Destinos improbables: Georgia, tras las huellas de Stalin

Destinos improbables: Georgia, tras las huellas de Stalin

Hay países que pocas veces aparecen en los titulares de periódicos. Si ese país se llama Georgia, la mayoría de la gente cree que hablas de un estado de EEUU y los pocos que no lo hacen tampoco logran situarlo en el mapa, metiéndolo en el borroso saco de las repúblicas asiáticas exsoviéticas.

Hay países que pocas veces aparecen en los titulares de periódicos. Si ese país se llama Georgia, la mayoría de la gente cree que hablas de un estado de EEUU y los pocos que no lo hacen tampoco logran situarlo en el mapa, metiéndolo en el borroso saco de las repúblicas asiáticas exsoviéticas. Por no ser noticia, Georgia ni siquiera lo ha sido cuando hace cuatro años por estas fechas fue escenario de la guerra de Osetia del Sur, que le enfrentó a sus todopoderosos vecinos rusos. Entre las vacaciones y la inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín, no se enteró nadie. Probablemente eso era lo que buscaba el astuto Putín, que no da puntada sin hilo. Tampoco será noticia que este año, cuando se cumplen sesenta años de la muerte de su más célebre y temido paisano.

Visité Tbilisi por primera vez en 1975. Más allá de la mezcla entre oriental y europea de la ciudad y su aroma sorprendentemente mediterráneo, lo que más me impactó fue ver una gran estatua de Stalin en la principal avenida de la ciudad. Por aquel entonces el bigotudo dictador había desaparecido del resto de la Unión Soviética. Oficialmente era como si no hubiese existido, había sido borrado de las fotos, de los libros, de las películas. Sin embargo, seguía vigilando desafiante a los viandantes de la coqueta Avenida Rustaveli. A los pies de esta estatua murieron en 1956 más de cien estudiantes que se manifestaban contra la política de desestalinización de Khruschev, defendiendo el honor de la bota que les había aplastado durante treinta años. Porque el camarada de los bigotes no había regateado a su tierra natal la medicina que aplicaba en el resto de la Unión Soviética: de eso se había encargado personalmente otro ilustre paisano, Beria.

Hoy ya no existe la estatua de Stalin en Rustaveli, pero la memoria del dictador sigue viva entre los georgianos; muchos de los mayores lo asocian llenos de nostalgia con la estabilidad de las épocas soviéticas y para muchos jóvenes se ha convertido en una especie de ícono punk. La meca de estos sentimientos encontrados está en Gori, situada a apenas 60 kilómetros de la capital y ciudad natal del dictador, donde se encuentra su museo; allí llegamos una lluviosa tarde de domingo con Dimitri, el conductor que hemos contratado en Tbilisi y que quiere acompañarnos en esta visita que él nunca ha realizado.

El anterior Gobierno, rabiosamente anti ruso, pensaba cerrar este gran mausoleo del más puro gótico socialista, pero las tornas políticas han cambiado y el Ayuntamiento ya pide que vuelva a ponerse en pie el gran monumento de Stalin que presidía la plaza central de la ciudad. También hay planes para reacondicionar el museo. Buena falta que le hace. A juzgar por la luz mortecina que nos recibe, da la sensación de que allí no se ha cambiado una bombilla desde la caída del muro. Tampoco parece que haya dinero para calefacción, porque en el interior del edificio hace mucho más frío que en la calle, como si quisieran crionizar el recuerdo de Stalin del mismo modo que las leyendas urbanas dicen que se encuentra el cuerpo de Walt Disney. Siete euros; la entrada del museo es carísima para un país donde el 90% de sus habitantes gana menos de 400 euros al mes, imagino que para desanimar al visitante local.

El día de mi visita solo hay rusos y algún americano que no deja de recordarnos en voz alta las barbaridades del zar rojo. Con desidia soviética, la guía nos indica que subamos por una gran escalera de mármol a la parte superior del edificio donde nos esperan algunos cuadros que representan a Stalin de niño, mostrando una determinación y una cara de mala leche que ya deberían causar estragos en el patio del colegio. La guía, sin abandonar un tono monótono que invitaría a una siesta si no hiciera tanto frío, nos advierte que las autoridades han decidido dejar el contenido del museo tal como estaba cuando fue construido en los años 50, sin puntualizar el contexto histórico ni señalar las tropelías variadas del gran genio del mal; algo así como si en Alemania nos enseñaran una exposición dedicada a Hitler como salvador de la patria. No parece una decisión ideológica sino más bien económica, según nos anuncian algunas humedades de las paredes.

La primera parte de la exposición nos muestra el ascenso de Koba, el conspirador, a la sala de mando del Kremlin. En ninguna de ellas aparecen la multitud de compañeros de viaje que hizo pasar por la túrmix. Más adelante vemos los muebles de su despacho, los uniformes, que nos recuerdan que apenas medía 1,60 de estatura, y hasta sus celebres pipas. En una gran sala oval reposa su máscara mortuoria, seguida de otra con los más disparatados regalos hechos al dictador, desde sus obras completas escritas en un grano de arroz a un jarrón de cuatro metros con su cara, pasando por un precioso abrigo de marta cibelina.

Después descendemos de nuevo la escalera de mármol y salimos fuera del edificio. Allí, cubierto con un templete del más puro neoclasicismo soviético, está la humilde choza de madera y ladrillo de adobe donde nació Stalin. En las fotos de los años cincuenta vemos a enormes colas de personas esperando para visitar este portal de belén comunista pero hoy apenas somos cuatro gatos los que miramos la toalla llena de agujeros del Zar rojo en una de las vitrinas.

En el patio que lleva a la salida está la última escala de la visita, su impresionante vagón de tren personal, en el que realizaba todos sus viajes debido a su miedo a volar. En él asistió a las conferencias de Yalta y Potsdam, donde se embolsó la mitad de Europa. La tienda de souvenirs es más bien pobre, con apenas unos posavasos, unas cerrillas y un par de camisetas cutres con la cara del dictador. Deberían contratar un consultor de Lourdes o Fátima y completar un poco los ingresos con un merchandising decente. Quizá así podrían encender de vez en cuando la calefacción.

Sigue lloviendo y a la carrera llegamos al coche. Dimitri, nuestro conductor, no ha abierto la boca durante la visita. Le pregunto su opinión sobre el museo. "No sé, muchos quieren aun a Stalin", me dice con cara de aburrido. "Mi mejor amigo es un fanático de él, tiene la casa llena con sus fotos. A mí la verdad es que todo esto me parece de otro siglo". Buscando la salida de la ciudad, pasamos por alguna de las zonas bombardeadas en la guerra de 2008. Gori está a solo siete kilómetros de Osetia del sur y los tanques rusos la ocuparon durante cerca de quince días durante aquel mes de agosto. Ya en la autopista para Tbilisi, Dimitri vuelve a hablar: "Ahora que pienso, a mi abuelo lo deportó Stalin en la purga del 37. Y a mi tío también. Nunca más los volvimos a ver". A veces de tanto verse obligados a olvidar, a la gente se le pasan estos pequeños detalles sin importancia. Para que luego digan algunos que visitar museos no sirve para nada.