Demanda de democracia

Demanda de democracia

En la transición, el acceso a la democracia se puso por delante de cualquier otro objetivo. No fue un "cueste lo que cueste"; pero si costaba algo, se estaba dispuesto a pagarlo. Lo importante era el acceso a la democracia lo antes posible, pensando que, si bien ésta no solucionaba de un plumazo todos los problemas, era un instrumento adecuado para enfrentarse a ellos.

Desde distintos rincones, hace tiempo que se viene barruntando la necesidad de una segunda transición. Vienen desde la derecha y desde la izquierda. Seguramente el sentido de los intereses de esa segunda transición es opuesto. Pero ambos recogen un generalizado sentimiento de que los frutos de la primera transición española a la democracia están agotados y de que, además, es hora de corregir algunas cosas que no se hicieron del todo bien, ya por las circunstancias, ya por las expectativas, o, volviendo al lenguaje del análisis político materialista, porque fueron el resultado de la relación de fuerzas existente. Sea para renovar, corregir o volver al combate frontal en forma de órdago político, parece que es momento de replanteamientos. Ha de admitirse que el grado de intensidad con que es percibida esa segunda transición es muy variado. Incluso entre los que ven tal necesidad de reformulación, abanderados en un halo de prudencia, una parte relevante de ellos pone por delante la prioridad que tiene la salida de la crisis económica, aconsejando dejar las mudanzas importantes para cuando soplen vientos más favorables.

En todo caso, se extienden las comparaciones entre el contexto histórico que dio pié a la transición a la democracia y la actual situación. Entonces, se recuerda que también había crisis económica -la denominada crisis del petróleo- y que, en nuestro país, la inflación, especialmente, y el desempleo estaban desbocados. Pero había una larga espera que tenía que ser atendida. Era la espera de democracia. La sociedad española no podía perder su cita con la democracia.

El acceso a la democracia se puso por delante de cualquier otro objetivo. Por ello, los sindicatos mayoritarios, con una fuerza social y un capital simbólico de los que jamás han vuelto a disponer, cedieron a sus legítimas pretensiones de un mejor reparto de la riqueza y, sobre todo, de la plusvalía; los partidos republicanos admitieron el juancarlismo; los socialistas aparcaron sus soflamas en pro de la nacionalización de la banca; los nacionalistas dejaron para más adelante sus reivindicaciones étnico-territoriales de soberanía propia. Todos dejaron algo por el camino para, precisamente, devolver la soberanía al pueblo. No fue un "cueste lo que cueste"; pero si costaba algo, se estaba dispuesto a pagarlo. Lo importante era el acceso a la democracia lo antes posible, pensando que, si bien ésta no solucionaba de un plumazo todos los problemas, era un instrumento adecuado para enfrentarse a ellos.

Treinta y cinco años de convivencia en el formato político de la democracia liberal han dado para mucho. Y creo que el balance es positivo, por mucho que sea verdad que haya cosas que arreglar. Estamos en una sociedad más moderna, con todo lo que esto quiere decir de extensión de las expectativas de mejora, de la capacidad crítica o de libertades individuales. También, a pesar de la crisis actual, ha habido una importante transformación en nuestras condiciones materiales: mayores coberturas sociales, mayor riqueza general, mejores infraestructuras, aumento de los niveles de formación, etc. Es cierto que incluso estas mejoras pueden traer nuevas demandas. Eso es a lo que llamo modernidad, que incluye un constante estado de insatisfacción e inconformismo.

También, dirán otros, ha llegado bastante frustración. Desde el principio de la propia transición, se habló de desencanto. Significante que, incluso antes de la propia Constitución de 1978, utilizó Chávarri para titular una de las películas más impactantes del cine español, pues no era sólo una familia lo que ahí se retrataba, sino que estábamos todos. Más recientemente, frustración a paletadas, con esa inacabable sucesión de escándalos vinculados a la corrupción política.

Por ello, ya no nos conformamos con la democracia en sí, con cualquier forma de democracia. No nos conformamos con que la cosa tenga forma o envoltorio de democracia. Por eso se la califica en la demanda actual: democracia real, democracia de todos, democracia para todos. La situación de hoy puede tener cierto parecido a la de hace más de treinta años. Pero la sociedad española no es la misma. Nosotros no somos los mismos. Tal vez más escépticos en nuestras demandas; pero, a la vez, más conscientes del producto que queremos.