'Knock-out game': ¿epidemia criminal?

'Knock-out game': ¿epidemia criminal?

Tal vez lo mejor sea denominarlo epidemia. Aunque sea una epidemia limitada, por lo que sé, a solo unos países como Estados Unidos y España. Se trata de la silenciosa sucesión de agresiones en la calle, sin motivo aparente alguno, que unos jóvenes -y, a veces, no tan jóvenes- llevan a cabo contra pacíficos y distraídos transeúntes, absolutamente desconocidos para los agresores, dejándoles con grandes daños e importantes secuelas.

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Escena de la película La naranja mecánica, de Stanley Kubrick

Llamarlo moda, como lo ha presentado algún medio, es una frivolidad. En cuanto parece regirse por la lógica de la imitación y, sobre todo, por su carácter socialmente patológico, siguiendo el lenguaje centenario de los fundadores de la sociología, tal vez lo mejor sea denominarlo epidemia. Aunque sea una epidemia limitada, por lo que sé, a solo unos países como Estados Unidos y España. Incluso, la exportamos. Se trata de la silenciosa sucesión de agresiones en la calle, sin motivo aparente alguno, sin siquiera mediar palabra, que unos jóvenes -y, a veces, no tan jóvenes- llevan a cabo contra pacíficos y distraídos transeúntes, absolutamente desconocidos para los agresores, dejándoles con grandes daños e importantes secuelas, que muestran a los demás que este juego no es ningún mito urbano o una simple realidad virtual. Daños a veces con huellas vitalicias en el cuerpo. Con huellas irreparables en la memoria de personas que difícilmente volverán a disfrutar de un paseo, como lo habían hecho hasta el momento. La sensación de seguridad -lo que el también sociólogo Anthony Giddens denomina "seguridad ontológica"- desaparece de sus vidas. Pero no solo de las víctimas sino que se deteriora también la sensación de seguridad de todos.

Son ya múltiples los testimonios recogidos sobre estos sucesos, especialmente a través de las víctimas y sus allegados, que se lamentan de su fatalidad y, sobre todo, se indignan ante la impotencia, ya que buena parte de estos actos quedan absolutamente impunes y, lo que tal vez sea peor, sin explicación ni rastro de preocupación por las autoridades. Hasta me entero de que, en Italia, fue detenido este verano un español por llevar a cabo decenas de estas agresiones.

La filosofía, primero, las ciencias sociales, después, se han esforzado en explicar la agresividad y la violencia entre los hombres. Pero, casi siempre, con un motivo más o menos racionalizado detrás: conflictivos intereses por la propiedad, pasiones irrefrenables, una macbethiana ambición por el poder, violencia institucional sobre un chivo expiatorio, violencia celebratoria, etc. El propio Durkheim institucionalizó la sociología a partir de la explicación de una violencia que, aun cuando comprendida, parecía fuera de la razón, como es la violencia del suicidio. Esa violencia tenía explicaciones sociales. ¿Por qué no esta violencia en la que unos individuos agreden sin más -aparentemente- y de manera habitual con armas, como un puño americano, a un desconocido?

El contexto inmediato de tan vil acción tiene dimensiones sociales. Así, aun cuando la agresión la hace habitualmente un individuo, lo hace desde-ante-y-para un grupo de pares. Un grupo que impone, de forma más o menos manifiesta o latente, a uno de sus miembros, el reto de mostrarse despiadado con una víctima azarosamente elegida. El grupo graba la acción en el móvil y sube las imágenes a internet, difundiendo las edificantes imágenes de la agresión por las redes sociales, produciendo así un doble escarnio para la víctima. Si es necesario, ayudan al agresor a dejar inconsciente a la víctima, facilitando su huída. Pero la elección de la víctima tampoco es tan azarosa, aun cuando esté rodeada de fatalidad, estando socialmente mediada: personas, especialmente adolescentes y jóvenes, que parecen estar solos en el momento de la agresión, que andan tan distraídos que no huelen la amenaza que se cierne sobre ellos, miembros de una ingenua y disciplinada clase media que forman esa categoría de los visitantes en localidades turísticas, donde se concentran este tipo de acciones. En Estados Unidos, lugar de nacimiento del juego, se ha llegado a hablar de presencia de implicaciones raciales. Aquí tal vez quepa hablar de odio social.

