Crónica de una dimisión política en cadena

Crónica de una dimisión política en cadena

Los noticiarios del mediodía difundieron la información de las dimisiones en cadena como si se tratara de una inocentada. Tal es así, que muchos responsables de los entes públicos televisivos también renunciaron a sus cargos antes de que un nuevo gobierno los reemplazara. Durante un largo día España se quedó sin luz, sin referencias de primer nivel político y sin caldo precocinado para las tertulias de mayor difusión.

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Foto: EFE

El primero fue Alberto Garzón. A las 9 de la mañana. Es economista y hombre honesto y sabía que solo el 20% de los votos de Izquierda Unida habían sido útiles para obtener representación en el Congreso. Ni siquiera miró al Senado, donde su formación tuvo un respaldo similar aunque la probabilidad de conseguir escaños era remota. Se consoló pensando en las confluencias y las futuras convergencias y justificó su dimisión en 140 caracteres. En los reductos más nostálgicos del Partido Comunista no había ninguna duda: tenían que cambiar algo, para que no cambiara nada.

Sorprendido por la noticia, Pedro Sánchez se atragantó tomando zumo y vio claro su porvenir: si solo podía mandar en el cuarto de los juguetes, era mejor dedicarse al deporte. Media hora más tarde convocó a sus más allegados para decirles que dimitía. Sabía que el resultado electoral no era bueno. Lo que no sabía eran los zascas que le esperaban en su partido. Cualquier alternativa era peor que las demás: pactar a un lado, al otro, no mover ficha, o ir de farol. Dicen que lloró lágrimas negras porque presentía que ni siquiera su marcha iba a aclarar el destino final del PSOE.

Para hacer pública su decisión, Artur Mas esperó a que le invitaran al segundo café. Pero también dimitió, como tanta gente le pedía. Había perdido votos y cuarteado su partido. Y había contribuido a encumbrar a quienes estaban llamados a ocupar su lugar. Para colmo, su reputación estaba demasiado asociada a la corrupción, los recortes y el mal uso de los fondos públicos en la Generalitat. Sabedor de todo ello y sibilino en las formas, alegó que había recibido una oferta inmejorable como traductor plurilingüe en Andorra.

La noticia dio que pensar a Mariano Rajoy, aunque no acabó de digerirla hasta que subió y bajó varias veces la misma escalera. La suya fue una dimisión en diferido y notificada en sobres cerrados a quienes le habían apoyado con más devoción en sus tareas de gobierno. Eso sí, al rey se lo comunicó en persona, a última hora de la mañana, añadiendo que España nunca se rompería porque el propósito del PP era formar un ejecutivo estable, capaz de garantizar que los vasos siempre fueran vasos y los platos, platos. Los poderes económicos de la globalización lo consideraban una figura ya amortizada. Sería fácil encontrarle recambio, aunque resultara imposible desvincular al PP de la corrupción generalizada.

Pero el recambio no podía ser, por ahora, ni Pablo Iglesias ni Albert Rivera. Ninguno de los dos pensó en dimitir, aunque en las filas de Podemos más de uno y una sintieron un escalofrío al conocer las noticias: sabían que cada viraje para acercarse al poder iría dejando en la cuneta algo más que ideas. Lo mismo, pero al revés, sucedió en Ciudadanos. La nueva formación política ya no podía ser bisagra de nada. Por ello, se invitó a dimitir a quienes habían deslucido el ascenso de su líder al Olimpo político español. La idea era sustituir sus imágenes parlantes por otras más fieles al credo neoliberal; más afines a los auténticos poderes económicos; más tolerantes con el automatismo de las puertas giratorias.

Los noticiarios del mediodía difundieron la información de las dimisiones en cadena como si se tratara de una inocentada. Tal es así, que muchos responsables de los entes públicos televisivos también renunciaron a sus cargos antes de que un nuevo gobierno los reemplazara. Para no ser menos, la dirección y el equipo al completo de los informativos de Telemadrid se autocesaron de manera fulminante, anticipándose a la dimisión irrevocable del gobierno de la Comunidad de Madrid. Largos elogios a la profesionalidad, independencia y transparencia en la gestión de unos y otros cerraron los informativos.

Durante un largo día España se quedó sin luz, sin referencias de primer nivel político y sin caldo precocinado para las tertulias de mayor difusión. Pero nuestro país causó sensación mundial: por fin alguien dimitía, y además, en cadena. Fue como si a todos les doliese lo mismo, de la misma forma y en el mismo momento. Como si recordaran a Umanuno. Como si su herencia fuera común.

Menos mal que con una rapidez inusitada se encontraron sustitutos más jóvenes, más audaces, más aparentes o más obedientes. En caso contrario, varios millones de españoles no se hubieran despertado tranquilos el 29 de diciembre, o lo hubieran hecho sin saber si algún día podrían ver por televisión la formación de un nuevo gobierno. Un gobierno dispuesto, entre otras tareas, al debate y el consenso necesarios para reformar la Constitución. Eso, en el caso de que no dimitiera también el rey, o se hiciera republicano.