Mariano Rajoy parece un ciprés

Mariano Rajoy parece un ciprés

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Me encantan los cipreses. Pero tengo alergia a las cupresáceas. Son altos y estilizados. Están firmemente anclados al suelo y apenas se mueven: el viento los bambolea y sólo las ráfagas muy fuertes parecen estremecerlos, aunque simulan no enterarse de lo que sucede a su alrededor. Si pudiera ponerle gafas a un ciprés, quizá se parecería más a nuestro presidente de Gobierno: él tampoco se inmuta con lo que sucede en su entorno, ya sea en Murcia (hasta el último momento), Valencia, Madrid, en el PP y su caja B, o en las decisiones que afectan a quienes le han elegido para simular que la paz sacramental reina en los territorios donde otros árboles podrían dar más y mejores frutos. Sin embargo, para Rajoy (inmóvil ante una escalera, cual efigie deconstruida), todo lo que crece fuera de su jardín es cizaña, malas hierbas. Esa sensación de sutil desdén, de sonrisa hierática, de elegante tortura psicológica, también me provoca alergia.

A su lado, Sáenz de Santamaría es una rosa. Con espinas, por supuesto. Rodeada de círculos concéntricos que abre con precisión jurídica, a modo de pétalos obsequiados a quienes le preguntan algo al término de un Consejo de Ministros. Pétalos perfumados que dan un aire fresco a la sobriedad del ciprés, aunque mucha gente no sepa apreciar la calidad del perfume que emana del vergel del Palacio de la Moncloa. Hay demasiada envidia en este país, y quizá por eso, muchos ciudadanos se tapan la nariz cuando la rosa argumenta las medidas que el Gobierno se propone adoptar en materia económica, energética, fiscal e incluso jurídica, aunque ella sea una experta en la materia. Menos mal que hay más flores y plantas que les ayudan.

Un buen ministro de Hacienda de un Gobierno genuinamente europeo es fácil de distinguir: con su oreja derecha recauda impuestos de manera poco equitativa y con su oreja izquierda recorta las políticas sociales.

Incluso la Iglesia católica está presente en el jardín gubernamental, para echar una mano fijando normas no sólo morales, esparcir agua bendita a quienes la merecen y pasar el cepillo para recolectar un poco de caridad, en lugar de fomentar otros principios más solidarios y propensos a consolidar la igualdad de oportunidades y la no discriminación (también entre las plantas hermafroditas). Eso siempre ha sucedido en nuestro país: "Con la Iglesia hemos topado", dijo Don Quijote, temiéndose estar cerca de algún ciprés. En aquellos tiempos, las vírgenes no recibían condecoraciones, como sucede ahora: no las necesitaban porque su bondad celestial estaba siempre presente y no era criticada de manera abierta por tantas malas hierbas que crecen por los caminos marginales, e incluso se permiten blasfemar sin piedad cuando aluden a las decisiones de los sauces llorones que crecen a la sombra del ciprés y su séquito: unas decisiones a veces políticas, otras veces místicas, y casi siempre ambas cosas a la vez.

Termino, porque la Semana Santa se acerca y falta mucho tiempo para que den fruto los albaricoques. En este caso, me gusta más la flor que el árbol. Pero me gusta, sobre todo, su fruto. Me gustan también los albaricoques secos, más conocidos como orejones. Me parecen una exquisitez. Pero no puedo abusar de ellos: los excesos nunca son buenos. Los orejones me recuerdan, cómo no, a otro ministro experto, a su manera, en horticultura. Administra el néctar de todos, pero lo hace con mano diestra, eligiendo bien a quién dar los mejores frutos. Su especialidad es recaudar y gastar poco. En eso no se diferencia de sus colegas más civilizados. Porque, un buen ministro de Hacienda de un Gobierno genuinamente europeo es fácil de distinguir: con su oreja derecha recauda impuestos de manera poco equitativa y con su oreja izquierda recorta las políticas sociales, a la sombra del ciprés y de sus árboles preferidos, camuflado tras el perfume de la rosa, y reluciente por el rocío que mana de los sauces llorones, cual agua bendita.

Hay, por supuesto, otros árboles y plantas que no nos dejan ver el bosque. Y también hay bandoleros que se esconden detrás de un tronco. Y cuatreros que no necesitan esconderse, porque los jardineros son amigos suyos y en caso de duda el Tribunal de las Aguas les dará la razón. También hay, pobrecillos, algunos sarmientos que pagan sus penas en la cárcel. Fueron cortados para que las uvas de la ira no envenenaran aún más la paz y orden que nos trae cada día un nuevo amanecer, en esta España tan frondosa.