¿Por qué está sucediendo esto en España, mientras no parece ocurrir en países desarrollados, de nuestro entorno civilizatorio?

¿Por qué está sucediendo esto en España, mientras no parece ocurrir en países desarrollados, de nuestro entorno civilizatorio? Confieso que no comprendo este tipo de actos. Ni desde lo personal, ni desde lo profesional. Pero es desde este segundo nivel desde donde es exigible un mínimo esfuerzo de comprensión. Intentaré desarrollar algunas claves para su explicación, más fruto de la reflexión que de la investigación empírica que requiere el fenómeno. Propongo tres argumentos de carácter contextual, intentado huir de aquellos conceptos que, haciendo una definición civilizatoria del estado de nuestra sociedad, tienden a sobrevolar los asuntos concretos, como ocurre con el concepto de anomia. Tal vez estemos en una sociedad más individualista que hace, por ejemplo, cincuenta años; pero no creo que la explicación se encuentre en una ausencia de normas sociales que atraviese toda la sociedad. Basta con mostrar este tipo de acontecimientos a los demás para observar cómo reciben el rechazo general.

El primero tiene que ver con los actores protagonistas de la agresión. En España, su perfil se configura a partir de características como: jóvenes (entre 16 y 30 años), no ocupados, no estudiando, residiendo en hogares socialmente desestructurados y con bajos ingresos. Es decir, tendríamos al núcleo central y socioestructuralmente más subordinado de esa categoría que asaltó los medios de comunicación hace un lustro y que tanto está preocupando a los países occidentales. Aunque los agresores directos son casi exclusivamente varones, el grupo del que surge la acción -y para el que se realiza- también está formado por mujeres, con un papel bastante activo en muchas ocasiones: retando a los agresores, seleccionando a las víctimas, grabando la acción con el teléfono móvil y subiéndola a las redes sociales, y, si fuera necesario, cubriendo la huída y la coartada de los agresores.

Un perfil para el que España, con la mitad de los jóvenes activos en paro, procura un suelo bastante abonado. Según los resultados de la última EPA (2º trimestre de 2016), el 25% de estos jóvenes se encuentra desempleado y un 44% en situación de inactivo, lo que incluye también a estudiantes y quienes se centran en trabajar en el hogar y los cuidados familiares. Al menos una cuarta parte de jóvenes españoles, a los que cabe representarse con bajas expectativas vitales y con un aún más bajo capital simbólico que, tal vez buscando angustiosamente el reconocimiento social, apenas lo encuentran en los que son como ellos, en los que comparten su situación, sobre todo cuando tal situación se prolonga durante años y años, jalonada con empleos precarios y ayudas sociales. Se constituye una bolsa de personas que reconocemos en las esquinas y parques de nuestros barrios. Salvando las distancias, son los "chicos de las esquinas" de la sociedad norteamericana de hace setenta años y que de manera magistral retrató el primer libro de William Foote Whyte, aunque en ningún momento se registraba violencia de este tipo, una violencia sin aparente sentido. Son chicos que se ven y son vistos sin futuro y con un presente de horas planas e interminables; protagonistas de una mezcla de violencia y falta de esperanzas vitales, que políticamente nunca ha traído nada bueno.

