Tranvía llamado cambio

Tranvía llamado cambio

Muchos de quienes prestaron su voto a Podemos tendrán también su momento para ponerle nota -pasándole la factura- a quienes han impedido que un tranvía llamado cambio, el que debía haber desalojado al PP de la Moncloa desde fines de diciembre, no haya llegado todavía a la siguiente estación. Con la que soñaban millones que confiaron en ellos.

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¿Hay alguien en el PSOE que no viva la experiencia de amistades y familiares que, habiendo votado socialista en el pasado, hayan votado a Podemos en las elecciones del 20-D? ¿Hay alguien entre nosotros que no tenga un hermano, una hija, una sobrina, un amigo, con quien se hayan compartido valores y posiciones durante años, y que en los últimos tiempos se muestre desanimado o enfadado a la hora de votarnos?

He planteado esta pregunta porque nos enfrenta al mismo tiempo con varias verdades incómodas. La primera, que, a pesar de la autocrítica y enmienda de yerros reconocidos por el PSOE tras perder el Gobierno en 2011, muchos antiguos votantes nos retiraron su confianza con un malestar perdurable. No ha desaparecido siquiera ante el daño causado por lo que luego vino, esa aplastante hegemonía de una derecha implacable que ha impuesto su ajuste de cuentas contra el modelo de derechos y prestaciones sociales en el que nunca creyó. Segunda, que el ascenso de Podemos no se debe exclusivamente a una movilización de antiguos abstencionistas sino también a una abultada confederación de cabreos que buscan no tanto soluciones inmediatas y satisfactorias a sus preocupaciones cuanto golpear donde duele a quienes hayamos tenido responsabilidad de Gobierno. Incluido este PSOE que se esfuerza en sostener el liderazgo de la izquierda, única alternativa frente a esa derecha ferozmente antisocial a la que la mayoría rechaza según todas las encuestas. Y tercera, ¡que Podemos no ha emergido para colaborar en una alternativa de izquierda encabezada por el PSOE... sino para desplazarle de todas las carreteras, empleando para ello una estrategia de poder -y un lenguaje expresamente derogatorio y ofensivo contra nuestra identidad- que en ningún modo pasaba por investir un presidente socialista!

Viene todo esto a propósito de las lecciones aprendidas, a palos, a partir la aritmética diabólica del 20-D, marcadas todavía hoy por la insoportable permanencia de una situación concebida por la Constitución para ser sólo transitoria: la de un Gobierno en funciones, que sigue siendo del PP. Porque enviar al PP a la oposición debía haber sido aquel día -y aquella noche- el objetivo común, nuclear y compartido, de todas las fuerzas que acudimos a la cita electoral con un mensaje de cambio. Y un imperativo político para los que se reclaman de izquierdas y posiciones progresistas.

PP y Podemos parecen, a la vista de todos, haberse abandonado a sendos pilotos automáticos irónicamente concurrentes en el resultado al que abocan: sin haberse molestado procesar los mensajes del 20-D, han permanecido instalados en el modo electoral.

El bloqueo que la política española ha padecido desde entonces ha cronificado hasta límites nunca antes explorados la incapacidad de Rajoy para emprender ninguna acción dirimente ante una crisis (pues de inacción se trata). Así ha prolongado la vigencia de sus contrarreformas más devastadoras, todas ellas resultantes de otros tantos atropellos, obradas sistemáticamente o por Decreto Ley o por Leyes Orgánicas impuestas a martillo y fuego bajo la apisonadora de su mayoría absoluta. Y ha extendido la agonía de millones de hogares donde se sufre exclusión, pobreza, marginación, sin ingreso alguno en casa, heridos por el paro de larga duración y la inempleabilidad de despedidos mayores de 52 años, por la precariedad y, a ratos, por un empleo sin derechos y salarios tan insuficientes como para sustentar la nueva categoría de trabajadores pobres en un entorno social de desigualdades extremas.

