Aunque cueste creerlo, es posible un Madrid sin humos

Aunque cueste creerlo, es posible un Madrid sin humos

Creo es un deber político, moral (y sanitario) limitar el tráfico en ciudades como Madrid. Las ciudades que seducen por la calidad de vida que aportan a sus moradores no tienen mucho que ver con este Madrid de los pitazos, las colas, el ruido y las partículas en suspensión. Pienso, por ejemplo, en sitios como Amsterdam, Copenhague o incluso la interminable Londres

EFE

Madrid está lleno de autopistas atascadas a muchas horas del día, y casi siempre rebosantes de automóviles. Autopistas en forma de circunvalaciones de cuatro carriles por sentido, o en forma de calles y avenidas donde las familias pasean como pueden por las estrechas orillas que quedan a los márgenes de esos ríos de asfalto, coche y polución, también de tres o cuatro carriles por sentido.

Creo es un deber político, moral (y sanitario) limitar el tráfico en ciudades como Madrid. Las ciudades que seducen por la calidad de vida que aportan a sus moradores no tienen mucho que ver con este Madrid de los pitazos, las colas, el ruido y las partículas en suspensión. Pienso en sitios como Amsterdam, Copenhague o incluso la interminable Londres. Sí, lo sé, son capitales de países muy diferentes a España, quizá faltos de gracia, pero donde pasear tranquilamente y disfrutar de la ciudad en la que vive uno y paga sus impuestos no se convierte en un martirio o una gincana donde la primera prueba del día es sortear a conductores que apuran hasta el último centímetro en los pasos de cebra.

Los que se oponen a la limitación drástica del tráfico en las ciudades suelen apuntalar su argumentación asegurando que la peatonalización y las restricciones merman el negocio de las tiendas, bares o espectáculos del lugar. Nada más lejos de la realidad. Nunca vi la calle Arenal tan vibrante como desde que la cerraron a los coches. Lo mismo se podría decir de Fuencarral, una galería comercial toda ella, o la calle Mayor y las inmediaciones del Teatro Real, o el tramo de la calle Preciados que va de Callao a la plaza de Santo Domingo. Los ejemplos son innumerables. Los madrileños no queremos un Madrid atestado de coches y envuelto en una humareda, y los turistas, por lo que se ve, tampoco.

Los madrileños no queremos un Madrid atestado de coches y envuelto en una humareda, y los turistas, por lo que se ve, tampoco.

Hasta ahora no ha habido coraje político para abordar una reducción drástica del tráfico y la contaminación que produce, por más que las autoridades europeas nos estén constantemente sacando los colores al respecto. La famosa boina no es un invento de los ecologistas. La miden los aparatos de los expertos en medio ambiente y la puede ver cualquiera que se aleje unos kilómetros de la ciudad.

Cuando había dinero, cuando éramos ricos y nadábamos en un mar de financiación barata, los políticos capearon el problema con túneles y obras faraónicas que finalmente no han resuelto el problema y, a cambio, han dejado una ciudad endeudada casi hasta la parálisis. Ahora, sin dinero, conviene ir a soluciones más baratas e imaginativas, aunque probablemente más efectivas. Pienso -y no descubro el Mediterráneo con ello- en la reducción de carriles en las principales arterias de la ciudad, en la peatonalización de más calles o en la implantación de una red de verdad de carriles bici -viendo a esos temerarios que se suben a las bicis eléctricas de pago y desafían ¡sin casco! a tanto conductor estresado y amante de las pirulas, he llegado a la conclusión de que este medio de transporte tiene futuro por aquí-.

Y si la cosa se pone seria y realmente nos ahogamos en dióxidos y monóxidos de carbono, pues habría que abordar limitaciones serias al tráfico rodado, como, por ejemplo, los peajes que se pagan en Londres o la prohibición de entrar en la ciudad con el vehículo ciertos días a la semana. También convendría revisar los horarios de trabajo, para eliminar la jornada partida y limitar por lo tanto los desplazamientos, o combatir el presencialismo en la oficina fomentando el teletrabajo que deje en casa (y alivie) al conductor rabioso o estresado. Y, por supuesto, también requiere la situación invertir en una red de transporte público moderna y capaz.

Además, para que cuaje una ciudad sin humos y sin tanto coche, que es lo que deseamos la mayoría, conviene que nos pongamos las pilas también los ciudadanos, dejando el coche en casa -si no es absolutamente imprescindible- y haciendo ese trayecto de treinta o cuarenta minutos a la oficina en transporte público. Todavía me encuentro con alguno que, medio en broma medio en serio, me dice que no baja al metro porque le da asco. En fin...

Para que cuaje una ciudad sin humos y sin tanto coche, conviene que nos pongamos las pilas también los ciudadanos, dejando el coche en casa y haciendo ese trayecto a la oficina en transporte público.

Hacer un uso racional del coche y del transporte en general en una gran ciudad donde el espacio es tan limitado y la contaminación del aire y el ruido siempre son amenazas, es una muestra de civismo. En todo caso, soy optimista sobre este asunto. Si pudimos dejar de fumar en las oficinas y los bares de un día para otro, o dejamos de matarnos salvajemente en las carreteras gracias a un endurecimiento de la normativa de tráfico, también podremos quitarnos la boina de una vez por todas. Sólo hace falta que los políticos -en este caso, la alcaldesa Carmena- dé un paso al frente poniendo coto al coche, y que todos le sigamos.