¿Por qué yo?

¿Por qué yo?

Somos una caótica mezcla de azares desde el mismo inicio de nuestra existencia. Ese espermatozoide que, en una loca carrera entre millones llena de obstáculos y trampas, consiguió fecundar al óvulo. Una concatenación de azares que desembocó en ese instante e hizo posible el encuentro de ese óvulo y de ese espermatozoide.

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Somos una caótica mezcla de azares desde el mismo inicio de nuestra existencia. Ese espermatozoide que, en una loca carrera entre millones llena de obstáculos y trampas, consiguió fecundar al óvulo. Ese espermatozoide y ese óvulo también son mezcla del azar, una pequeña renuencia de la hembra que pospusiera el coito, una llamada de teléfono, una ligera complicación en el macho. Toda esa concatenación de azares que desembocó en ese instante y de esa manera es lo que hicieron posible el encuentro de ese óvulo y de ese espermatozoide. Cualquier mínimo cambio en ese eslabonamiento habría cambiado esos protagonistas y yo no sería yo y tú no serías tú.

Toda nuestra vida es una amalgama de azares, a menudo oscuros, en otras ocasiones, las menos, luminosos; dolorosos y placenteros, esperanzados y descorazonadores. Una masa de eventualidades sobre la que nos vamos moldeando nosotros y nuestro entorno. Casualidades generando constantemente su efecto mariposa que nos lleva a un suceder errático escondido tras una apariencia de lógica. Contingencias que se convierten en causalidades: elegir aquella vivienda, obtener aquella nota en selectividad, coincidir en aquel grupo, escoger aquella calle, aquel hotel, aquella noche, aquella cena, aquel trabajo, aquella silla.

¿Por qué a mí? Es una de las primeras preguntas que te surge. ¿Por qué esta mala suerte? ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Se trata de una pregunta sin respuesta, o se trata de una pregunta que bien pudiera ir acompañada de otra alternativa: ¿Por qué no yo? ¿Por qué no me podría tocar a mí? ¿Qué he hecho yo para librarme?

Dentro de esa amalgama de posibles respuestas, ninguna de ellas del todo satisfactoria, la más evidente, al menos en mi caso, parece ser la genética, dentro de mi bombo había más bolas con las siglas EM. Mi probabilidad era mayor. La segunda es el azar. No se trata del destino, se trata de esas contingencias que pudieron haber sido otras que habrían generado otra realidad, distinta, sencillamente distinta, quien sabe si mejor, quien sabe si peor. Distinta. Sabemos cual es nuestro presente, desconocemos cuál podría haber sido; únicamente deseamos una posibilidad, una ficción.

Es el primer paso: aceptar la realidad, esta es con la que tengo que bailar y no con otra, desde la que tengo que partir, en la que soy. Aceptar la realidad no es una resignación pasiva. Aceptar las adversidades no es renunciar a superarlas, tampoco obsesionarse con su superación porque no siempre son superables. Convivir en paz con el "por qué no iba a ser yo" supone no enemistarse con la vida, no sentirse eternamente enojado con ella. Esta actitud de enojo, de enfado permanente, de la fácil disposición a la cólera, es la actitud de irritación con los demás, de rabia, de venganza, de hacerles pagar a ellos nuestra furia con la vida, y al mismo tiempo de progresivo distanciamiento de ellos y de la misma realidad.

Aceptar las adversidades no es renunciar a lo que esté a nuestro alcance para mejorar nuestra situación física o para ralentizar el deterioro. Se trata de aceptar el presente y con él a uno mismo. Lo que pudo ser no existe salvo en mi imaginación. Aceptar el presente supone hacer las paces con el pasado. Son inútiles los lamentos sobre lo que pudo ser y no fue; son inútiles y dolorosos. Lamer continuamente la herida no hace sino mantenerla abierta. No es posible vivir en el pasado, intentarlo es vivir en el desequilibrio, entregarse al vértigo que nos da vivir cada instante. La realidad gira a nuestro alrededor y nos sobrepasa su movimiento. Somos marionetas en manos de nadie, víctimas de la fatalidad. Rencorosos con ese destino no llegamos a atisbar que somos nosotros los que nos hemos convertido en nadies.

La principal cualidad de ese estado es el victimismo. El mundo es culpable de lo que a mí me pasa, mis congéneres son culpables de lo que a mí me pasa y por ello tengo derecho a reprocharles mi situación. Son culpables de salud, culpables de felicidad, culpables de vivir. Entonces, la inteligencia para mí supone hacer ostentación permanente de desconfianza hacia los otros, es envidiar la suerte que ellos corren, buscar culpables en los que descargar la responsabilidad de mi estado. Se trata de un trastorno mental disfrazado de lucidez, se trata de egocentrismo puro y duro.

Ese mundo de vértigo solo gira en torno a mí, yo soy el centro, exijo ser el centro. Mis derechos son prioritarios, mis necesidades son prioritarias, mis deseos son prioritarios (mi deseo es mi derecho), mi satisfacción ha de ser inmediata y el no serlo no hace sino corroborar ese "el mundo contra mí". Yo mismo me convierto en una realidad insoportable más allá de la insoportabilidad de mi enfermedad, en algo detestable que genera asfixia y rechazo a su alrededor.

Y, sin embargo, ¿por qué yo no?