Desde el ateísmo

Desde el ateísmo

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No hay absolutamente nada positivo que una creencia religiosa aporte y que no pueda ser alcanzado mediante el ateísmo, lo institucional y la mejora de la propia personalidad por medios psicológicos. Nada, excepto el consuelo del mito de la vida después de la muerte.

Usar ese mito para alcanzar todo lo demás crea complicaciones innecesarias. Solo una absurda soberbia puede sostener que una herramienta con tantos requerimientos y exigencias es la única manera de sostener una ética.

La religión es más que el opio del pueblo. Demasiado a menudo, es la inercia de un sistema que no acepta otras opciones. No obstante, las inercias de ese sistema han aportado innumerables maravillas a la humanidad. La religión debe ser admirada por ellas. El cristianismo, por ejemplo, ha aportado dos grandísimas virtudes, a cuál más necesaria y hermosa: el perdón y la caridad, ambas en contra de la falacia de la meritocracia y la competitividad. El amor al prójimo, mediante el reconocimiento no despreciativo de sus debilidades y de las nuestras, es el avance más grande de la historia de la humanidad. Pero no necesitamos el lastre del mito del origen para desarrollar esas virtudes.

Por otra parte, el odio a la religión no tiene sentido, como no tiene sentido odiar a un estudiante que aún no controla su potencialidad. Que la religión provoca grandes males es tan cierto como que provoca grandes bienes. No se trata de odiar a los creyentes, sino de hacer ver que no es necesario creer en mitos sobre el origen para mejorar el mundo.

El problema se encuentra en la inconsistencia de sus principios cuando no se es creyente, en esa construcción de interpretaciones del mundo y de atajos innecesariamente complicados para mejorar las sociedades y a los individuos. Apelar a uno o más seres imaginados por culturas antiguas para mejorarnos es innecesario y trae consigo digresiones que contaminan los procesos de madurez.

A menudo se ha vinculado la contienda entre religiosidad y ateísmo con la pugna entre espiritualidad y materialismo, una pugna que no tiene que ver necesariamente con las construcciones religiosas. Desde el ateísmo pueden entenderse sin problemas conceptos como «amor», «dignidad», «justicia», «institución», «solidaridad», «empatía», «compromiso», «sacrificio», «aceptación», «valentía», «respeto», «humildad», «trascendencia». Solo un ignorante limita el ateísmo a conceptos como «pragmatismo», «egoísmo» o «inmoralidad». Ser ateo no es «estar perdido» ni «ser un oportunista». Es no necesitar un intermediario para amar al prójimo.

No considero que haya que acabar con las religiones, ni mucho menos prohibirlas porque sean innecesarias. Cada uno cree en lo que estima oportuno. Pero apoyarse en ellas para construir un mundo mejor —y, desde luego, exigir que tengan una constante presencia incluso entre quienes no las comparten— me parece completamente superfluo e incluso nocivo, por las implicaciones e inercias que arrastran y que pueden superarse. Si por medios institucionales y personales —que casi todos podemos emplear— alcanzamos fines éticos —que todos podemos compartir—, ¿por qué exigir que se haga desde otros mundos?

Creo firmemente que debemos estudiar religiones, incorporar al ateísmo todo aquello que han aportado y que tanto bien han hecho por las personas. Es una locura dejar de estudiar las religiones y despreciarlas. Es contrario al propio concepto de humanidad y un acto de ignorancia despreciar lo que puedan enseñarnos un imán o un rabino sobre los problemas humanos. Por el contrario, ¿debemos aceptar que sus enseñanzas solo pueden ser defendidas desde construcciones míticas aún tomadas como reales? Innecesario y peligroso.

Construir una sociedad desde conceptos como «superioridad innata», «privilegios», «desprecio al débil», «resignación» o «sumisión» es lo que debemos desechar. Resulta muy difícil, por no decir imposible, sostener y mejorar esta sociedad sin tales vicios mientras lo hagamos depender de instituciones y obligaciones religiosas. La respuesta al caos y a la vacuidad no es la imposición ni la proyección indemostrable. Es la empatía, es la institución como fuerza orientadora, es la comprensión, el análisis, la aceptación de la realidad material, la proyección cuidadosa a partir de los modelos propuestos por el arte y por la filosofía.

Fui catequista cuatro años. Fui educado por franciscanos, cuya filosofía ha aportado algunas de las más hermosas miradas al mundo que he conocido. Mi familia es muy católica y, por supuesto, excelentes personas. Por ello y por muchos más motivos, sé que muchísimas personas religiosas en España —sacerdotes o no— hacen un gran trabajo día a día, un trabajo con el que ayudan a que el mundo sea mejor. No se trata de permitirles o no seguir, sino de construir junto a ellos cuanto esté en nuestras manos. Se trata de respetarnos mutuamente.

Sin embargo, no debe aceptarse que la base por la cual llegan a sus buenas acciones sea potenciada ni tomada como verdad desde las instituciones laicas. Demos medallas a personas o grupos de personas, sean sacerdotes, órdenes religiosas, ONGs o, por supuesto, ateos. Las personas son modelo de comportamiento. Las construcciones míticas son símbolos literarios no compartidos, mediante las cuales canalizar, proyectar, representar modelos éticos. Desde el ateísmo, solo son herramientas. No tiene sentido poner una medalla a una herramienta, mientras hay personas a las que apoyar. La institución —la universidad, el municipio, el Estado, el juzgado— debe quedar por encima de las creencias de cada cual y premiar tan solo comportamientos de personas, pues hay muchísimas, muchísimas personas ateas o religiosas con nombres y apellidos que necesitan urgentemente medallas, reconocimiento público, recursos materiales y emocionales.

¿Se quiere apoyar a una comunidad, entender el sentir de una población, empatizar con ella? ¿Se quiere demostrar que no se desprecia a nadie por su religión? Habrá un sacerdote o una congregación a quien agradecer o apoyar sus esfuerzos.

Somos una comunidad. Busquemos qué nos une desde modelos éticos que todos podamos compartir.