Nunca hemos sido modernos

Nunca hemos sido modernos

Nos creíamos modernos porque teníamos una sanidad que daba envidia y porque presumíamos de consumo en nuevas tecnologías, porque eran muchos los que llevaban sus hijos a la Universidad y por otras muchas cosas más. Nos lo creímos. Y ya no nos creemos ni a nosotros mismos.

Nunca hemos sido modernos es el título de una obra del pensador francés Bruno Latour, que tuvo buena acogida hace un cuarto de siglo en campos como la filosofía o la sociología de la ciencia. Pero aquí viene el título para vuelos más intelectuales más bajos. Aparece como una percepción extendida entre los españoles a la hora de representar la crisis económica y, sobre todo, de representarse a sí mismos.

Una percepción colectivamente culpable que viene a decir que nos habíamos creído en la cima de la modernidad; pero que era una ilusión sin realidad, porque seguíamos radicados en nuestros ancestrales y atávicos vicios comunitarios y comunitaristas. Nos creíamos modernos porque teníamos una sanidad que daba envidia y porque presumíamos de consumo en nuevas tecnologías, porque eran muchos los que llevaban sus hijos a la Universidad y por otras muchas cosas más. Pero día a día se suceden los síntomas de que tales manifestaciones ocultaban un fondo de inmovilismo. Como si una realidad reprimida por mucho tiempo por los juegos ficticios de lo imaginario volviera con toda su rabia a ponernos en nuestro sitio.

Los informes de la OCDE sobre los resultados de nuestro sistema educativo, tanto para escolares (informe PISA), como para adultos, nos dejan detrás de los países avanzados y, aunque sea poca la distancia de quienes nos preceden, la agrandamos hasta hacerla inalcanzable (o para rendirnos sin fuerza para resistir a la reforma/deforma educativa de Wert, como parece derivarse de la estrategia de comunicación: datos de informe -sin poder conocer el informe a fondo- que preceden a la discusión parlamentaria de la propuesta legislativa de tal reforma/deforma). Antes fue la serie de noticias sobre corrupción, aquí, allá y por todos los lados. Más tarde, uno de los buques insignias de la pretendida modernidad, los bancos, hacía agua por todos lados. Hasta tuvo que venir el nuevo Mr. Marshall disfrazado de Angela Merkel para rescatarlos. Un sistema financiero, el español, que secularmente ha cangrenado nuestra economía. Siguieron las trampas del dopaje deportivo. Después, la paletada de la candidatura olímpica. Nos creíamos modernos; pero seguíamos siendo perezosos, pícaros, tramposos y más locales que los personajes del humorista José Mota.

Hace treinta y un años, los socialistas de Felipe González ganaron con un eslogan que proponía el cambio y la modernidad. Y nos lo creímos. Ahora la depresión de la crisis se pone de anteojeras para verlo todo negativo. Y ya no nos creemos ni a nosotros mismos.

Los modernos parecen ser todos los otros. Los que invierten en educación e investigación y los que tienen un sistema productivo eficaz. Una modernidad que ahora se quiere volver a alcanzar; mientras nos cuestionamos si nos podíamos permitir esas señas de modernidad, como una sanidad pública ejemplar y un sistema educativo que buscaba la igualdad. Pero no nos equivoquemos, pues la lógica de la modernidad es hacernos ver que nunca somos suficientemente modernos. Y esto es lo que nos mueve. Esto es lo que debe movernos de cara al futuro. Como nos movió en el pasado, cuando se consiguieron cotas de bienes que nadie nos regaló y que claro que nos lo podíamos permitir. Nos lo habíamos ganado. Ahora toca, como siempre, ganarse el día de mañana. Fuimos modernos y precisamente porque queremos ser modernos, somos modernos. Aun cuanto el Gobierno del PP quiera devolvernos a la era del fundamentalismo religioso y que, por ello, dejemos de ser modernos, con leyes de orden educativo y de educación para el orden que recuerdan a muy viejos tiempos.