El vagón del silencio del AVE

El vagón del silencio del AVE

Nos gusta hablar y nos encanta hacerlo en voz bien alta: para oírnos nosotros mismos, para que nos oiga bien con quien estamos y, a ser posible, los que están al lado. Necesitamos sentir el calor del público, tener un auditorio al que normalmente le da exactamente lo mismo nuestra vida, pero con el que generosamente la compartimos.

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Foto: EFE

Somos un país ruidoso. No sé si más o menos que otros, pero somos ruidosos, atronadores, escandalosos, cuando se trata de manifestaciones de lo que sea. Y más, si son colectivas.

Nos gusta hablar y nos encanta hacerlo en voz bien alta: para oírnos nosotros mismos, para que nos oiga bien con quien estamos y, a ser posible, los que están al lado. Necesitamos sentir el calor del público, tener un auditorio al que normalmente le da exactamente lo mismo nuestra vida, pero con el que generosamente la compartimos.

Me sé las miserias y las alegrías de muchas familias que nunca llegaré a conocer personalmente, y chismes que podrían dinamitar los más sólidos cimientos de un grupo de amigos.

Desde que los móviles irrumpieron en nuestras vidas, somos un teletipo de nuestra intimidad con patas y pasado de decibelios. ¿Le interesará al señor que va a mi lado en el autobús que me he hecho las ingles brasileñas con láser? (quizás no sea un buen ejemplo, posiblemente sí le interese).

Bendigo el vagón de silencio del AVE. No así a los que compran el billete y caen aquí sin haber hilado las tres palabras, sin hacer masilla en el cerebro: vagón-del-silencio. No quiere decir que el tren haga menos ruido en esa zona por una cuestión de acústica o aislamientos.

Quiere decir que quien compra su billete y elige el vagón del silencio lo hace para ir con la boca cerrada, el móvil en silencio, el Candy Crush sin sonido y nada de bocadillos envueltos en papel de plata; que cualquier mínimo rumor, como dicen que pasa con los sentimientos dentro de la casa de Gran Hermano, se magnifica. Incluso puede que caigamos mal al pasar las páginas del libro.

Desde aquí ruego a RENFE que amplíe al 50% del tren los vagones de silencio y que la cafetería y el otro 50% de vagones sean los que transporten las despedidas de soltera/o que proliferan como setas en esta época.

En el vagón del silencio, uno no se relaciona. En él viajamos los rancios que nos ponemos en modo mute. Un club de inadaptados sociales que firmamos un pacto tácito de no agresión auditiva. Solo nos comunicamos con la mirada, y normalmente para mostrar nuestra desaprobación ante un ignorante del silencio. Dícese de aquél indeseable que se cuela en este vagón pensando que el AVE es el salón de su casa. Esta especie de indocto en la materia del mutismo suele ser fruto de un sabotaje realizado por un empleado de la venta telefónica de RENFE, que coloca al individuo donde ve un hueco, porque el vagón del silencio lo eliges, no te elige.

Como en los aviones con la normativa de seguridad, antes de ponerse en marcha la máquina, un amable empleado de RENFE debería escenificar al pasaje las normas que rigen durante el viaje en ese coche envasado al vacío. Y reforzar los mensajes con ese inefable cartel de la enfermera de los 80 o la foto del rey Juan Carlos estilo meme: ¿por qué no te callas? Ponerlo en el cogote de las personas, en el reposacabezas, tiene poca visibilidad.

El vagón del silencio tiene además un valor añadido, y es que va a media luz. Tiene todos los ingredientes para convertirse en un paraíso, en una fiesta del descanso neuronal.

Desde aquí ruego a RENFE que amplíe al 50% del tren los vagones de silencio y que la cafetería y el otro 50% de vagones sean los que transporten las despedidas de soltera/o que proliferan como setas en esta época, así como los grupos de amigotes de escapada de fin de semana y los ejecutivos que gestionan sus empresas desde su asiento.

Me hago mayor, definitivamente.

Este post fue publicado originalmente en la web de la autora