El segundo argumento está relacionado con la falta de conciencia social sobre el problema. Cuando se cuentan casos -y ya son muchos, por toda la geografía española-, son entendidos como sorprendentes excepciones. La imposibilidad de encontrar inicialmente una explicación al acontecimiento, imposibilita -a su vez- la concepción de que tal tipo de actos puedan llegar a ser realizados por personas normales. Entonces, se trata de locos o de muchachos con un exceso de equipamiento hormonal y una escasez de control social, como si la juventud tuviera que estar relacionada biológicamente con la agresividad. Como si fuera algo propio de la edad y/o la falta de razón madura y que, por lo tanto, es perdonable, siendo mejor mirar para otro lado. Tolerancia alimentada, a su vez, del primer argumento, puesto que impele a comprender su "difícil situación".

Con cada vez menos recursos, no ponen éstos al servicio de la investigación de lo ocurrido, o la identificación y penalización de los agresores.

Se trataría de un mal y pasajero momento de arrebato personal y colectivo, por el que no habría que preocuparse... hasta que toca cerca -a uno mismo, a un hijo o hermano-, siendo cada vez mayor la posibilidad de que esto suceda... hasta que estas agresiones terminen en muerte. Hasta ahora, las consecuencias de estas agresiones han quedado en lesiones de por vida, hospitalizaciones de varios meses, pérdidas de órganos, necesidad de prótesis durante toda la vida o secuelas mentales crónicas. No, todavía no parece haberse registrado ninguna muerte en España, aunque sí en Estados Unidos. ¿Hay que esperar a que esto se produzca y que, entonces, los medios de comunicación hagan saltar nuestras alarmas?

El tercer argumento tiene que ver con la dinámica institucional, especialmente la policial y judicial. Con cada vez menos recursos, no ponen éstos al servicio de la investigación de lo ocurrido, o la identificación y penalización de los agresores. Hay que tener en cuenta que se trata de agresiones realizadas habitualmente a personas que son seleccionadas, entre otras cosas, porque se encuentran solas, y que son agredidas por sorpresa, casi siempre por la espalda. El primer impacto deja inconscientes a las víctimas. De hecho, tal es el objetivo de la acción -dejar K.O. (knock-out)- y para lo que se utilizan armas amplificadoras del golpe.

Además, para protegerse en caso de que se produzca contacto visual entre agredido y agresor, la elección del visitante en la localidad o el barrio no es casual. Alguien al que no se conozca y que, por lo tanto, las posibilidades de que reconozca sean escasas. Incluso, si se produce reconocimiento, el camino hacia la denuncia efectiva parece difícil. Las víctimas que logran reconocer a los agresores y conviven en el mismo espacio urbano con ellos tienden a guardar silencio, temerosas de volver a ser castigadas, ahora con el agravante de haber llevado a cabo la denuncia. Temen convertirse en un repetido objetivo del grupo agresor y, todo hay que decirlo, ellos no cuentan con ninguna protección institucional tras el reconocimiento.

Cuando no se comparte ese espacio, como en el caso de los turistas o visitantes de una localidad, los difíciles y costosos procedimientos para mantener la denuncia, incluyendo los gastos para seguir adelante con un juicio -viajes y permanencias para los reconocimientos forenses y las declaraciones en la zona en la que se produjo la agresión, provisión de un abogado también de la zona, etc.- presionan para desistir de la denuncia. Por supuesto, la fiscalía no se pone en marcha para enfrentarse a este tipo de acciones, en caso de que le llegue información al respecto. Parece lejos de sus prioridades. Así, quedan las agresiones impunes y el grupo agresor dispuesto para seguir su juego criminal: ¿quién es el siguiente?

Por supuesto, estos tres argumentos están seguramente lejos de agotar las posibilidades de explicación de un fenómeno que exige reflexión colectiva, investigación empírica y acción institucional. Sin ser un experto en el campo jurídico, estoy casi seguro que no se requiere una nueva legislación o poner en marchas lentos procedimientos de discusión política, sino que tal vez baste con que las instituciones funcionen. Al menos, exige explicaciones; aunque sigamos sin comprenderlo.