El oficio más antiguo de la Humanidad

El oficio más antiguo de la Humanidad

Siempre he sentido un gran respeto por las personas que llevan sobre sus hombros la importantísima tarea de dirigir la enseñanza pública. Pero últimamente, a la vista del maltrato que está recibiendo de sus principales responsables, empiezo a pensar que quizá no tengan el sueño tan ligero como yo pensaba.

Hace alrededor de dos millones de años ocurrió algo insólito en los más de 3500 millones de años de historia de la vida en el planeta: un individuo comenzó a dirigir el aprendizaje por imitación de otros miembros de su especie. Es imposible saber cómo y cuándo ocurrió exactamente, pero lo cierto es que hace 1,8 millones de años los primeros humanos desarrollaron una técnica de talla de la piedra lo suficientemente compleja como para que no pudiera ser aprendida por simple imitación y requiriese el concurso de un elemento revolucionario en la historia del aprendizaje animal: el primer profesor (o profesora). La aparición del aprendizaje dirigido supuso un hito trascendental en la historia de la evolución humana pues catalizó y optimizó las capacidades de aprender y de transmitir los conocimientos en los que se basa el comportamiento inteligente. Desde entonces, el papel de los enseñantes ha sido trascendental en el desarrollo del nicho ecológico del ser humano: la Cultura.

En los fósiles humanos del yacimiento de la Sima de los Huesos, en la burgalesa Sierra de Atapuerca, se encuentran las primeras evidencias de otra de las conductas que pueden calificarse como característicamente humanas. Hace alrededor de medio millón de años, un anciano con graves dificultades para caminar y una niña con retraso en sus capacidades psicomotrices pudieron sobrevivir durante años, a pesar de su discapacidad, gracias a la solidaridad y el cariño de los otros miembros del grupo que cuidaron de ellos. Ayudar, consolar y curar se encuentran también entre las primeras señas de identidad del comportamiento característicamente humano.

Mucho tiempo después, hace alrededor de 10.000 años, los humanos fueron capaces de producir sistemáticamente alimentos, merced a la invención de la agricultura y de la ganadería. Por primera vez en la historia, se produjeron más alimentos de los necesarios y fue posible acumular los excedentes. Nacieron entonces las sociedades complejas y con ellas los primeros administradores del bien común, que pasaron a ocupar una posición destacada y a gozar de honores y privilegios. La riqueza se distribuyó de manera dispar y surgieron las castas y clases sociales. Y también apareció entonces una nueva actividad que continúa floreciente en nuestros días: el tráfico de carne humana para el trabajo, la guerra y el sexo.

Más allá de los extraordinarios cambios que han acontecido a lo largo de la historia de la Humanidad, hay algo que no ha cambiado en todo ese tiempo: no hay nada que nos podamos llevar de este mundo pero es mucho lo que podemos dejar en él. No somos otra cosa que eslabones de una larguísima cadena. Hemos recibido todo lo que tenemos de los que vivieron antes de nosotros y nuestra misión es transmitir ese patrimonio, incrementado, a los que vienen detrás. No somos los dueños de la Tierra, sino que la recibimos de nuestros padres y la tenemos en usufructo para pasársela a nuestros hijos. Como los componentes de un equipo de relevos, tenemos la misión de llevar el testigo de nuestros padres hasta nuestros hijos. La deuda de gratitud que hemos contraído con nuestros Mayores debe ser pagada, con intereses, con los siguientes.

Es el conocimiento acumulado durante cientos de generaciones el testigo que pasamos de una generación a otra. Asegurarse de que esa transmisión se realice de la mejor manera posible se encuentra entre las más graves responsabilidades de cada generación. El conocimiento no es patrimonio de unos pocos y debemos asegurarnos que llegue a todos, porque es el mejor instrumento para asegurar la igualdad y la libertad de las personas. Por ello, conseguir y garantizar la mejor educación pública posible debe estar entre las primeras preocupaciones de los administradores del bien común.

Siempre he sentido un gran respeto por las personas que llevan sobre sus hombros la importantísima tarea de dirigir la enseñanza pública y pensaba que les resultaría muy difícil conciliar el sueño si cada noche no estaban convencidos de haber hecho todo lo posible para asegurar que la mejor educación posible esté al alcance de todos. Pero últimamente, a la vista del maltrato que la enseñanza pública está recibiendo de sus principales responsables, empiezo a pensar que quizá no tengan el sueño tan ligero como yo pensaba.

De lo que no me cabe ninguna duda es de la dedicación y la profesionalidad de mis compañeras y compañeros docentes de todos los niveles, cuyo esfuerzo y vocación están constituyendo el parapeto que defiende a esa anciana y hermosa dama que llamamos Enseñanza. Para ellos y ellas, con mi respeto y admiración, un beso y un abrazo.