Después de treinta años

Después de treinta años

Es una de esas personas que te hacen seguir creyendo en los seres humanos y que te hacen pensar que es posible amar a alguien que no te corresponde sin que el mundo se hunda bajo tus pies porque en definitiva gracias a personas como él la vida es algo que merece la pena.

Treinta años después he vuelto a ver a alguien muy especial en mi vida. Fue compañero mío en el servicio militar y casualmente se llama Marce igual que mi marido. Hace treinta años me enamoré de él como un niño. Ocurrió de manera inconsciente, casi sin darme cuenta, poco a poco y día tras día... Todo comenzó porque él me ayudaba a hacer la cama cuando nos levantábamos por la mañana en literas contiguas, me regalaba el rico y oloroso queso de Cabrales que le enviaba su familia desde Gijón, me obsequiaba los cómics que él se compraba y sobre todo pasábamos horas y horas juntos hablando, paseando, comiendo o tan solo en silencio, sin tan siquiera decirnos nada, sin importarnos el paso de las horas, tan solo el puro disfrute de la mutua compañía. Pocas veces he conocido a alguien con menos sentido de la propiedad que él. "No quiero tener nada", repite como una salmodia y es cierto que es generoso hasta con su tiempo. Y es cierto también que no tiene nada, salvo su familia y el amor de sus amigos. Hicimos juntos la mili en Tarifa durante un año, hace más de treinta años, compartiéndolo todo. Cuando me quise dar cuenta estaba irremediablemente enamorado de él, que era y sigue siendo heterosexual. Pero un heterosexual, una persona, diferente a cualquier otra que haya conocido.

Marce era hace treinta años un veinteañero alto, delgado y con unas mejillas redondeadas, aún tenía pelo en la cabeza. Era un joven dulce y sonriente, pese a las circunstancias que nos tocó vivir. Un chico amable, un buen compañero, siempre dispuesto a ayudar. Treinta años después sigue siendo básicamente igual, pese a haber sufrido más de una traición y a pesar de que el paso del tiempo ha dejado una marca de tristeza en su rostro y ha ensanchado sus manos al infinito, resultado de un duro trabajo físico que le ocupa como mínimo doce horas cada día. Treinta largos años han dejado marcas en sus facciones y en su cuerpo, pero su espíritu sigue idéntico, su humanidad continua inalterada dentro de un cuerpo aún fuerte y acogedor cuando te recibe con un abrazo.

Marce era un hombre -y lo sigue siendo- que quería ser mi amigo y que me quería, a su modo, por encima de todo. Era un hombre que me hubiera defendido hasta de la muerte si hubiera sido necesario. Ahora treinta años después nos hemos vuelto a encontrar y hemos hablado de aquellos duros meses vividos en un desangelado e inhóspito cuartel, casi perdido en la memoria. Con el retrato de Franco colgado en los despachos y unos militares de aire fascista que se creían con derecho a disponer de nuestros cuerpos y de nuestras vidas a su antojo. Y lo hacían. No había nada ni nadie que se lo impidiera. En ese cuartel, construido en el centro de una casi isla -la isla de las Palomas- húmeda y lejana, nos conocimos y nos quisimos, cada uno a su manera. A los pocos días de licenciarme le envié una caja con algunas cosas que entonces eran importantes para mí: unos libros que me gustaban, algunos discos con mi música favorita, objetos personales, una foto mía y unas flores... ahora treinta años después me ha contado que aún guarda esa caja y he tenido que aguantarme las ganas de echarme a llorar. También me ha dicho que soy la única persona que recuerda de aquel tiempo oscuro, de aquel período triste que sólo le provoca dolor a un hombre libre que sin embargo allí tuvo que transigir, como lo hacíamos todos, por puro instinto de supervivencia en un cuartel que se parecía un campo de concentración y en el que se nos trataba como a delincuentes.

Marce, el heterosexual, también me dijo que me quería, que no se había olvidado de mi y que yo había sido una persona importante en su vida. Que no había podido corresponderme como yo habría querido, que lo sentía, pero que su amistad estaría ahí para siempre. Hablamos y a veces nos mantuvimos en silencio mirándonos, intentando comprendernos en el paso del tiempo y entender lo que había sido de nosotros, para finalmente llegar a aceptar todo lo que nos habíamos perdido el uno del otro. Él es una de esas personas que te hacen seguir creyendo en los seres humanos y que te hacen pensar que es posible amar a alguien que no te corresponde sin que el mundo se hunda bajo tus pies porque en definitiva gracias a personas como él la vida es algo que merece la pena. Sólo por estar unos momentos a su lado, sólo por escuchar su voz con ese suave acento del norte, donde las montañas fabrican hombres tiernos y fuertes a la vez, merece la pena haber llegado hasta aquí. Todo al fin para volver a ver a mi amigo. Mi nunca olvidado amigo Marce.