Voten a quien quieran, pero voten

Voten a quien quieran, pero voten

Las elecciones generales de este 20 de diciembre son, por varios motivos, las más importantes de la historia de la democracia española. Primero, porque el Gobierno que salga de las urnas deberá rematar la salida de una crisis que, pese a lo que defienda Mariano Rajoy, aún queda lejana. Segundo, y más importante, porque ha de ser ese Ejecutivo, en solitario o en coalición, el que deba reconstruir una España que, a día de hoy, está hecha unos zorros.

Las elecciones generales de este 20 de diciembre son, por varios motivos, las más importantes de la historia de la democracia española. Primero, porque el Gobierno que salga de las urnas deberá rematar la salida de una crisis que, pese a lo que defienda Mariano Rajoy, aún queda lejana. Segundo, y más importante, porque ha de ser ese Ejecutivo, en solitario o en coalición, el que deba reconstruir una España que, a día de hoy, está hecha unos zorros.

Vivimos en un país con un problema extraordinario de convivencia --Cataluña y, ahora en menor medida, País Vasco-- cuya única solución pasa por la diplomacia y el sentido de Estado. Somos más desiguales: buena parte de la clase media ha pasado a ser clase baja, mientras una clase alta cada vez más rica se ha mantenido inalterada. Estamos menos protegidos, víctimas de una minuciosa y calculada demolición del Estado del Bienestar a la que hemos asistido con asombrosa indiferencia. Nos sentimos más vulnerables y menos defendidos por unos gobiernos desbordados ante la locura del Daesh.

Somos, en fin, más desconfiados: creemos que algo tiene que cambiar, que los problemas no se pueden solucionar de la misma forma que se han resuelto en las últimas cuatro décadas. Las estructuras políticas que han monopolizado la España democrática --con el bipartidismo como elemento principal--, amenaza derrumbe. Ya nada puede ser igual.

Esa es la teoría: todos somos conscientes de que España está enferma y necesita un desfibrilador que la revitalice. Pero nos falta llevar esa teoría a la práctica, que como ciudadanos de una democracia parlamentaria pasa por algo tan sencillo como acudir este domingo a las urnas.

Estas semanas he recibido varias llamadas de amigos con la misma pregunta: "¿A quién voto?". A todos les he respondido con la misma franqueza: tengo mi opinión, pero la opción política que considero mejor no tiene por qué ser la mejor para los demás. Ahora bien, sí tengo claro que este domingo hay que votar.

Me ha sorprendido cómo muchas de esas personas, desasosegadas por el sentido de su voto, me confesaban pocos minutos después que no tenían tan claro que fuesen al colegio electoral. "Depende de cómo se me dé el día", aducían con cierto punto de desapego. El voto es un derecho, pero también deberíamos implantarlo en nuestra conciencia cívica como una obligación. Una democracia sana y exigente requiere de una ciudadanía comprometida y preocupada por el futuro de su país. Y eso se refleja en el voto. Ni más ni menos.

Un voto, eso sí, que no sea consecuencia de un impulso de última hora, sino razonado y razonable según el pensamiento de cada uno. Por eso no tendría demasiado sentido que alguien votase a Mariano Rajoy por la bofetada que le propinó un desgraciado el pasado miércoles; o que se decantase por Albert Rivera o Pedro Sánchez por ser guapos. O por Pablo Iglesias porque es un tipo que sale mucho en la televisión. Deberíamos estar muy por encima de eso.

Debemos exigirnos el mismo nivel de calidad democrática que reclamamos a nuestros políticos, tantas veces denostados de forma tan injusta. Tendríamos --aún estamos a tiempo-- que leer los programas electorales y someternos a un examen de conciencia con preguntas como qué tipo de país queremos; a qué tipo de educación, de sanidad, de Estado, de convivencia, de transparencia, de calidad ética (y muchas veces estética) aspiramos. Y una vez resueltas estas cuestiones, ir a votar.

No nos jugamos poco en estas elecciones. Sólo tomándonos en serio a nosotros mismos podremos tomar en serio el país en el que vivimos.