La madrugada del lunes en Ciudad de México

La madrugada del lunes en Ciudad de México

Te han dicho que la calle es peligrosa. Te han dicho que la noche es peligrosa. Que los riesgos de encarar lo público se intensifican con la oscuridad y la soledad. Y tal vez tienen razón, o tal vez no tanto, o tal vez tienen razón ante determinadas circunstancias. Y tal vez eso es parte del encanto: sales a ver la ciudad que, por alguna razón, no deberías ver. ¿Cómo se ve esa ciudad?

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Foto: JOSÉ IGNACIO LANZAGORTA

Son las 3:30, tal vez 4:00 am, de un lunes. El que no ha terminado aún la jornada del día anterior, confundido o por principio, le sigue llamando "domingo" a ese momento. Es difícil encontrarse a cualquier otra persona en las calles. Sobre todo con ese chipi-chipi. Pero en caso de toparse con otro extrañado paseante, o quizás a los despachadores de un camión de Coca-Cola que surten alguna de esas tiendas de 24 horas, o a alguna valiente que sale a ejercitarse a esas horas, un saludo que diga "buenos días" resulta perturbador. No es todavía el alba. Es la noche. La más profunda de las noches. Y todavía es domingo. Con ese aire entre nostálgico y angustiado.

Hay una serie de pequeños desafíos en salir a caminar por las calles de la ciudad la madrugada de un lunes. Y cada uno se siente como una placentera victoria cuya subversión tiene mucho de dionisíaco. Te han dicho que la calle es peligrosa. Te han dicho que la noche es peligrosa. Que los riesgos de encarar lo público se intensifican con la oscuridad y la soledad. Y tal vez tienen razón, o tal vez no tanto, o tal vez tienen razón ante determinadas circunstancias. Y tal vez eso es parte del encanto: sales a ver la ciudad que, por alguna razón, no deberías ver. ¿Cómo se ve esa ciudad?

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Foto: JOSÉ IGNACIO LANZAGORTA

La primera respuesta, de tan obvia, es chocante: vacía, claro está. Y al final, no tanto. En las zonas residenciales, el silencio es tan sepulcral, que cualquier cuerpo que se aproxima en la calle se siente peligroso. Uno piensa, tal vez, que en los recovecos oscuros que dejan la entrada de unas oficinas, o de algún cajero bancario, o unas jardineras, se puede ocultar el asaltante. La mirada y la audición se vuelven sumamente agudas. La curiosidad por el que se cruza con uno es mayor: ¿quién es esta persona? ¿Me amenaza? ¿Es alguien igual que yo? ¿Estará trabajando? ¡¿Por qué diablos está aquí, a estas horas?!

"¡Buenas noches!", "¡Buenos días!" -según el ánimo o confusión matinal-. De pronto, en la ciudad pasa algo que, si no fuera porque en realidad puede pasar unas dos o tres madrugadas por semana, se siente nada habitual: puede surgir una especie de comunidad solo a partir de compartir la calle mientras otros duermen. Es tal vez el único horario en el que la ciudad se convierte en un pequeño pueblo donde todos se saludan.

Es como entrar a un elevador en un edificio público: no todos lo hacen, pero lo cortés es saludar. Al final, se comparte un espacio casi privado, una proximidad espacial y temporal que invita a intimar. Eso pasa con la calle en la madrugada del lunes: íntima, genera complicidades, se siente extrañamente privada dentro de su publicidad. El anonimato que tanto celebran los clásicos del pensamiento urbano se acentúa tanto como se desmorona: puedes ser quien quieras, pero tendrás toda la atención de los que están.

El lunes no llega en tanto no amanezca o uno no decida dormir. Pero es inevitable que esa ciudad se extinga por completo. Como esa fantasía de nunca poder descubrir cómo los juguetes cobran vida mientras duermes.

Uno puede seguir la ruta por los barrios residenciales. Los guardias de seguridad de edificios o calles cerradas, si están despiertos, dejarán la monotonía de los televisores con los que se espantan el sueño y el aburrimiento para examinar al transeúnte que pasa frente a sus ojos: ¿es un vecino del edificio? ¿Es un indigente? ¿Es un ladrón? ¿Quién diablos es? Un automovilista deja en su domicilio a su acompañante. Se despiden afectuosamente. ¿Serán amantes?

Y luego están los intersticios de las madrugadas. Esas cafeterías de 24 horas en zonas donde dicen que la ciudad nunca duerme, pero al menos sí queda medio atolondrada. Qué tal la Churrería del Moro o el café de la Pagoda en el centro histórico. Tal vez por la calle de Donceles o en el Eje Central uno escuche la música de un bar que ha bajado la cortina, pero su fiesta sigue. Conforme uno se acerca a Garibaldi, los borrachos se multiplican: San Camilito está abierto con un par de lugares prestos a ofrecer, sobre todo a los turistas, un pozole. La madrugada de lunes se evapora: podría ser -casi- cualquier otro día.

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Foto: Churrería del Moro

En la Zona Rosa, el Sanborns de Amberes y Londres están los mismos comensales de siempre que pasan la noche ahí, revolviendo un mal café, estudiando, esperando. De pronto, mezclándose con el ruido de quienes salen de una fiesta en alguno de los muchos bares que abrieron sus puertas esa noche de domingo. Una Casa de Toño. Un California. Unos tacos. Todos refugios de muchos despiertos que de día no se ven.

El lunes no llega en tanto no amanezca o uno no decida dormir. Pero es inevitable que esa ciudad se extinga por completo. Como esa fantasía de nunca poder descubrir cómo los juguetes cobran vida mientras duermes. Puedes esperar a la madrugada del martes y será parecida, pero seguramente no será lo mismo. Ni qué decir del miércoles o de la jueves. Pero son las del viernes, sábado y del domingo, que la ciudad se plasma de las regularidades de los despiertos. Es difícil encontrar en ellas esa intimidad, esa complicidad, ese raro mundo urbano efímero.

Este post fue publicado originalmente en la edición mexicana de 'El Huffington Post'