Refugiados: una distopía en el centro de Europa

Refugiados: una distopía en el centro de Europa

Las personas que dan vida a este campamento improvisado de Bruselas son una muestra más de la Europa solidaria que no aparece en la propaganda institucional ni en los vibrantes y a la postre vacíos discursos de Juncker. Como también lo son las iniciativas de acogida que por todo el continente impulsan distintos municipios y que van camino de convertirse en un primer cordón humanitario sustitutivo de las lentitudes ministeriales.

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Imagen del campo de refugiados frente al Ministerio de Asuntos Exteriores belga en Bruselas. REUTERS

El pasado jueves pude visitar, junto con la eurodiputada sueca Malin Björk y varios integrantes del movimiento belga de solidaridad con los migrantes, un campo de refugiados en el mismo centro financiero de Bruselas. La imagen no podía ser más paradigmática de la situación que vive hoy Europa: cientos de refugiados viviendo en un improvisado campamento, sin apoyo de las instituciones y con el único respaldo de la ciudadanía, mientras esperan a que se resuelvan sus peticiones de asilo en el edificio ministerial situado justo en frente, rodeado de otros rascacielos que conforman esta city financiera. Un campamento situado a escasos kilómetros de las sedes centrales de la Comisión Europea y del Consejo. Este último acogió hace dos días a los 28 ministros de Interior de la UE que, finalmente, llegaron a un acuerdo sobre la propuesta de la Comisión de ampliar en 120.000 el número de refugiados a reubicar.

Un campamento rodeado de lujosos edificios financieros y ministeriales: no se me ocurre mejor imagen para retratar la distopía en la que se está convirtiendo el sueño europeo.

Un acuerdo cargado de letra pequeña, de tiras y aflojas y desprovisto del consenso y de la altura de miras que correspondería al movimiento migratorio más grande de las últimas décadas. Pero que, en cualquier caso, destaca sobre todo por su lentitud, insuficiencia y voluntarismo. Destaca y, sobre todo, contrasta con la rapidez, exhaustividad y obligatoriedad de las intervenciones europeas cuando de lo que se trata es de rescatar a bancos, y no a personas, como en este caso.

Contrasta con el carácter vinculante, urgente y ambicioso del Pacto de Estabilidad Presupuestaria o de las políticas de austeridad. El mismo contraste obsceno entre la capacidad económica y la voluntad política de esta Europa a la que le sangran las fronteras.

Visitamos el campo de refugiados precisamente una hora después de votar en el Parlamento Europeo una moción extraordinaria de apoyo a esa propuesta de la Comisión de aumentar las cuotas de refugiados y de repartirlas según la capacidad de absorción de los Estados miembros. Todo un pleno europarlamentario adoptando una resolución por mayoría cualificada para ver luego cómo esa supuesta voluntad popular europea se estrella contra los egoísmos nacionales y los intereses electorales en clave estatal. Esta incapacidad del Parlamento para coordinar e imponer a los distintos Estados que conforman la Unión una política común en un tema tan básico como el respeto y garantía de los Derechos Humanos demuestra una vez más las carencias democráticas y soberanas del actual proyecto europeo. ¿De qué Unión estamos hablando cuando su órgano legislativo, el único elegido directamente por la ciudadanía europea, se limita a ser un lobby más dentro del entramado de la eurocracia de Bruselas?

Pero afortunadamente Europa no es solo la UE, esta UE. También son las y los voluntarios de la plataforma ciudadana Refugiados Bienvenidos o los integrantes de la Coordinadora de Organizaciones de Sin Papeles que dan vida a este campamento. Migrantes en situación irregular residentes en Bruselas desde hace tiempo y que no solo no miran con recelo a los recién llegados ni se esconden por miedo a ser identificados y detenidos, sino que dan la cara y se arremangan porque entienden mejor que nadie que la lucha de las y los refugiados es también su lucha. Una misma lucha. Y que desde el primer día se han encargado de la intendencia de la cocina y del comedor gratuito de un campamento que cuenta también con una enfermería, una despensa, un almacén de ropa y material para los refugiados donado por los vecinos de la zona e incluso una escuela improvisada donde algunos profesores de escuelas de los alrededores están empezando a llevar a sus alumnos a modo de intercambio oficioso con los niños y niñas del campo. Porque no hacen falta becas Erasmus para que la solidaridad de los de abajo se ponga en marcha.

