Nadal, espejo donde mirarnos

Nadal, espejo donde mirarnos

El héroe español a quien acudir en tiempos de crisis, el Capitán Trueno reencarnado en una persona real, en un tenista tan magnífico que pone de acuerdo a todo el mundo. No hay debate posible con Rafael Nadal, el ídolo al que agarrarse en estos tiempos de inestabilidad política y económica.

El héroe español a quien acudir en tiempos de crisis, el Capitán Trueno reencarnado en una persona real, en un tenista tan magnífico que pone de acuerdo a todo el mundo. No hay debate posible con Rafael Nadal, el ídolo al que agarrarse en estos tiempos de inestabilidad política y económica. El mejor representante posible de la marca España. El gran legado del tenista balear es, junto a su entrega deportiva, los valores que encarna, pues trascienden con mucho sus triunfos, porque las victorias de Nadal están labradas con esfuerzo -a veces titánico- y con una disciplina y perseverancia característica. Su excelencia en lo deportivo y su sencillez en lo humano le distinguen de la mayoría de los deportistas de élite. Su actitud frente al éxito, pero sobre todo ante el fracaso, le definen como persona.

Con menos épica que de costumbre (6-3, 6-2 y 6-3) ante un dignísimo David Ferrer, y con la espada de mosquetero por raqueta, Nadal levantó su octavo Roland Garros, una proeza que cobra aún mayor valor por ser el primer tenista en lograrlo. Nadie en la historia había ganado un Grand Slam en ocho ocasiones ni había logrado campeonar un major nueve años consecutivos. Una victoria cimentada en los valores habituales que simboliza Rafa Nadal: fortaleza física y psíquica, esfuerzo de superación, constancia y talento. Y es que aunque suena a tópico, el balear suda la camiseta, sus triunfos no son resultado del azar ni de la incompetencia de los rivales. Los logra desde la disciplina espartana a la que se somete.

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Nadal en el Mutua Madrid Open, el pasado mayo. Foto: JM.

Paradigmático fue el pulso que mantuvo con Djokovic en semifinales. Si hay alguien que resuelve como nadie la suerte de los duelos extenuantes e interminables, legendarios, ése es Rafael Nadal. El balear demostró una vez más que su cabeza funciona como antes de la lesión. En un partido de colmillo retorcido (empate a dos sets y con Djokovic mandando 4-3 en la manga decisiva), con un rival que amenazaba con parecerse a la bestia negra que tuvo hace un par de temporadas, Nadal peleó hasta que al serbio se le acabó la gasolina, hasta que desfalleció producto del muro rocoso que se encontró al otro lado de la pista. El temible Djokovic sacó la bandera blanca en el decimosexto juego del quinto y definitivo set (9-7) ante el estruendoso tenista español, inconformista por naturaleza, combativo por definición. No quería el balear ceder su corona de D'Artagnan a su principal rival. No sin antes pelear hasta el último aliento.

Nadal, un tipo con una entereza excepcional, capaz de superar sus propias limitaciones en algunas facetas del juego a base de tenacidad y de sacrificio; de trabajo al fin y al cabo. Cuando el talento no llega (véase el servicio), las horas de dedicación sí lo hacen. Una estrella con el empeño de un peón que no se esconde cuando toca remangarse. Rafa es el primero al que no le importa bajar de la tribuna a la arena y ponerse el traje de gladiador. Un uniforme que se ajusta a su medida como ningún otro en el torneo parisino. El gigante con las rodillas de barro ha abandonado el fango de hace meses por una superficie estable, más familiar: la élite.