La homeopatía y el viejo topo

La homeopatía y el viejo topo

El problema central de la ciencia en la democracia es que la distribución de bienes de conocimiento, pero también de responsabilidades por los efectos, es opaca, compleja, difícil de representar en una topografía de las autoridades cognitivas y de las responsabilidades sociales. Nuestras sociedades no tienen problemas con emitir opiniones y juicios, pero no aceptan con la misma facilidad la asignación de responsabilidades.

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Imagen: ISTOCK

Al hilo de los debates en los tiempos que corren, se oyen por ahí y por allá voces y escritos que tratan de configurar un estereotipo según el cual la izquierda sería mayoritariamente anticientífica, para lo cual se aducen diversos ejemplos de iniciativas a favor o en contra de cuestiones que parecen estar claras en la comunidad científica, pero que están menos claras en la opinión pública: homeopatía, organismos genéticamente modificados (OGM) o antenas de repetición de señales de telefonía serían los casos presentados con asiduidad. No diré nada sobre las ciencias sociales, porque la acusación de ignorancia de los funcionamientos de la economía es tan reiterada como trabajoso resulta probar su limpieza de sangre en la España barroca.

No se le oculta a nadie que el estereotipo forma parte de una larga disputa por la definición y apropiación del contorno de la izquierda. Habría un estereotipo en el que el cientificismo y anticlericalismo serían señas constitutivas de la izquierda y otro, que habría nacido ya en los movimientos contraculturales de los años sesenta del siglo pasado, en el que la izquierda alternativa tendría que ser resistente al complejo económico-científico-militar. En las últimas décadas del siglo pasado, estuvo muy de moda este debate en lo que se llamó las "guerras de la cultura". Felizmente estamos en otros momentos, pero, quizá por eso, lo que fueron debates expertos hace años ahora son puros lemas periodísticos. Ya dijo Mafalda, sabia siempre, que no había que confundir las líneas políticas con los garabatos ideológicos (es el mejor resumen que jamás he leído de la filosofía de Gramsci)

Sería una estupidez responder con un argumento tu quoque que presentase casos de expresidentes de Gobierno conservadores escribiendo contra la antropogénesis del cambio climático, defendiendo la conciencia de óvulos fecundados o argumentando que la Teoría de la Evolución no es más que una hipótesis. El señor repartió la estupidez usando una gaussiana y cayó por igual en todas partes. No es ésta la forma de responder ante la creación de un estereotipo. Hay que profundizar, por el contrario, en la lógica por la que las cuestiones científicas y técnicas se han convertido en parte insoslayable de nuestras políticas públicas. Sería, además, inútil, porque el debate no es con las ideologías conservadoras sino que es permanente en la definición de nuevos modelos de sociedad.

Algunas veces, las controversias científicas dividen las conciencias y actitudes. Ha pasado en todas las épocas. A veces, la controversia es ideológica, pero se refugia en el argumento científico. Así, por ejemplo, pocos se declaran creacionistas científicos en estos tiempos, sino que plantean la pregunta de si las cadenas de aminoácidos autorreplicantes y dextrógiras podrían haber nacido por azar. Que la estrategia sea similar a la de Cuarto Milenio, insinuando misterios en las pirámides no obvia, sino todo lo contrario, que haya que entrar en argumentos científicos para responder a preguntas insidiosas.

El problema no es quién es de derechas o izquierdas, sino si estamos dispuestos a distribuir con justicia las responsabilidades que implica el conocimiento.

Muchas otras veces, sin embargo, y es aquí donde están las cuestiones fundamentales, se disfrazan de controversias científicas lo que no son sino estrategias diferentes de cómo organizar la sociedad. Aquí se producen las cegueras más resistentes y peligrosas. Se categoriza al otro como estúpido sin aceptar que los contextos donde se produce la controversia son complejos e implican muchos más puntos de vista que el de los expertos en una disciplina.

Pongamos un ejemplo imaginario: supongamos que discutimos la legalidad de la comercialización de semillas de maíz por parte de grandes empresas de producción y distribución especializadas en OGM. Imaginemos que fuese un país como México (lo tomo como un país imaginario como hipótesis), donde el maíz fuese un elemento central tanto en la economía como en la alimentación del país. Supongamos que una cierta semilla, con todos los controles éticamente permisibles, es autorizada. Supongamos que los cultivadores descubren que esa semilla es mucho más rentable bajo muchos parámetros de decisión (resistencia a plagas, producción, distribución...). Supongamos que, una vez debatido, se acepta su distribución y que, al cabo de varias generaciones, ha logrado desplazar a las docenas de variedades que componían la dieta popular de las clases populares. Supongamos que ese país se enriquece con la venta en el mercado mundial de sus productos. Supongamos, sin embargo, que la pérdida de variedad de productos transforma radicalmente la dieta de una parte sustancial de la población (digamos, de ochenta millones sobre los ciento y pico millones) de modo que el maíz comienza a ser sustituido por otros productos más modernos que producen un aumento dramático de la obesidad, de los problemas cardiovasculares... Supongamos todo eso. ¿Cuál sería el contexto de discusión sobre los OGM y el viejo debate social? Porque muchas decisiones científicamente asentadas pueden tener consecuencias sociales de las que los expertos no se hacen responsables.

El problema central de la ciencia en la democracia es que la distribución de bienes de conocimiento, pero también de responsabilidades por los efectos, es opaca, compleja, difícil de representar en una topografía de las autoridades cognitivas y de las responsabilidades sociales. Nuestras sociedades no tienen problemas con emitir opiniones y juicios, pero no aceptan con la misma facilidad la asignación de responsabilidades.

Entremos en una era en la que la mutua concesión de autoridad en el conocimiento implique un reconocimiento mutuo de las responsabilidades. ¿Está preparada la clase científica para este juego? ¿Lo está la clase política? ¿Alguien apuesta por la izquierda y la derecha? O tal vez por una de esas cuestiones que llamamos "transversalidad". El problema no es quién es de derechas o izquierdas, sino si estamos dispuestos a distribuir con justicia las responsabilidades que implica el conocimiento.