Las personas que dan vida a este campamento improvisado son una muestra más de la Europa solidaria que no aparece en la propaganda institucional ni en los vibrantes y a la postre vacíos discursos de Juncker.

Un campamento donde, desde la auto-organización, personas anónimas dan respuesta y llegan allí donde las instituciones públicas no aparecen, no por falta de recursos, como nos pretenden hacer creer, sino por falta de ganas. Un campamento rodeado de lujosos edificios financieros y ministeriales. No se me ocurre mejor imagen para retratar la distopía en la que se está convirtiendo el sueño europeo.

Durante la visita, un refugiado sirio, al escucharnos hablar en castellano, se nos acercó inmediatamente. Había estudiado en Madrid años atrás. Luego volvió a Alepo, de donde huyó con su familia al estallar la guerra para refugiarse en un campo de refugiados de Turquía. Desde allí atravesó solo los miles de kilómetros hasta Bélgica, esperando obtener el estatus de refugiado que le permitiese traer posteriormente a sus seis hijos de forma segura, sin exponerles a los riesgos de un viaje donde miles se están dejando la vida. Pero cuando les anunciaron que el reagrupamiento familiar excluía a sus dos hijas mayores, los seis hermanos tomaron juntos el camino que antes había recorrido su padre para, tres meses después, por fin encontrarse con él en Bruselas hace solo unos días. Entre medias, sus hijos fueron golpeados en Hungría para obligarles a que se registrasen allí, y así no pudiesen solicitar el asilo en ningún otro país de la UE, como establece el sinsentido del actual Protocolo de Dublín.

Las personas que, como él, dan vida a este campamento improvisado son una muestra más de la Europa solidaria que no aparece en la propaganda institucional ni en los vibrantes y a la postre vacíos discursos de Juncker. Como también lo son las iniciativas de acogida que por todo el continente impulsan distintos municipios y que van camino de convertirse en un primer cordón humanitario sustitutivo de las lentitudes ministeriales. Pero las respuestas atomizadas no bastan ni nos permitirán desplegar todo su potencial. Ante la desidia o directamente la oposición de los Estados, es fundamental levantar una coordinación desde abajo que pueda conectar tanto las diferentes iniciativas europeas de ciudades refugios, como el trabajo que están realizando las distintas plataformas ciudadanas. No solo para mejorar y optimizar la solidaridad con las personas refugiadas, sino también como palanca de cambio político para construir desde abajo, desde las escalas de Gobierno más cercanas, una Europa diferente a la distopía de la xenofobia y la austeridad. Es el momento de pasar a la ofensiva y comenzar a levantar un plan de rescate ciudadano a partir de estas experiencias de solidaridad y auto-organización.

Y es que no hay que caminar entre alambradas a lo largo de una recóndita frontera ni atravesar un gélido bosque o un peligroso mar para encontrárselo. No. Está ahí mismo, en el centro del centro de Europa. A un paseo de distancia de los mismos organismos que producen la propaganda humanista y humanitaria con la que la UE suele recubrirse para intentar esconder sus miserias, para intentar achicar el agua que ahoga los discursos y las palabras bonitas. Un campo de refugiados en el centro financiero de Bruselas, junto a las sedes de los lobbies, de las multinacionales,  de las ONG. La imagen de las consecuencias de las guerras, la miseria y el expolio llamando a la puerta, al corazón simbólico del proyecto europeo. De tan caricaturesco parece mentira. Pero está ahí. Es real. Y está llamando a nuestra puerta.

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Miguel Urbán es eurodiputado del grupo de la Izquierda y miembro de Anticapitalistas. Forma parte de la comisión de desarrollo, subcomisión de derechos humanos, la delegación para las relaciones con Mercosur y la delegación en la Asamblea Parlamentaria Euro-Latinoamericana. Activista. Ha escrito varios libros sobre la universidad, el movimiento estudiantil, el ascenso de la extrema derecha y la crisis de los refugiados.