Palestina, violencia sin Intifada

Palestina, violencia sin Intifada

Si nos atenemos a la experiencia acumulada en las dos anteriores revueltas ciudadanas palestinas contra la ocupación israelí, cabría sostener que hoy, al menos de momento, no estamos ante una nueva Intifada. Y eso es así porque, aunque es cierto que se vuelve a registrar un creciente nivel de violencia (pero no más alto que el visto en tantas ocasiones anteriores), la Autoridad Palestina no está abiertamente incitando a la violencia.

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Soldados israelíes permanecen junto al cuerpo del palestino Said al Atrash, tiroteado ayer junto a la Cueva de los Patriarcas en Cisjordania, cerca de Hebrón después de que, según la policía israelí, este intentara apuñalar a un agente de seguridad/EFE.

Es tanta la tensión, la frustración y la desesperación acumulada por las décadas de ocupación, por la insatisfacción de las necesidades básicas, por la inseguridad derivada de una diaria violación de los derechos más elementales, por la inoperancia de la comunidad internacional para obligar a que se cumpla el derecho internacional y por la imposibilidad de contar con un Estado soberano que lo que sorprende a veces en Palestina es que no haya aún más violencia. Eso es lo que hace que, sin necesidad de poner un titular que le confiera nombre propio, la violencia en la Palestina ocupada sea un rasgo cotidiano.

Ahora, como resultado de la nueva oleada desatada desde principios de octubre, los medios de comunicación vuelven a recuperar titulares tantas veces manoseados en estos últimos años sobre la emergencia de una tercera Intifada palestina. Si nos atenemos a la experiencia acumulada en las dos anteriores revueltas ciudadanas palestinas contra la ocupación israelí, cabría sostener que hoy, al menos de momento, no estamos ante una nueva Intifada. Y eso es así porque, aunque es cierto que se vuelve a registrar un creciente nivel de violencia (pero no más alto que el visto en tantas ocasiones anteriores), la Autoridad Palestina no está abiertamente incitando a la violencia, ni coordinando y movilizando todas sus capacidades a tal fin. Lo que hasta ahora se ha producido, junto a la acostumbrada respuesta israelí (calificada de excesiva tanto por la ONU como incluso por la Casa Blanca), son actos violentos individuales, llevados a cabo generalmente por personas muy jóvenes sin una significativa adscripción política o religiosa.

Para analizar lo que ocurre hay que recordar que el caldo de cultivo para los estallidos generalizados de violencia es permanente y, por tanto, lo único nuevo en cada caso es la espoleta que termina por disparar un nuevo proceso sangriento por encima de los registros habituales. En esta ocasión cabe retrotraerse al asesinato en Duma (Cisjordania) de una familia palestina (con un bebe de dieciocho meses incluido) por parte de colonos que decidieron quemar su vivienda (sin que, como siempre ha ocurrido, hayan sido condenados). A eso se añadió, ya en septiembre, la adopción de medidas que restringían el acceso de los palestinos a la Explanada de las Mezquitas (tercer lugar santo del Islam, ubicado en la ciudad vieja de Jerusalén), al tiempo que aumentaban las visitas provocadoras de judíos y gestos de significados políticos israelíes alimentando la idea de impedir definitivamente el acceso y de supuestos planes para destruir en esos terrenos toda señal musulmana (Mezquita de la Roca incluida) y reconstruir el Templo.

La tensión es lo suficientemente alarmante como para convencer al secretario de Estado estadounidense, John Kerry, y al secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, de volver a la zona.

En este contexto, mientras que Mahmud Abbas ha tratado en todo momento de contemporizar y de seguir aferrado a su rechazo a las medidas violentas para que los palestinos puedan lograr sus objetivos, Hamas se ha mostrado mucho más beligerante, tanto contra Israel como contra la propia Autoridad Palestina. Tras el reiterado fracaso por conformar un gobierno de unidad que pusiera fin a la fragmentación palestina entre Gaza y Cisjordania, Hamas ha entrado en un proceso de creciente crítica a Abbas -en línea con las encuestas, que muestran que dos terceras partes de quienes habitan el Territorio Palestino Ocupado demandan la retirada del presidente y que un 57% apoya una revuelta violenta (porcentaje que asciende al 71% entre los jóvenes de dieciocho a veintidós años). En otras palabras, Abbas y Hamas se disputan la calle palestina y, mientras el primero opta por ir visibilizando a Palestina en el concierto internacional y por reformar tanto la OLP como Fatah desde dentro -procurando colocar a sus leales y hasta preparando su sucesión-, Hamas prefiere tensar la cuerda para provocar la caída definitiva del declinante presidente palestino y hacer pagar a Israel la ocupación, lo más caro que pueda.

La tensión es lo suficientemente alarmante como para convencer al secretario de Estado estadounidense, John Kerry, y al secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, de volver a la zona. Pero ni así cabe esperar que Benjamin Netanyahu vaya a abandonar su política de hechos consumados -imposibilitando la viabilidad de un futuro Estado palestino-, mientras su ministra de Justicia anuncia la elaboración de una ley que permita encarcelar a menores palestinos a partir de los doce años (y no de los catorce, como ocurre actualmente) y el alcalde de Jerusalén anima a sus ciudadanos a portar armas cuando salgan a la calle. Tampoco permite suponer que se vaya a superar la fractura intrapalestina, ni poner en marcha un proceso electoral reiteradamente pospuesto. Y menos aún, tras constatar la obsolescencia de los Acuerdos de Oslo, cabe esperar un calendario para poner fin a la ocupación (elemento central de cualquier iniciativa con futuro) o el arranque de un proceso de negociación bilateral digno de tal nombre.