De perros y cerebros

De perros y cerebros

El perro no construye en su cerebro abstractos o ideas conscientes. El perro no tiene conciencia de lo que huele, ni oye, ni ve, pues su conducta opera por mecanismos inconscientes. Un perro delante de un espejo ladra al perro que ve reflejado, como si fuera un perro extraño. Y nunca aprende a reconocerse en el espejo, por mucho tiempo que pase delante.

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Se vienen publicando casos, desde luego excepcionales, de perros capaces de entender el significado de las palabras. Uno de ellos, por ejemplo, señala que si el perro está rodeado de múltiples objetos y escucha la palabra "silla", se acerca y se sube a ella. Y algo similar ocurre con cualquier otro objeto que se encuentre en la sala y que sea nombrado; por ejemplo, si se dice "pelota", el perro la busca y la coge con la boca. Y la pregunta es ¿Ha entendido el perro, conscientemente, el abstracto, la idea y el significado de silla o pelota? No, es la respuesta. Y lo que sustenta esta afirmación es irrefutable. De lo que sabemos hoy en Neurociencia, la corteza cerebral de estos animales no alberga los circuitos neuronales distribuidos que posibiliten ni el proceso de abstracción por el cual se crean las ideas conscientes ni, consecuentemente, la posibilidad de decodificar su significado.

¿Qué podría entonces explicar estas conductas? Sin duda, los mecanismos neuronales de la emoción como vehículo inconsciente pero eficaz de comunicación. La emoción es un proceso universal de transmitir información entre los mamíferos, y ambos, el perro y el ser humano, lo son. Los procesos que llevan a ello en el perro comienzan por los sentidos del oído y del olfato, y menos por el de la visión. Es a través de ellos que se pueden adquirir muchos matices del mundo sensorial. Por ejemplo, los perros pueden captar un rango de tonos y sobretonos mucho más amplio al que puede captar un ser humano. El espectro de frecuencias (sonidos) que capta un perro alcanza hasta los 50.000 Hz, comparado a los 20.000 Hz del ser humano. Ello permite entender que el perro sea capaz de captar los muchos matices sonoros que se emiten con las palabras y que son luego filtrados por el cerebro emocional (sistema límbico) [Francisco Mora. El Reloj de la Sabiduría. Tiempos y espacios en el cerebro humano. Alianza Editorial 2008). Y es por esto que con un número limitado de objetos y previa experiencia y aprendizaje -sin lo cual no podría explicarse- estos animales identifican (aprenden por asociación sonido-objeto) cuál es el objeto al que nos estamos refiriendo. A todo ello habría que añadir que, particularmente el perro, es un animal con una larga relación con los seres humanos, lo que ha debido permitirle alcanzar, con ese lenguaje emocional del que estamos hablando (particularmente en este caso a través de los sonidos) equivalencias con muchos de los significados abstractos de las palabras. Ahí reside la inteligencia del perro.

Pero hay muchos más apuntes y matices, como por ejemplo, la organización tanto anatómica como funcional del cerebro del perro comparado con el del ser humano. En este aspecto (y otros muchos) la organización del cerebro del hombre y del perro difieren de una manera considerable. Solo en el olfato, cabría decir que las áreas del cerebro olfativo de los seres humanos, en proporción al volumen cerebral total, son mucho mas pequeñas que la de los perros. De hecho, son áreas casi rudimentarias. La capacidad olfativa del perro es enorme comparada con la del ser humano. Piénsese que un perro tiene una mucosa olfativa que se extiende más allá de los setenta centímetros cuadrados y contiene más de 120 millones de receptores olfativos, mientras que la del hombre solo tiene una superficie de cinco centímetros cuadrados y unos 10 millones de estos receptores. El cerebro olfativo del perro es tan altamente discriminatorio que puede distinguir claramente apenas unas pocas moléculas químicas en el aire. Precisamente ello ha hecho que se vengan utilizando estos animales para detectar a través del olfato determinados cánceres de vejiga en los seres humanos.

Frente a todo esto, el cerebro visual del perro es muy pobre comparado con del hombre. Sus áreas visuales son en extremo pequeñas comparadas con las del ser humano. Y como curiosidad, cabría añadir que la mayoría de las especies de perros no ven en color, y sólo algunas son dicromáticas. Son animales casi ciegos para los colores. Sin embargo, por la composición celular de sus retinas, son enormemente capaces de captar el contraste blanco-negro; y en particular, en movimiento, con lo que distinguen con precisión las formas de los objetos u animales. Esto nos lleva a la idea de que son animales que construyen su percepción del mundo a través de estímulos olfativos y sonoros más que visuales; lo opuesto al hombre. Y lo que definitivamente es más relevante es que el perro no construye en su cerebro abstractos o ideas conscientes. El perro no tiene conciencia de lo que huele, ni oye, ni ve, pues su conducta opera por mecanismos inconscientes. Ni tampoco, por supuesto, tiene autoconciencia. Es decir, conciencia de sí mismo. Un perro delante de un espejo ladra al perro que ve reflejado, como si fuera un perro extraño. Y nunca aprende a reconocerse en el espejo, por mucho tiempo que pase delante. Un chimpancé, aunque sea -como de hecho ocurre- muy rudimentariamente, sí lo hace; y un delfín y un elefante, también. En cualquier caso, creo que todas estas disquisiciones acerca de las emociones, los sentimientos y los mecanismos cerebrales que marcan la diferencia entre el hombre y los perros y que hemos venido exponiendo en estos tres últimos posts, han podido ser interesantes, pero al tiempo también suficientes para cerrar este capítulo acerca del hombre y posiblemente uno de sus mejores amigos.

Francisco Mora es autor del libro ¿Es posible una cultura sin miedo? (Alianza Editorial)