Lo que la corona de Letizia grita

Lo que la corona de Letizia grita

La excusa era la visita del presidente argentino. Pero el poder del símbolo de esa tiara, un poder que la reina sabe manejar a la perfección y con el que manda callados y jamás confirmados mensajes, fue más allá.

GTRESONLINE

Una corona es una corona: un poco de metal (normalmente noble) con unas cuantas piedras (normalmente nobles) y, quizá, algo de tela (normalmente noble también). Un símbolo de estatus, de poder, de altura e importancia, de distinción y de superioridad. En fin: un símbolo. Cargado de significado, que para eso están los símbolos. Pero no: los reyes de hoy no llevan coronas. A veces llevan bandas o collares, pero no coronas.

Pero Letizia el miércoles se plantó la corona. Ahora se llama tiara, sí, pero para ella fue toda una corona. Un poco de metal, platino, con unas cuantas muchas piedras tan nobles como lo pueden ser los diamantes. Un mucho de símbolo. Letizia se colocó sobre la cabeza, por primera vez en sus casi tres años como reina, una joya de pasar, de las que pertenecen a las reinas y solo a las reinas. A las infantas, si eso, se les presta. Pero, mientras viva, esas joyas son de ella. Y, quizá, en un futuro, de su hija.

Mil días. Mil días se cumplirán el domingo 26 de febrero desde que Juan Carlos I anunció que se bajaba del trono para que subieran los siguientes, el 2 de junio de 2014. Mil días ha tardado Letizia en meter la llave y abrir el joyero de las reinas, y en plantarse tres piezas históricas: un par de pendientes, otro par de pulseras y una corona, perdón, tiara, la de la Flor de Lis. La más importante que puede llevar una reina de España. La más simbólica. La más grande. La que está remachada con las flores de los Borbones. La que llevó Victoria Eugenia desde su boda hasta la de su hija mayor (la lució en la gala previa al enlace de la infanta Pilar, un año antes de morir, en una de sus últimas grandes apariciones). La que María de las Mercedes, madre de Juan Carlos, se plantó para la coronación de Isabel II de Inglaterra. La que la reina Sofía no lució hasta 1983 y que se puso, por última vez, en la última cena de su esposo como rey. La tiara grande. La corona.

La excusa era la visita del presidente argentino, la primera gran cena de gala desde 2015. Pero no. Se la pudo haber puesto en el 75º cumpleaños de la reina Margarita de Dinamarca, pero ahí optó por algo más discreto (la situación económica tampoco daba para grandes fastos) y personal: estrenar la que le regaló Felipe, que llevaba seis años en un cajón, por su quinto aniversario de casados. Pero ahora el momento era, ya sí, apto para algo así. De hecho, era el adecuado.

Algunos dicen que quería eclipsar a Juliana Awada, la estilosa esposa de Mauricio Macri. Cualquier puñado de brillantes lo hubiera conseguido. Probablemente el poder del símbolo de esa tiara, un poder que la reina sabe manejar a la perfección y con el que manda callados y jamás confirmados mensajes, fue más allá. España, quizá, salga del bache. Pero la etapa más oscura de la monarquía ha pasado, estamos bien, ya podemos sonreír, lucirnos, ser reyes con corona parece querer contarnos Letizia. Que su cuñado el innombrable está condenado. Que la justicia manda, que ella es la reina y su marido, el rey. Que la cárcel, al menos el martes por la noche, es una opción, aunque la alegría ha tardado poco en desvanecerse. Esa tiara, ese símbolo que está para contarnos todo con la boca bien cerrada, quería gritar que se acabó. O, más bien, que todo acaba de empezar.