Al fin un Gobierno

Al fin un Gobierno

Para que se aprueben leyes y mejore la educación -que conduzca a la ciudadanía- hace falta la existencia de un Gobierno. Y si el presidente a investir es un sujeto reacio a las reformas y hábil como pocos en sortear presiones y rivales, al menos carecerá de mayoría absoluta y deberá negociarlo todo.

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Foto: EFE

Concluido el aparatoso Comité Federal del PSOE y conocedor del estado supremo de debilidad en que se encontraba este partido, Rajoy ordenaba la semana pasada a sus particulares elementos de presa a practicar las "dentelladas secas y calientes" de las que hablara el poeta Miguel Hernández. El PSOE debería garantizar al PP al menos dos presupuestos de estabilidad si quería evitar las elecciones, dirían los populares. Semejante despropósito habrá inducido sin duda un grado de tensión adicional al curso de los acontecimientos que ni siquiera el actual inquilino en situación de prórroga en el Palacio de la Moncloa podría resistir por más tiempo. Los 137 escaños de hoy, los que obtuviera eventualmente de más en las terceras elecciones repetidas obtendrían un elevado precio que pagar: el del ejército de los contrarios que ascendería en ese caso a todos los diputados que no figuraran en las listas del PP, conduciendo así a nuestro país al punto de no retorno de la ingobernabilidad, que no se resolvería sino con la condición, por supuesto, de la renuncia del de Pontevedra.

Fue por eso seguramente por lo que el presidente en funciones detuvo en seco a sus gentes y pronunció las palabras sabias que debieran haber sido expresadas desde el primer día: no pondré condiciones, gobernaré haciéndome ganar el favor del Congreso. Un cambio de ciento ochenta grados que permitirá que arranque definitivamente la legislatura.

Rajoy ganará así una investidura que muy pocos le pronosticaban en diciembre de 2015 y que se mantendrá durante el tiempo que le permita la oposición y que el presidente investido quiera. Armado a partir de entonces del decreto de disolución, Rajoy dispondrá del poder que los primeros ministros de la época de la Restauración demandaban con insistencia del rey Alfonso XIII. Obtenido éste, organizaban a su antojo las elecciones por el procedimiento del "encasillado", y el Parlamento se parecía como una gota de agua a otra al que había diseñado el ministro de la Gobernación desde la Puerta del Sol.

La política no consiste en elegir el terreno de juego ni la personalidad de los rivales. Es un fango en el que es preciso chapotear para conseguir algún resultado que ofrecer al país.

Es cierto que los cacicatos de entonces no se corresponden a los de hoy, pero tampoco deja de ser menos cierto que las redes clientelares de hogaño no dejan malparadas a las tejidas antaño por ese conjunto de gobernadores civiles, alcaldes y propietarios rurales. Cambian los tiempos, mudan los protagonistas y las elecciones son más limpias, pero no definitivamente ausentes de coacción subliminal. Habrá desaparecido la partida de la porra o la compra de los votos, pero los partidos que ganan en sus municipios, provincias y regiones se mantienen década tras década, con independencia de su gestión, de sus corruptelas o del mayor o menor carisma de sus dirigentes.

Esa es la España que todavía deberemos reformar, convirtiendo el sistema político en un terreno más amplio de juego y educando a los españoles para que adquieran de una forma real su condición de ciudadanos, que es hoy -todavía en muchos casos- una cuestión meramente nominal.

Pero todo eso se consigue con el doble procedimiento de los cambios legales y del ejemplo. Ejemplaridad y corrupción constituyen pulsiones paralelas, y solo conocemos en abundancia de las primeras. Pero también existen en nuestro país gobernantes honrados, respetuosos con el dinero de los contribuyentes y que dedican su tiempo a cambio de ninguna retribución económica, solo recompensada por la satisfacción que proporciona el trabajo bien hecho y el aprecio de sus conciudadanos.

Para que se aprueben leyes y mejore la educación -que conduzca a la ciudadanía- hace falta la existencia de un Gobierno. Y si el presidente a investir es un sujeto reacio a las reformas y hábil como pocos en sortear presiones y rivales, al menos carecerá de mayoría absoluta y deberá negociarlo todo.

La política no consiste en elegir el terreno de juego ni la personalidad de los rivales. Es un fango en el que es preciso chapotear para conseguir algún resultado que ofrecer al país. Pero eso es la política. Y si el canciller Bismarck decía que no había que conocer ni el proceso de fabricación de las salchichas ni el de elaboración de las leyes, podríamos añadir hoy que de la negociación política uno habrá que atenerse a lo que se consiga, y no a los componentes de la transacción.