Desde Barcelona

Desde Barcelona

EULÀLIA LLEDÓ

Este artículo también está disponible en catalán

Primero fue el estruendo de los helicópteros. Como no era ni el 11 de septiembre, ni el 1 de mayo, ni ningún día señalado, al cabo de un rato reaccioné y me conecté.

Por les Rambles, la aorta siempre llena de vida de Barcelona, se iba la vida a borbotones. Los mazazos, sordos e implacables, se fueron sucediendo uno tras otro.

Salgo a la calle y en mi barrio la gente va a cámara lenta, como anestesiada, con el teléfono en la mano. Muy poca circulación, ningún taxi libre. Han ido a ayudar y ejercer de servicio de emergencias. La gente empieza a acudir hacia los hospitales a donar sangre. No es verdad que se paralice todo.

***

Primera hora de la mañana. Salgo de casa y justo en ese momento pasa el V15, uno de los buses que cruzan Barcelona de arriba a abajo. Me monto en él. El autobús no sólo funciona sino que también lo hace el aire acondicionado, y pienso en el infierno multiplicado que deben ser los atentados en cualquier lugar del Yemen, Irak, Pakistán, Afganistán o Siria.

Bajo a una plaza de Catalunya con mucho menos ruido del habitual (por debajo, además, se percibe un silencio espeso), puesto que no hay circulación privada. Además de las fuerzas del orden, hay coches de bomberos y otros servicios, vuelvo a pensar en el infierno multiplicado.

Inicio la bajada por unas Rambles insólitamente vacías. Muy poca gente, alguna, poca, se autorretrata. El silencio es ensordecedor en consonancia con el estupor de la gente: quien habla lo hace en voz baja, casi musitando.

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Tímidamente empiezan a abrir los quioscos y algunos bares. Las paradas de flores, no; quizás más tarde, tal vez, mañana.

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El reloj de la Acadèmia de les Bones Lletres, imperturbable, sigue marcando la hora oficial.

La Boqueria, el vientre de Barcelona, está cerrada a cal y canto, un símbolo grande de anormalidad, de vida parada.

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El mediterráneo, bello y colorido regalo de Joan Miró en el centro de les Rambles, frente al Liceo, que ayer era el siniestro blanco donde fue a parar la furgoneta asesina, hoy está tomado por los medios de comunicación, las teles, las cámaras. Como si necesitaran un punto de anclaje. Tímidamente, alguien ha depositado un ramo de flores, un cartel verde, algunas velitas. Es posible que se convierta en el punto 0 de la conmemoración de las víctimas.

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A partir de ese punto, cada vez menos gente. Paso por el lado de cuatro mossos de aspecto tranquilo, uno dice: «Me ha parecido entender que media hora para comer sí la tendríamos». El día será largo.

Al final de les Rambles, el mar azul, como el reloj, imperturbable y ajeno a todo. Nadie en la Passarel.la.

No es hasta que desando el camino que me doy cuenta de lo que es un rumor mortecino que de vez en cuando se oye y que confieso que me asustaba cada vez que la oía, era como si se formase una nueva tormenta sobre nuestras cabezas. Son los metros que pasan por el subsuelo. La vida de les Rambles, la cava llena de vida en Barcelona, hace que no se oigan jamás.

Pasan camiones y camionetas de recogida de residuos seleccionados; alguna ambulancia estacionada en la acera recuerda que en el hospital del Mar y en muchos otros centros trabajan a destajo. Vuelvo a pensar en los infiernos multiplicados en lugares que parecen lejanos pero que en realidad tan próximos.

Los servicios de limpieza se han esforzado y lo siguen haciendo. Ni rastro, ni indicios, que horas antes aquello fuera un pozo de víctimas mortales, de tanta gente herida gravemente, de tanto daño para toda la vida.

Ni rastro tampoco del cochecito de bebé estrellado en un alcorque de un plátano de les Rambles, cochecito que de golpe y porrazo pasó de ser un flamante vehículo a un despojo repleto de humanidad. Espero que la criatura esté bien; que unos brazos amorosos se la hayan podido arrebatar a la muerte.

Debería haber un lugar donde tanta sangre, donde tanto dolor, donde tanta muerte, donde tanto sufrimiento de todo tipo, físico, moral, de todo orden, se convirtieran en energía y esperanza. Hoy cuesta de creer.

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