido al mundo laboral y disfrutaban de la euforia de un consumismo lúdico […], la sociedad posmoderna ofrecía la posibilidad de doblegar la naturaleza y abolir el paso del tiempo. El cuerpo se había convertido en objeto de culto. La preocupación por la salud, por los adelgazantes, los cuidados cosméticos, los deportes, las transformaciones mediante cirugía y otras manipulaciones corporales respondían a un hedonismo generalizado”. ¿Tenía razón Fernández Ventura al teorizar sobre nuestra percepción sobre el por qué deseamos ser bellas (o bellos) y cual es la necesidad de la sociedad a la que pertenecemos de exigirlo tiene una directa relación con la cultura del control? ¿Que la belleza —o la necesidad de alcanzarla— no es más que un complicado mecanismo de sujeción del pensamiento y las ideas a un ideal inalcanzable? Cuando lo piensas de esa manera, la reflexión resulta inverosímil. Pero cuando comienzas a analizar el hecho del hedonismo convertido en obligación, cuando asumes que ese ideal abstracto pesa tanto como para lastimar, no parece tan irreal. Una idea inquietante.

Llegué a la treintena perdonando mis defectos e imperfecciones. Luego de años de batallar contra ellos, encontré que no sólo eran parte de mi historia sino de algo más profundo relacionado con mi manera de ver el mundo. Que mis kilos de más, mi piel pálida, mi cabello rizado no eran pequeñas cicatrices de lo que no podía ser, sino pequeñas regiones del paisaje de mi individualidad. Y aceptarlo —crear a partir de esa idea, asumir el peso real de su importancia— me liberó de la angustia que me abrumó media vida. De esa sensación de ruptura que siempre me hirió.

Margarita Rivière, autora de El mundo según las mujeres suele decir que la cultura nos castra, imponiendo la belleza. Pero que los defectos —nuestra aceptación de su existencia— nos permiten tener una dimensión sobre la realidad de nuestra individualidad. Pienso en esa idea mientras me miro, de pie, desnuda y vulnerable, sin correr a cubrirme los pechos —que de inmediato pienso podrían ser más firmes— o ladear las caderas —que me insisto podrían ser más delgadas — . Me miro simplemente, con el cabello suelto rozándome la espalda, con la piel pecosa más pálida que nunca. Y sonrío, claro. Con la satisfacción enorme de haber encontrado ese lugar indistinto donde habita cierta tranquilidad de espíritu. Una lenta aceptación de mi identidad.

No es sencillo por supuesto, llegar a esa especie de armisticio con la autocrítica, la autoestima tambaleante, la sensación siempre ambivalente que el cómo te ves puede herirte como una arma misteriosa. Pero de alguna manera lo logré. Quizá trató de una cierta madurez emocional inevitable que alcanzas después de la tradicional angustia existencial o algo más íntimo. Una mirada amable a tu cuerpo, como parte de un fragmento de historia silenciosa. Cualquiera fuera el motivo, los treinta años me permitieron mirarme al espejo finalmente, asumir el poder de contemplarme sin inquietud, sin dolor, sin angustia. Mirarme, asumiendo que esa pequeña colecciones de pequeñas cicatrices son mi mejor manera de asumir el peso de todo lo que he vivido y la manera como el hecho. Un triunfo de la razón.