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¿No le ha sucedido muchas veces que piensa por qué diablos debe pagar impuestos para construir una carretera que jamás va a utilizar? O, ¿por qué pagar impuestos para financiar una televisión pública de la que detesta (y nunca ve, de hecho) el 90 % de la programación?

Las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TIC) podrían prestar un gran servicio a las agencias tributarias de todo el mundo. Y, de paso, a todos sus contribuyentes.

¿No le ha sucedido muchas veces que piensa por qué diablos debe pagar impuestos para construir una carretera que jamás va a utilizar? O, ¿por qué pagar impuestos para financiar una televisión pública de la que detesta (y nunca ve, de hecho) el 90 % de la programación?

Son preguntas que mucha gente debe hacerse muchas veces. Puede, incluso, que mucha gente jamás repare en la cantidad de servicios públicos no esenciales que no tiene la más mínima intención de utilizar jamás y, sin embargo, a cuyo sostenimiento está contribuyendo a través de a imposición general.

Nunca plantearía este tipo de objeciones cuando se trata de servicios públicos esenciales, que instrumentan la solidaridad elemental en una comunidad (como la educación, la sanidad o los servicios sociales) o los que articulan los territorios menos favorecidos (carreteras de calidad imprescindibles para la interconexión territorial).

Pero creo que en una sociedad avanzada, dotada de los portentosos medios que brinda la tecnología, lo más democrático es plantearse unas cuantas preguntas de este tipo. Téngase en cuenta que muchos de los servicios públicos que ni son esenciales ni son utilizados por una gran parte de la población son muy caros.

Puede que ahí radique la clave para entender por qué siguen existiendo esquemas fiscales tan perversos que hacen que paguen por este tipo de servicios quienes no los necesitan.

Las TIC permiten la instrumentación del principio de pay per view o pay per use. Este es el criterio clave para que los forofos de cualquier cosa que no sea esencial puedan disfrutar de sus aficiones hasta donde sus presupuestos disponibles les permitan, sin imponer a quienes detestan dichas aficiones que contribuyan a su producción en la misma medida.

Alguna agencia de la Administración correspondiente podría establecer una relación de servicios públicos no esenciales producidos por esa Administración (central, autonómica o local) y por los que los usuarios de los mismos pasarían a pechar con su coste efectivo de producción en el instante mismo de su disfrute. El cargo podría hacerse al instante, en la cuenta corriente del usuario-contribuyente. De la misma forma que la descarga de un CD desde iTunes viene acompañada del cargo inmediato en la cuenta del abonado.

Bueno, seguro que muchas voces se preguntarían cuál es el sentido de someter el uso y sostén económico de los servicios públicos (no esenciales) a la misma lógica que los servicios de mercado. Justamente ahí radica mi punto: los servicios públicos no esenciales no deberían ser servicios públicos.

Se puede argumentar que si son servicios públicos es porque son esenciales y que esta distinción carece de sentido. Lo cierto es que, a nada que se pone uno a pensar, aparecen en el horizonte infinidad de servicios públicos que requieren enormes recursos y que escapan a una definición estricta de "bienes públicos esenciales".

No siendo normal que quienes disfruten de este tipo de servicios tengan que contribuir por ellos a través de los mil y un vericuetos de la imposición general, lo lógico es que los sistemas tributarios empiecen a instrumentar el principio de pago-por-uso.

De esta forma se evitarían tediosos y onerosos trámites tributarios, se recuperaría el coste de estos servicios en el momento en que el ciudadano que lo desea los consume (en muchas ocasiones, en el momento en que se producen), el fraude fiscal asociado dejaría pues de existir y, más importante todavía, se restablecería una verdadera justicia tributaria (a no confundir con la justicia distributiva, que va por la vía de los servicios esenciales).

Puede que, al final, descubriéramos que no merece la pena que las administraciones públicas se hagan cargo de los servicios públicos no esenciales y que se los devolviesen a la iniciativa privada.

Este artículo se publicó originalmente en la revista Empresa Global, de Analistas Financieros Internacionales.