Todas somos egipcias

Todas somos egipcias

Cuando Tahrir se convirtió en el centro del mundo, las mujeres participaron para luchar por un futuro digno. Poco después eran invitadas a volver a sus casas y seguir apoyando la revolución desde allí, ocupándose si acaso de llevar la comida a los acampados y de cuidarles en caso de necesitar atención médica.

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Las manifestantes esgrimían cuchillos en las manos y gritaban: "¡Inténtalo de nuevo y te rompemos el brazo! ¡La calle es nuestra! ¡Pan, Libertad, Dignidad para las egipcias!" No se trataba, sin embargo, de energúmenas desquiciadas en busca de problemas, sino de mujeres de todo tipo y condición, jóvenes y mayores, veladas y no veladas, con niños y sin ellos, que decidieron unir sus voces para reclamar el simple derecho de salir a la calle sin sentirse permanentemente amenazadas, sin ser agredidas física o verbalmente. Fue el pasado mes de febrero y el detonante había sido la veintena de ataques violentos a mujeres denunciados durante la celebración del segundo aniversario de la revolución que lanzó el despertar árabe en Egipto y acabó expulsando del poder a Hosni Mubarak.

En aquel momento, cuando la Plaza de Tahrir se convirtió durante unas semanas en el centro del mundo, las mujeres participaron, mano a mano con los hombres, para luchar por un futuro digno. Para Occidente, era el símbolo de que un nuevo orden comenzaba realmente. Sin embargo, en medio de la euforia y la expectación generales pronto surgieron algunas noticias preocupantes, como la violenta agresión sufrida por Lara Logan, una periodista del canal de televisión americano ABC. Poco después comenzaron a saltar otras alertas: las mujeres eran invitadas a volver a sus casas y seguir apoyando la revolución desde allí, ocupándose si acaso de llevar la comida a los acampados y de cuidarles en caso de necesitar atención médica.

Desde entonces, la violencia contra ellas ha ido en aumento y se ha hecho más visible. Precisamente Tahrir y sus alrededores se han convertido en lugar sin ley para cualquier mujer que se aventure a pasar por allí, sobre todo de noche, sobre todo en medio de o a raíz de cualquier manifestación. A finales de 2011 las imágenes de la chica del "sujetador azul", siendo brutalmente arrastrada y pataleada por la policía, dio la vuelta al mundo y generó una oleada de protestas.

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Foto: REUTERS.

Durante el mandato de los militares (de febrero de 2011 hasta junio de 2012) hubo múltiples denuncias de "pruebas de virginidad" a las que eran sometidas mujeres detenidas durante las manifestaciones, además de vejaciones de todo tipo. Pero la situación no ha mejorado con el Gobierno islamista. Los ataques de grupos de hombres se han convertido en algo habitual en cualquier concentración. Son muchos los relatos de cómo son acorraladas, separadas a la fuerza de sus acompañantes -incluso si son hombres-, sus ropas arrancadas y ellas violentadas bajo un sinfín de manos voraces y anónimas; algunas son violadas. En la del 25 de enero pasado una mujer sufrió heridas de arma blanca en sus genitales.

Existe, por otra parte, la sospecha de que esta violencia está siendo organizada e instrumentalizada para intimidar y disuadir a las mujeres de participar en las protestas, y deslegitimar su presencia en la esfera pública. Es más, funcionarios de diferente rango han acusado abiertamente a las mujeres de ser ellas las que provocan la violencia, simplemente por el hecho de manifestarse en medio de hombres.

En realidad, el acoso sexual no es nuevo en Egipto. El 99,3% de las mujeres egipcias declaran haberlo sufrido, ya sea verbal o físico. La complejidad de sus consecuencias y la lucha contra el silencio que lo rodea fue llevada al cine en la película El Cairo 678 poco antes de la revolución. Algunos creen que es algo tan inherente a la cultura masculina egipcia que es imposible luchar contra ello, lo que no deja de ser un reflejo, en gran medida, de la brecha entre hombres y mujeres en aquel país: Egipto figura en el puesto 123 entre 135 países en el índice de desigualdad entre géneros del World Economic Forum.

A lo tradicional de la situación se han unido los temores, confirmados paulatinamente, a las implicaciones de una creciente islamización de la sociedad y de la política con la llegada de los Hermanos Musulmanes al poder. La cuota femenina del 12% de representación parlamentaria introducida por Mubarak fue abolida por las nuevas autoridades. Hoy no llega al 2%. Además, la nueva Constitución no reconoce explícitamente la igualdad de géneros y sí otorga en diversos lugares un papel a la mujer como sostén de la familia dentro de la moralidad islámica. El hecho de que la sharía sea la base de inspiración del nuevo texto constitucional ha elevado la preocupación de las mujeres que aspiran a los mismos derechos que los hombres. Más controvertida si cabe es la legislación que volvería a permitir el matrimonio a partir de los 13 años, en lugar de a los 18, como ahora. La ablación, practicada a tres cuartas partes de las niñas egipcias, es considerada por el Gobierno islamista como una mera cuestión de familia.

Pero si la violencia es algo tradicional, ¿qué es lo que ha cambiado? "Lo que ha cambiado es la impunidad", afirma Nuria Tesón, una periodista española afincada en Egipto que ha organizado recientemente en Madrid unas jornadas y una exposición fotográfica, El alma del mundo, para dar a conocer la realidad en aquel país. En la sesión En pie de guerra: Mujeres en el nuevo Egipto, participaron además Jordi Baltá, coordinador de programas sobre Norte de África de Amnistía Internacional, y Leil Zahra Mortada, artista y feminista árabe y miembro de Words of Women from the Egyptian revolution. A mí me tocó hacer un recorrido sobre cómo los medios occidentales habían reflejado el papel de las mujeres desde la revolución de 2011.

La impunidad se manifiesta en la inacción de las fuerzas de seguridad -que incluso han participado directamente en agresiones-. Se escudan, a menudo, en que son los propios revolucionarios los que han declarado Tahrir zona libre de policía y no les dejan entrar en la plaza. Se manifiesta también en la indiferencia del Gobierno, aunque el clamor tras los acontecimientos de enero ha llevado al presidente Morsi a declarar que se reforzará la legislación para criminalizar el acoso sexual. Pero nadie cree que, llegado el caso, se aplicará eficazmente, ni mucho menos que sirva para cambiar actitudes ni cultura. Sin ir más lejos, el ministro de Información ha recibido ya diversas denuncias por comentarios más que subidos de tono a varias periodistas, en público y en directo, generando de paso un escándalo internacional, sin que ello le haya movido a expresar siquiera una disculpa pública.

Aunque algo sí está cambiando. En los últimos meses, y más tras el 25 de enero, algunas de las mujeres atacadas se han atrevido a denunciarlo públicamente, incluso en los medios de comunicación. En un país en el que el tabú en estos temas llega hasta el punto de que las enfermeras que atienden a las atacadas les recomiendan a éstas no decir nada para salvaguardar su reputación, el dar la cara para contar lo que les ha sucedido es un paso más que importante. Junto a ellas, también surgen cada día más grupos de activistas, como Op-Anti Sexual Harrassment, Bussy Project o el Nazra Institute for Feminist Studies.

Desde esta otra orilla lo mínimo que se puede hacer es dar voz, en la medida de nuestras posibilidades, a todas esas mujeres que defienden algo tan básico como tener los mismos derechos que los hombres, para empezar por el más básico, el de salir a la calle.