Que no, que la democracia no es eso

Que no, que la democracia no es eso

EFE

Llevamos cuarenta años viviendo en democracia y lo que sucede en Cataluña invita a pensar que todavía no sabemos bien lo que eso significa. Evidentemente, por ignorancia o por interés, algunos han tergiversado el término. ¿Qué es una democracia? Tal vez no esté de más aclararlo. Sorprende que a estas alturas tengamos que hacerlo, pero nunca es tarde. Larra decía que a los españoles nos gusta tomar el postre antes que la sopa.

Hay quienes piensan que la democracia consiste en votar. Pones las urnas y se produce el milagro. Los americanos invadieron Irak con esa excusa. El pueblo iraquí, decían, podrá por fin decidir libremente su futuro. Las urnas aparecieron en los colegios electorales, la gente acudió a depositar su voto, pero lo único que se consiguió fue que las tensiones afloraran de otro modo. Los chiitas aprovecharon la fuerza de los números para marginar a los suníes y estalló una guerra civil cuyas atrocidades conocemos todos bien. Los iraquíes siguen votando, pero es de suponer que, por más que lo hagan, no conseguirán solucionar así sus problemas.

En España, esa forma de entender la democracia la defienden los independentistas y los radicales de izquierdas. Los primeros, porque entendieron que plantear el derecho a la autodeterminación como un asunto democrático beneficia sus intereses. El famoso "derecho a decidir". Los segundos, porque la democracia asamblearia también beneficia a los suyos. Cuanto más frecuentemente hay que votar, menos gente lo hace. Se necesita disponer de mucho tiempo libre y de mucho entusiasmo. El pueblo de la democracia no es el de los mítines. El primero incluye a todo el censo; el segundo, a los políticamente más activos.

La democracia no es una entelequia filosófica, sino un sistema de gobierno. Su prestigio deriva de que ha demostrado ser capaz de resolver en la práctica, de manera efectiva, los problemas de convivencia que aquejan a cualquier sociedad. La votación periódica es uno de sus pilares, pero no el único. Ni siquiera el más importante. La escritura de una Carta Magna constituye su acto fundacional. En ese texto, consensuado entre las distintas fuerzas políticas, se especifican los términos en que se basa la convivencia. Cualquier propuesta que vaya en contra de su articulado, no se puede someter a votación: libertad de culto, igualdad de los ciudadanos ante la ley, derechos de las minorías... Sólo la Constitución puede evitar que un dirigente político, amparándose en la fuerza de los números, apruebe acciones que atentan contra derechos fundamentales. Pretender que la democracia consiste en hacer la voluntad de la mayoría, ignorando la Constitución, crearía un peligroso precedente. Por eso, no es (ni debe ser) suficiente para cambiarla tener una mayoría simple de escaños.

Mítines masivos y manifestaciones sólo sirven para expresar adhesión a una causa. Por eso los regímenes autoritarios recurren a ello con frecuencia.

Al ser un texto consensuado, requiere una negociación previa entre los principales grupos políticos para llegar a acuerdos. Lo que significa que todos deben hacer concesiones. El resultado final no puede satisfacer a nadie del todo, pero tiene que satisfacer a todos en parte. Por su propia definición, la democracia es un régimen de puntos medios, ya que se fundamenta en el convencimiento de que el otro, aunque no piense como yo, tiene el mismo derecho que yo a que se respete su espacio. Los extremistas se toleran, como no puede ser de otro modo, pero si consiguen hacerse con el poder plantean serios problemas. Es lo que sucede con Donald Trump en Estados Unidos. Es lo que estamos viendo en Cataluña.

Para que una democracia funcione bien, no es suficiente con que la gente vote. Es necesario también que se implique activamente en la solución de los problemas. Lo que no significa que haya que organizar mítines masivos y manifestaciones. Todo lo contrario. Ese tipo de reuniones multitudinarias se producen para gritar lemas y corear consignas. Pueden ser necesarias en casos excepcionales, pero por lo general sólo sirven para expresar adhesión a una causa. Por eso, los regímenes autoritarios recurren a ellas con frecuencia.

