Pablo Milanés, la felicidad de cantar

Pablo Milanés, la felicidad de cantar

A Gabriel García Márquez le emocionaba escuchar a Pablo Milanés, el cantautor cubano que supo poner música a los sueños y las emociones de varias generaciones.

Pablo Milanés, en las Noches del Botánico el 7 de julio de 2017.Angel Manzano via Getty Images

La escuché en la televisión y pensé que Aute, Patxi Andión o, incluso, el mismísimo Serrat habían compuesto la canción. Fue instantáneo, me atrapó ese primer verso apenado, a medio camino entre el reproche y el lamento, Muchas veces te dije que antes de hacerlo había que pensarlo muy bien. A esa altura de mi vida, primavera del 77, carecía de elementos para valorar el alcance de aquella reflexión: Que a esta unión de nosotros le hacía falta carne y deseo también. Quizás de ahí vino la confusión, porque Luis Eduardo y Patxi le habían colado a la censura esas dos palabras, carne y deseo, en algunas de sus letras. Pero no, en el listado de temas de Alienación, quizás el mejor disco de Massiel con unos espléndidos arreglos de Maryní Callejo, atribuían la autoría a un tal Pablo Milanés.

Pese a que en esa época yo inspeccionaba cada semana, vinilo a vinilo, la sección correspondiente de Galerías Preciados, desconocía que la discográfica Movieplay, tan propensa al rojerío y la protesta, había publicado poco antes, a finales del 76, el primer álbum en solitario del tal Milanés, que se abría con la impactante Yo pisaré las calles nuevamente, que formaba parte también del repertorio con el que se había presentado en España la venezolana, de origen riojano, Soledad Bravo. Para buena parte de los jóvenes de entonces, cualquier referencia a Chile, Allende, Neruda o Víctor Jara, nos recordaba que la libertad puede llegar a ser frágil y siempre tiene enemigos poderosos.

Creo que conseguí ver en persona a Pablo en algún mitin o fiesta del PCE. Al término de la actuación dejó un avance de su próximo trabajo. Así, de primeras, después de haber enardecido al público con La vida no vale nada, la novedad me pareció un poco insulsa, incluso en los versos a los que, con más facilidad, yo podría dar una doble lectura: y del presente que te importa la gente, si es que siempre van a hablar. Por fortuna, en otoño del 78, la inconmensurable Nacha Guevara le daba brío y forma a Yo no te pido e imprimía una emoción desconocida a El manantial, otra obra maestra del compositor cubano: Ay, amor, que te vas/Como ave fugaz/Y el plumaje lo deja donde se anidó.

A partir de ahí, Pablo perdió el apellido y entró en ese reservado círculo donde a los artistas se les llama por una única palabra, como Brel, Moustaki o Silvio.Ya era parte de nosotros, de todos. Quizás gracias a eso, Yolanda, tan lenta en su ejecución para una era de movidas frenéticas, fue un éxito en el otoño que Felipe fue presidente. En aquél Acto de fe, arreglado por Ricardo Miralles, había más joyas, como Hombre preso que mira a su hijo, Amo esta isla o Te quiero porque te quiero, pero todo el mundo canturreaba esa canción romántica sin reparar en formas tales.

En el 84, su relato amoroso se hizo más dramático y rozó la muerte: Una bella tarde entre helechos y flores/Te hablé presintiendo un oscuro final/Si enfermas, te cuido y te lleno de amores/Y tú contestabas: “eso no es amar”. A los veintidós, la edad que yo tenía, la pérdida y su vacío parecen un asunto demasiado lejano. De la colección me quedé con Cuánto gané, cuánto perdí. También era demasiado pronto para el ubi sunt pero todavía hoy no puedo evitar emocionarme con la pregunta: Dónde estarán los amigos de ayer/La novia fiel que siempre dije amar/Dónde andarán mi casa y su lugar/Mi carro de jugar, mi calle de correr/Dónde andarán la prima que me amó/El rincón que escondió, mis secretos de ayer...

Quizás hubiera sido el momento para guardar los versos de Milanés entre los mejores ecos de la juventud perdida pero en eso llegó Víctor Manuel y produjo Querido Pablo, uno de los primeros álbumes, si no el primero, de duetos en el mercado discográfico español. Casi cuatro décadas después, las voces de Amaya Uranga o Mercedes Sosa siguen sobrecogiendo: Porque el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos/Y el amor no lo reflejo como ayer/Y en cada conversación, cada beso, cada abrazo/Se impone siempre un pedazo de razón.

Sí, pasó el tiempo, y mucho más rápido de lo que habíamos imaginado. De pronto, en los noventa, alguien comentó que había escuchado que Pablo tenía una canción sobre dos dos hombres enamorados. O sea, gais. Ninguno de los dos es presidente/Ninguno de los dos es un ministro/Ninguno de los dos es un censor/De sus propios anhelos mutilados, decía la letra de El pecado original, inspirada por Lázaro Gómez, su productor y manager. “Se la dediqué con todo mi amor a mi hermano -explicó después el artista-, que trabaja conmigo y es gay. Y consiguió encabezar la lista de éxitos de Cuba hasta que la prohibió el régimen”.

La noche que fui a escucharlo con mi hijo a la plaza de toros de La Malagueta ya sabía que su distancia con Fidel y la revolución era insalvable. En el cartel estaba también Víctor Manuel que tuvo el acierto, otro más, de grabar una velada en la que el aroma de las biznagas se confundió con el de Un ramito de violetas.

Esta mañana me he despertado con la noticia de la muerte de Pablo. En algún sitio había leído que vivía en España y que su salud se había resentido aunque si cierro los ojos lo sigo viendo sentado, con su pelo ensortijado, abrazado a su guitarra y cantando al amor que fue y a la libertad que soñamos. Otra hoja que cae de mi calendario emocional. Como decía su amigo Gabo García Márquez “he tenido el privilegio de asistir durante años a la evolución de este milagro y hoy sé que no hay felicidad más pura que la felicidad de cantar.”

Qué es lo que me queda/de aquella mañana/de esos dulces años/sin ira y desgano./Los días de gloria/los dejamos ir...

Querido Pablo, muchas gracias.