El otro

El otro

La baba le caía por la comisura de los labios, ya nada podía impedirlo, se había dado por vencido y parecía despreocuparse del efecto que ésta causase en los que le rodeaban. Siglos atrás, e incluso mucho tiempo después, personas como él habían permanecido encerradas en sus casas, ocultas a los demás, cuando no se las había dejado morir.

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Ilustración: Alfonso Blanco.

La baba le caía por la comisura de los labios, ya nada podía impedirlo, se había dado por vencido y parecía despreocuparse del efecto que ésta causase en los que le rodeaban. Siglos atrás, e incluso mucho tiempo después, no tan lejano, personas como él habían permanecido encerradas en sus casas, ocultas a los demás cuando no se las había dejado morir. Eran la expresión de la fragilidad humana y ser conscientes de esta fragilidad nunca había sido bien aceptado. La burla, el desprecio, la persecución, el apedreamiento hubieran sido la casi segura consecuencia de ser mostradas en público.

Se trataba de evitarles esto y, al mismo tiempo, de evitarse la vergüenza que un familiar así suponía. La deformidad, una incapacidad para el movimiento, la discapacidad psíquica, la imposibilidad para llevar a cabo las tareas más básicas, el establecimiento de una mínima diferencia era razón más que suficiente para establecer la frontera entre ellos y nosotros. Se trataba de encerrarles en una categoría con sentido despectivo y condenatorio: los otros.

Los otros, etiqueta ideal y extensible a todo aquel que parece amenazar nuestra cultura, nuestra religión, nuestros hábitos o nuestro estilo de vida.

Esos otros siempre han servido para sentirnos más grandes, tanto que el mero hecho de su existencia podía justificar nuestra mediocridad. Incluso ahora, cuando la palabra integración se ha hecho de uso normal, no dejan de ser utilizados para sentirnos bien. Siguen siendo otros y es nuestra generosidad la que les permite compartir con nosotros, los normales, su anormalidad. Los otros, etiqueta ideal y extensible a todo aquel que parece amenazar nuestra cultura, nuestra religión, nuestros hábitos, nuestro estilo de vida, nuestro refugio, todo aquello que creemos alcanzado y nuestro y que parece protegernos, a todos aquellos que parecen poner en riesgo la capacidad para ser nosotros.

Hasta hace muy poco, e incluso no podría asegurar que ahora mismo no es así, me era incómodo contemplar cómo una persona adulta necesitaba ser ayudada en la comida, como le acercaban la cuchara a la boca y ésta la abría y con frecuencia le quedaban restos de esa comida por los labios que le eran limpiados cuidadosamente con la servilleta; cómo se le troceaba el filete y le pinchaban uno a uno cada uno de esos trozos; cómo le daban de beber acercándole el vaso a la boca y ésta bebía deseosa, al mismo tiempo que el líquido se derramaba por los extremos de esa boca.

Me era incómodo verla si bien hacía el esfuerzo para que esta incomodidad no se me notara. Me era incómodo oírla cuando me sentía incapaz para comprender buena parte de lo que me decía. Parece mentira cómo algo así puede poner en juego la comodidad en la que pretendes encontrarte. El otro te amenaza no con su acción sino con su mera existencia. El otro ya no es el ser alejado de ti que reafirma tu diferencia, sino que esta ahí, a tu alcance y tú al suyo, que te interroga con su simple mirada, es el espejo en el que puedes ver tu pasado, tu presente y tu futuro.

Ve que quedan restos en mi plato que ya no puedo coger, sin decir nada, me coge la cuchara, recoge los rebeldes restos y los acerca a mi boca. Ahora, el otro soy yo.

Este post fue publicado originalmente en el blog del autor.