Capítulo XXXIII: La esclava

Capítulo XXXIII: La esclava

Lacoste estaba bastante nervioso. Normal, por otro lado, teniendo en cuenta la audiencia que tenía. Los matones no se habían movido de su sitio. Seguían de pie, junto a la entrada del salón, mirando fijamente al lagarto con cara de pocos amigos.

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Mister Proper regresa a la casa del cocodrilo de Lacoste y se encuentra con un espectáculo dantesco: el novio del lagarto, el polista de Ralph Lauren yace muerto, empalado con su propio palo de polo. Tendido junto a él, el reptil llora amargamente. Poco después, aparecen unos sicarios y acusan a Lacoste de ser él realmente el que había pagado la droga con billetes falsos. Éste dice que todo ha sido una invención de Conguito, su criado, y se dispone a contar una historia para demostrárselo.

- Lo que os voy a contar sucedió hace mucho tiempo, ¿vale? -Lacoste estaba bastante nervioso. Normal, por otro lado, teniendo en cuenta la audiencia que tenía. El Celta, repantigado en el sofá, se acababa de encender el enésimo pitillo y observaba al reptil con una sonrisa irónica en la cara mientras se limpiaba la roña de las uñas con la punta de su espada. Los matones no se habían movido de su sitio. Seguían de pie, junto a la entrada del salón, mirando fijamente al lagarto con cara de pocos amigos. Por su parte, Mister Proper, oculto tras la puerta, se preguntaba qué nueva sarta de mentiras se habría inventado aquel desgraciado.

- Fue a mediados del siglo XIX, al sur de Estados Unidos -comenzó el cocodrilo-, o sea, una época como que súper dura, os lo juro, con la esclavitud y todo eso. Mi tatarabuelo vivía por entonces allí, en una ciénaga ideal de la muerte en Luisiana, dentro de una gran finca dedicada al cultivo del algodón. En aquella plantación trabajaba también como esclavo el tatarabuelo de Conguito, con su mujer y su hijo recién nacido. Ella, por lo que cuentan, era un bombón, un bombón de color chocolate sin leche, claro, por eso la llamaban Negrita. Bueno, pues el caso es que al dueño de aquella hacienda como que le ponía mucho la tal Negrita y decidió que se la quería tirar. Pero por lo que se ve, a ella, o sea, como que no le molaba mucho la idea y no hacía más que darle calabazas. Pero él no se rendía. Intentó todo tipo de artimañas para seducirla, os lo juro, pero no hubo manera. Y al final, se hartó. En aquellos tiempos, la gente era como que muy obstinada para esas cosas y parece que aquel tío urdió un plan súper maquiavélico. Pidió al capataz de la plantación que se inventara cualquier pretexto para retener a Conguito durante toda la noche. Así, sabiendo que tendría el terreno libre, se juntó con unos cuantos amigotes terratenientes y apareció en el barracón de Negrita. Esta vez, no se molestó en pedir permiso, o sea, la cogieron, se la llevaron al bosque y se la follaron repetidas veces entre todos. Bueno, no tan repetidas, que ya eran bastante talluditos y la viagra todavía no había sido inventada.

Digamos que una vez cada uno, pero el caso es que la dejaron hecha unos zorros. La pobre chica, que a pesar de que era, bueno ya sabéis, negra, tenía su orgullo, no pudo soportar aquella humillación. Decidió que después de haber sido deshonrada de aquella manera, la vida ya no tenía sentido, y no se le ocurrió otra forma de quitarse la vida que arrojarse a la charca de mi tatarabuelo. Os lo juro. A él, como que no le iba mucho la carne humana, o sea, pero ese año había una sequía terrible y la comida escaseaba, llevaba un mes sobreviviendo a base de ranas y tritones, así que al ver aquel bocadito tan tierno, no se lo pensó dos veces y se la zampó. Cuando a la noche siguiente, después de haber trabajado casi treinta y seis horas seguidas, Conguito volvió a casa y encontró solo al bebé llorando desconsolado, se temió lo peor. Salió a la calle como loco, gritando el nombre de su amada, o sea. La buscó por todas partes y finalmente dio con ella, bueno, o sea, con lo que quedaba de ella. Y allí mismo, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón de odio, juró vengarse de los asesinos de Negrita. Juró ante la cabeza ensangrentada de su mujer, que mataría a todos cuantos habían participado en aquel horrible crimen. A ellos y a sus hijos. Y a los hijos de sus hijos. Y a los hijos de los hijos de sus hijos. Así hasta el fin de los tiempos. Y claro, metió en el paquete a mi tatarabuelo, que no tenía culpa de nada. Por eso Conguito estaba aquí, trabajando en mi casa. Llevaba años buscándome para cumplir con la tradición familiar. Podía haberme matado sin más, pero decidió que haría algo aún más cruel y retorcido. Se inventó esa patraña sobre mí y esos billetes falsos, porque sabía que vosotros vendríais a por mí y me haríais mucho más daño del que él sería capaz de hacer...

- Oye, en eso no iba desencaminado, ¿verdad chicos? -comentó el Celta jovial, guiñando un ojo a sus herméticos subalternos.

- Esa es la historia -continuó Lacoste, tragando saliva- si hubiera descubierto antes los planes de mi criado, nada de esto habría ocurrido. Te lo juro, Celta, o sea. Yo no he hecho nada. Si hacéis caso a las palabras de ese inmigrante de mierda, estaréis cometiendo una terrible injusticia, o sea, y lo que es más importante, echando a perder a uno de vuestros compradores más fieles... te lo juro.

El cocodrilo acabó su discurso y todos se quedaron en silencio durante unos instantes. Mister Proper, desde su escondite en la escalera, se preguntaba si el lagarto habría convencido al Celta con aquella historia. Si era así y conseguía salir indemne, se prometió que sería él mismo quien se encargaría de ajusticiarle.

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