De modo que el PP comparece como el "partido más votado" (por la resiliencia rocosa de su electorado más basal, contrastadamente inmune a la carcoma de escándalos), y al mismo tiempo el partido que más rechazo suscita (¡más del 60% manifiesta en las encuestas que "nunca votaría al PP"!). Un dato que en sí bastaría para movilizar a millones de indecisos. Pero, para pasar esa página y abrir paso de una vez el 26-J a un Gobierno de cambio, lo primero y principal es que haya, de una vez, Gobierno. Un Gobierno para España. Ni el cambio de rumbo europeo, ni la cuestión territorial pueden esperar ya más.

Ante unos resultados marcados por la persistente ausencia de mayorías claras (a la derecha e izquierda) en el arco del Congreso, la única fórmula posible será una candidatura a la Presidencia que demuestre ser capaz de hablar de algo con alguien. Tendiendo puentes en cada conversación. Mostrándose dispuesto a acordar. El PSOE y su candidato, Pedro Sánchez, ya han mostrado esa textura precisa para despejar una ecuación ciertamente enrevesada.

Por contra, PP y Podemos parecen, a la vista de todos, haberse abandonado a sendos pilotos automáticos irónicamente concurrentes en el resultado al que abocan: sin haberse molestado procesar los mensajes del 20-D, han permanecido instalados en el modo electoral. El PP, en su ilusión de que la desmoralización de muchos votantes de izquierda realce su posición en otra oportunidad de conservar el poder con el que tanto daño han hecho. Podemos, porque después de haber advertido contra un fantasmal "pacto oculto del PP con el PSOE". ¡Son ellos quienes acabaron votando con el PP contra la investidura de un presidente socialista! No es cierto, nunca lo ha sido, que ningún programa máximo (su "cielo tomado al asalto") impida apoyar el mayor bien posible para los más posibles... por más que resulte evidente que las urnas no autoricen a reclamar lo mejor, sin ninguna concesión, para ninguno de los que muevan ficha en este tablero.

Durante seis meses tremendos, el PSOE se ha movido con la sobriedad y modestia propias de un ejercicio de realismo democrático, forzado a reconocer la dificultad del empeño, a asumir su coste y a responder de sus costes. No está escrito todavía que la ciudadanía vaya a recompensar a quienes hayan frustrado una ventana abierta a un cambio. Por contra, muchos de quienes prestaron su voto a Podemos tendrán también su momento para ponerle nota -pasándole la factura- a quienes han impedido que un tranvía llamado cambio, el que debía haber desalojado al PP de la Moncloa desde fines de diciembre, no haya llegado todavía a la siguiente estación. Con la que soñaban millones que confiaron en ellos.

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Licenciado en Derecho por la Universidad de Granada con premio extraordinario, Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, becario de la Fundación Príncipe de Asturias en EE.UU, Máster en Derecho y Diplomacia por la Fletcher School of Law and Diplomacy (Tufts University, Boston, Massasachussetts), y Doctor en Derecho por la Universidad de Bolonia, con premio extraordinario. Desde 1993 ocupa la Cátedra de Derecho Constitucional en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Es, además, titular de la Cátedra Jean Monnet de Derecho e Integración Europea desde 1999 y autor de una docena de libros. En 2000 fue elegido diputado por la provincia de Las Palmas y reelegido en 2004 y 2008 como cabeza de lista a la cámara baja de España. Desde 2004 a febrero 2007 fue ministro de Justicia en el primer Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. En octubre de 2007 fue elegido Secretario general del PSC-PSOE, cargo que mantuvo hasta 2010. En el año 2009 encabezó la lista del PSOE para las elecciones europeas. Desde entonces hasta 2014 presidió la Delegación Socialista Española y ocupó la presidencia de la Comisión de Libertades Civiles, Justicia y Asuntos de Interior en el Parlamento Europeo. En 2010 fue nombrado vicepresidente del Partido Socialista Europeo (PSE).