La tiranía del centro de datos

La tiranía del centro de datos

Primero fue Dios, luego fue la razón, y ahora, por lo que parece, son los datos y la computación. Le fe ciega en el poder benefactor de la información almacenada en los grandes centros de datos de todo el mundo parece que ha sustituido a la que antes profesábamos a la religión o la política.

Primero fue Dios, luego fue la razón, y ahora, por lo que parece, son los datos y la computación. Le fe ciega en el poder benefactor de la información de todo tipo que hay almacenada en los grandes centros de datos de todo el mundo parece que ha sustituido a la que antes profesábamos a la religión o la política. Hoy son legión los entusiastas de este utopismo digital que nos intenta convencer de que, sabiendo leer en la cantidad ingente de datos que generamos al comunicarnos por las redes sociales, circular con GPS o pagar con tarjeta en la tienda, sencillamente tendremos una vida mejor.

Los poderes del big data son los que están permitiendo a los médicos dar con curas para enfermedades inabordables en otro tiempo y a los científicos predecir la evolución del clima y, según nos dicen, es lo que nos llevará a vivir en ciudades inteligentes sin problemas de tráfico, lo que hará posible a los políticos responder a las necesidades reales de la ciudadanía y a los periodistas sacar las historias ocultas que el poder no quiere escuchar y que se esconden en bases de datos de todo tipo.

Los datos, nos repiten estos utopistas, son el elemento central para mejorar el trabajo de los científicos o la eficiencia de la economía y de las empresas y también podrían ser clave para promover una democracia más participativa y una administración más eficaz. Sin embargo, surgen muchas cuestiones alrededor del big data.

Si uno quiere comprobar los avances de la gestión masiva de datos por parte de Gobiernos y empresas, y además tomar conciencia de los problemas o amenazas que conlleva, sólo tiene que darse una vuelta por la exposición Big Bang Data, que estos días organiza la Fundación Telefónica en la sede de la compañía en la Gran Vía madrileña. (¡Sí, cuesta creer que sea Telefónica, al fin y al cabo una multinacional con declarados intereses en el sector tecnológico, la que intente despertar nuestro sentido crítico!)

En el último panel informativo de la exposición, cuando a uno ya se le han dado múltiples argumentos para rebatir el optimismo panglossiano de los ciberencantados, los autores de la exposición nos hablan abiertamente de la "tiranía del datacentrismo", advirtiéndonos del fomento de esa idea de que en los datos se encuentre la respuesta a cualquier problema y de que nuestra sociedad pueda prescindir de "mecanismos más imperfectos y desordenados, basados en la política y la negociación".

Para rematar, nos dejan un mensaje poderoso y de clara vocación humanista: "Preservar valores como la subjetividad y la ambigüedad es especialmente importante en un momento en que es fácil pensar que todas las soluciones son computables y se encuentran dentro de un servidor, almacenadas en un Data Center".

Antes, un hipercrítico como Evgeny Morozov nos advierte del abuso que de la palabra "transparencia" hacen los Gobiernos, y analistas españoles también nos cuentan cómo las instituciones por el momento no están publicitando en los "portales de transparencia" la información que realmente interesa a los ciudadanos, como agendas o gastos, sino directorios con datos irrelevantes de patrimonio público.

También desmontan los organizadores de la exposición la metáfora de la nube, mentirosa donde las haya. Y es que detrás de ese gigantesco trasiego de fotos, e-mails o whatsapps no hay nada ligero ni esponjoso, sino una verdadera industria pesada formada por gigantescas instalaciones con millones de servidores, potentísimos aparatos de refrigeración y altas emisiones de gases a la atmósfera. Y también una telaraña de cables y ondas electromagnéticas que envuelven el planeta.

Los organizadores de la Fundación Telefónica también nos recuerdan que el big data, además de ser un arma para instaurar un estado de vigilancia como nunca se ha visto, también permite a los gigantes de Silicon Valley la mercantilización (aceptada por todos, todo hay que decirlo) de la intimidad. Aquí sí que se les notan los colores corporativos a los artífices de la exposición, puesto que esta línea crítica corre paralela a las invectivas que últimamente lanza César Alierta a Google o Facebook, a los que pide, en última instancia, que se rasquen el bolsillo para la financiación de todo el hierro y los cables que hacen posible la vaporosa nube de Internet.