¿En qué momento se jodió EEUU?
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¿En qué momento se jodió EEUU?

No deja de ser irónico que, en este momento en el que Estados Unidos está sumido en un proceso de integrismo, Luis Homar y el Teatro Lliure hayan decidido rescatar Las brujas de Salem, el clásico de Arthur Miller. La obra sirve como reflexión sobre los peligros de la ortodoxia llevada al límite, de la superstición y la creencia en la superchería y de la preminencia del pensamiento mágico frente al racional.

"¿En qué momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar, despacio, hacia la Colmena. Las manos en los bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avanzan, también, hacia la Plaza San Martín. El era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál? Frente al Hotel Crillón un perro viene a lamerle los pies: no vayas a estar rabioso, fuera de aquí. El Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución".

Mario Vargas Llosa, Conversación en La Catedral

Arthur Miller no pensaría en el trumpismo contemporáneo (pese a su maldad y/o estulticia), sino en su propio momento dominado por la caza de brujas del macartismo, la persecución anticomunista impulsada por el senador Joseph McCarthy (1909-1957) en Estados Unidos de América durante el período de la Guerra fría. Las brujas de Salem (o El crisol) que se está poniendo en la sala Valle-Inclán del Centro Dramático Nacional ahonda en esta pregunta.

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Foto: D Ruano, CDN

Se trata de una dramaturgia basada en el original de Arthur Miller con algún breve episodio de la vida del escritor en el momento de composición de la obra. Como es ampliamente conocido como Arthur Miller escribió esta obra durante los más duros años de plomo, momento de una metafórica caza de brujas que tuvo lugar con el fin de encontrar afectivos comunistas en el establecimiento de Broadway y, sobre todo, de Hollywood. Trata, pues, una temática muy trabada, con un texto ideológico que pretende establecer conexiones históricas entre dos momentos similares.

La caza de brujas original tuvo lugar en Massachusetts en 1692, por cierto, un precioso pueblo cerca de donde yo vivía en Estados Unidos. Los celotes puritanos, que vivían en una sociedad muy aislada y bastante supersticiosa -no hay más que recordar Young Goodman Brown, de Nathaniel Hawthorne, o la tradición de Halloween-, proporcionaron el pasto idóneo para establecer una sociedad inquisitorial, acusatoria y persecutoria. Esto es lo que denuncia Arthur Miller, esto es lo que entiende que conforma la pasta de la que está hecha su país. Este es el momento en que se jodió EEUU.

La narrativa es archiconocida, un grupo de muchachas, comandadas por Tituba, una esclava antillana, tienen una serie de encuentros furtivos con la intención de utilizar magia blanca para sus propios fines, sobre todo, hechizar de amor a sus amados. Son cogidas y, asustadas, comienzan a acusar a sus vecinos y congéneres de haberlas hechizado. El miedo, las acusaciones infundadas y las envidias propias de una sociedad pequeña y rural dan lugar a una auténtica caza de brujas en la que las muchachas, lejos de ser las brujas, son los dedos acusadores. Poco a poco, todos los personajes del pueblo van cayendo en el frenesí acusador o en el banquillo. Hay pocas, escasas, voces racionales que, si bien respetando las costumbres religiosas, plantean la locura que se está desarrollando en el pueblo. El reverendo Hale, traído para investigar, John Proctor (quien, al igual que Miller se negó a dar nombres), el viejo Giles Corey son presentados hábilmente por Miller como las voces de la civilización frente a la barbarie de los radicales integristas.

No deja de ser irónico, claro, en este momento en el que Estados Unidos está sumido en un proceso de integrismo provocado por causas parecidas y cuyo epicentro tiene lugar en comunidades rurales similares a las descritas por Miller, que Luis Homar y el Teatro Lliure hayan decidido rescatar este clásico de Miller. La obra sirve como reflexión sobre los peligros de la ortodoxia llevada al límite, de la superstición y la creencia en la superchería y de la preeminencia del pensamiento mágico frente al racional.

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Foto: CDN

La dramaturgia que, como hemos dicho, confronta dos momentos distintos el Real y el de Miller, está muy bien hecha, bien secuenciada y dispuesta hacia un clímax que deja al público casi en trance. El trabajo actoral es muy adecuado. Podemos destacar, entre otros, los papeles de Abigail (Nausicaa Bonnín), Mary Warren (Anna Moliner), del viejo Giles Corey (José Hervás), del vicegobernador Danforth (Homar) y de John mismo (Borja Espinosa).

La escenografía es otro de los grandes aciertos de la obra: está basada en la imagen kinética de la construcción bíblica del templo presente en el Antiguo Testamento (1 Reyes 6) y utilizando las ecos cinematográficos de la epopeya arcádica del Western en el que los habitantes de un pueblo construyen su iglesia de madera. Frente a estos poderosos iconos, que indudablemente están dispuestos para emocionar al público, el desenlace escénico de la obra contrapone una dura última imagen. La iglesia que hemos visto construirse ante nuestros ojos, se ha convertido en un patíbulo sacrificial en el que los habitantes de Salem celebrar la muerte de la voz de la razón.

El espacio sonoro está bastante bien construido no se subrayan musicalmente los momentos de patetismo y sí los de mayor acción, lo que evita derivar en un melodrama facilón. La intercalación de los episodios que tienen que ver con la vida de Arthur Miller están dispuestos de manera brechtiana de modo que rompen el ritmo de la obra y permiten parar para reflexionar sobre la actualidad de este tema.

En definitiva, se trata de un texto contemporáneo justamente canónico, de una gran materia teatral, que cuenta con una muy adecuada producción y una gran ejecución. De lo mejorcito de la presente temporada...