Huérfanos de canon

Huérfanos de canon

La evolución del arte y la distorsión al que le han abocado las vanguardias puede leerse en clave de infantilización, pero se trata de algo mucho más profundo que eso, toda vez que el arte expresa el estado espiritual de un periodo dado. Si la puerilidad del parque temático impera por doquier, el arte no hará sino sublimarlo y reflejarlo como en un espejo autocrítico.

JUAN CARLOS HIDALGO/EFE

Cada vez es menos habitual que el arte escandalice. Por eso la polvareda suscitada por la obra Vaso medio lleno, expuesta en la refinada galería Nogueras Blanchard en ARCO no revela sino el triunfo de su artista, Wilfredo Prieto. Recabando la atención mediática y generando cientos de comentarios, ha logrado cumplir el primer objetivo que hoy persigue el arte: venderse, sea material o simbólicamente. Ahora bien, nada más demodé y pueblerino que cuestionar la legitimidad de estas intervenciones casi un siglo después de que Duchamp introdujera un urinario en el mundo del arte, a menos que se quiera poner en cuestión el alcance de todo el arte conceptual. Se podrá criticar que, al contrario que en los tiempos del figurativismo, ahora sea necesario conocer manifiestos y entender los presupuestos filosóficos del autor para graduar y valorar la excepcionalidad de su idea, por encima de la plasmación física, estética o técnica. No obstante, también en el Renacimiento o en el Barroco era preciso conocer la narrativa mitológica, literaria o religiosa que otorgaba significación al lienzo y completaba su dimensión estética más allá de la contemplación sensitiva.

Realmente, el verdadero problema de esta orfandad de canon surge cuando se confunden los planos ético y artístico, bajo la presunción de que los códigos de la transgresión, que siempre se han dado en la historia del arte, son directamente aplicables a la conducta social. Como si la estética, cuyo campo de acción abarca la creación de mundos ficticios, no pudiera disponer de sus propias reglas o sumergirse en la ausencia de ellas. En este sentido, en lo que quizá sí se haya fallado, es en la provisión de una mínima pedagogía artístico-cultural -una educación para la estética más que para la ciudadanía- que nos forme sobre la autonomía de la imaginación y la creatividad. De este modo, la sociedad podría comprender mejor que el aparente todo vale artístico no es tal, sino que siempre viene acompañado por una lógica propia que dota de consistencia a la obra expuesta.

En su lugar, se ha impuesto un relativismo que, si bien no ha arruinado la base moral de nuestra convivencia, sí que ha afectado de lleno sobre sus aspectos formales, eclipsando por ejemplo el valor cívico de la indumentaria, el vocabulario, los modales en la mesa, e incluso los tratamientos protocolarios, gratuitamente simplificados por decreto en 2006. Bien consciente del lamentable desuso en el que en España ha caído la fórmula de cortesía del usted (no como en Portugal o Francia, por no hablar de Iberoamérica), acaso todavía exista margen para regularizar ciertos usos de vestimenta en el espacio público, como ya hizo el Ayuntamiento de Barcelona prohibiendo convertir Las Ramblas en extensión estética de la playa. Es más, si según dijera Schopenhauer, "el abandono en el vestir manifiesta el poco aprecio en que se tiene a la sociedad", sería razonable que, en sentido contrario, se exigiera etiqueta básica cuando se acude voluntariamente a un acto social, más aún si conlleva connotaciones estéticas. ¿Tan raro sería, por ejemplo, desterrar del Teatro Real bermudas y chanclas, como ahora se permiten, si hasta las discotecas imponen diversos códigos de vestimenta? Una sociedad no es más democrática cuando todo está permitido, sino cuando los ciudadanos son más cultos y se cultiva la deferencia.

Superficialmente, la evolución del arte y la distorsión al que le han abocado las vanguardias puede leerse en clave de infantilización, pero se trata de algo mucho más profundo que eso, toda vez que el arte expresa el estado espiritual de un periodo dado. Si la puerilidad del parque temático impera por doquier, el arte no hará sino sublimarlo y reflejarlo como en un espejo autocrítico. Por eso, en una época de profundas transformaciones, todavía inconclusas, es natural y estimulante que eclosionen multitud de propuestas, geniales o frívolas, aunque en ocasiones irriten. La madurez moral de una sociedad radica en guardar prudente distancia frente a tales cambios y, ante todo, en cuidar las formas y el respeto al otro.