La calidad de una democracia no depende de que se vote continuamente, ni de la cantidad de gente dispuesta a movilizarse por unos principios, sino de la calidad de los debates. O, lo que es lo mismo, de la inteligencia y honestidad de los que participan en ellos, así como de su disposición a respetar los puntos de vista de los demás. En España hay una larga tradición de agresividad e intolerancia hacia los que no piensan como nosotros, pero no de diálogo razonado. Por lo mismo que hay una larga tradición de dictaduras, pero no de democracia. Se explica así que la primera vez que nuestro sistema ha sufrido un reto cuya solución implica una cierta dificultad, el indispensable debate público haya fallado estrepitosamente.

Cuando los independentistas empezaron a hablar del "derecho a decidir", conviene recordar que en España llevábamos varias décadas con la amarga experiencia de la lucha armada de ETA por la autodeterminación de los vascos. Cientos de personas habían muerto por ese motivo. Parecería que el tema, si es que queríamos reconsiderarlo, merecía, cuando menos, un debate en profundidad. ¿Era viable incluir ese derecho en la Constitución española? ¿Existía una presión popular tan fuerte como para que mereciera la pena asumir los riesgos que esa decisión implicaba? ¿Qué otros países lo hacían?

Cuando se compara la reacción al golpe de Tejero con la que se está produciendo ahora, la diferencia es desalentadora. Allí, hubo un rechazo claro y unánime; aquí, una respuesta tibia y fragmentada.

Nada de eso ocurrió. Los independentistas catalanes se limitaron a afirmar que el "derecho a decidir" es una cuestión democrática y consiguieron imponer esa idea con consignas fáciles. Queremos votar. ¿Quién tiene miedo a las urnas? El pueblo debe decidir. Con la mística del "pueblo" consiguieron atraerse el respaldo de una buena parte de la izquierda radical. Un apoyo indispensable. Por otra parte, los numerosos casos de corrupción y la grave crisis económica afectaron a la credibilidad del sistema. Los radicales proclamaron que la democracia española era una continuación del régimen de Franco. La respuesta por parte de la izquierda moderada fue tibia. ¿Complejo de culpa? ¿Comodidad? ¿Miedo? El referéndum de Escocia se encargaría de hacer el resto. Un torpedo contra la línea de flotación de la Unión Europea. Al igual que el Brexit, sólo que éste rebotó contra los que lo lanzaron. Si cundiera su ejemplo (como estamos viendo en Cataluña), la Unión Europea sufriría un golpe de muerte. ¿Hubo debate? No. Por todas partes se alabó la pureza demócrata de Cameron. Un idealista.

Se consiguió así que los radicales ganaran la batalla de la opinión pública. Los independentistas en Cataluña no superan el 40% del electorado, pero los que apoyan el "derecho a decidir" duplican ese porcentaje. Debemos recordar que unos años antes, el apoyo al derecho de autodeterminación era minoritario. ¿Hubo en algún momento un debate que justificara ese cambio? No, que yo sepa. Simplemente, la picaresca interesada de un cambio de nombre. El aventurismo de unos. La inhibición de otros. Nunca ha quedado más patente en España la inexistencia de una clase dirigente que merezca tal nombre. Y no me refiero sólo a los políticos.

Y ahora, ¿qué? Para mí, está claro. Después del 1 de octubre, vendrá el 2. Lo que no hemos hecho antes, habrá que hacerlo ahora. El derecho a la autodeterminación deberá debatirse sin prejuicios, pero también sin complejos. Si los españoles no comprendemos que la democracia es una responsabilidad compartida, la nuestra tiene pocas posibilidades de sobrevivir. Cuando se compara la reacción al golpe de Tejero con la que se está produciendo ahora, la diferencia es desalentadora. Allí, hubo un rechazo claro y unánime; aquí, una respuesta tibia y fragmentada. ¿Cómo explicar la disparidad? Obviamente, entonces los españoles teníamos claro lo que defendíamos y ahora no. La labor de confusión de algunos parece haber surtido efecto. Si un debate serio se hubiera producido a tiempo, nos habríamos ahorrado mucha tensión y mucha amargura. Porque la democracia es una cuestión de todos. Quizás necesitábamos el reactivo de lo que se está viviendo en Cataluña para empezar a comprenderlo.